La pornografía es contracultura

Censurar a los adultos no protege a los niños. Si penalizamos ahora el porno, pronto serán las redes sociales y luego cualquier aspecto de la vida.
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El tema que quiero abordar en este escrito puede parecer cómico, pero encierra cosas que pueden resultar muy preocupantes. De entrada, perdonen la heterosexualidad de este discurso basado en recuerdos y antiguas conversaciones que una vez fueron.

Todos hemos sido jóvenes y hemos ido descubriendo el mundo sexual de diferentes formas; cada generación tuvo la suya. Mi padre, hace mucho, me contaba que en su juventud no había nada explícito, que lo más erótico que tenía a mano para conocer la sexualidad eran las ilustraciones de besos que podía encontrar en algún libro. Por supuesto, en su época, todo era tabú. La sexualidad era una condición instintiva, un ensayo y error. La siguiente generación vivió el destape y la pillería de los adolescentes que se intentaban colar en las películas de Pajares y Esteso cuando aún no tenían edad. Esa risa floja llena de vergüenza cuando le hablaban de la portada de la Playboy y se ponía completamente colorado porque la había visto de reojo en el quiosco.

Cuando España aún vivía en la dictadura, se cruzaba la frontera para ver películas como El último tango en París o Emmanuelle. Tras el franquismo, llegó una revolución sexual emancipadora en todos los estamentos de la sociedad. En aquel momento, España fue más libre que nunca. Personas acomplejadas con su físico se comenzaron a aceptar mejor y, a través de la pornografía, pudieron recrear fantasías, deseos y nuevas experiencias con sus parejas o con ellos mismos.

Pero ahora, en 2024, el Gobierno –autodenominado progresista– ha realizado un triple salto mortal ante nuestros ojos para inmiscuirse en la vida privada del ciudadano, traspasando el umbral de nuestro hogar. La Cartera Digital para la regulación de la pornografía es una medida discutible, cargada de intención y sin efecto práctico, dado que solo afecta a las páginas pornográficas españolas, una ínfima parte de la industria pornográfica. La única explicación posible es que esta medida responda más a un intento de meterse en nuestras camas y controlar nuestra vida sexual, la parte más privada de cada persona, bajo el amparo de hacer una navegación más segura para los niños.

Esto le debe corresponder a los padres. La educación de sus hijos les pertenece y depende de ellos que sus vástagos accedan a páginas didácticas o que aprendan con la mayor red global de conocimientos. Pero censurar a los adultos no protege a los niños. Si penalizamos ahora el porno, pronto serán las redes sociales y luego cualquier aspecto de la vida.

Tras la publicación de la noticia, las redes sociales se llenaron de chistes como el “pajaporte”, pero el problema es mucho más serio que eso. Es un tema risible que enmascara una clara pérdida del anonimato. Es una herramienta de control de la sociedad sin parangón en la que el Estado se inmiscuye directamente en las perversiones de cada uno. El caldo de cultivo que cualquier extorsionador querría.

Si este Gobierno ha tratado de desmontar a un rival político haciendo públicos unos datos privados a través de las instituciones del Estado, como en el caso del novio de Ayuso, ¿qué seguridad tendremos si tiene acceso a la información más privada de nuestras vidas?

La persona que sea incómoda para este Gobierno puede prepararse para que lo amenacen con el número de veces que se masturba viendo porno o hacer públicas sus búsquedas. Seremos una sociedad de posibles pervertidos según cual sea nuestra ideología.

El control de nuestra sexualidad durante la juventud lo tuvieron nuestros padres, con sus aciertos y errores, pero siempre buscando lo mejor para sus hijos. Ahora será el turno del Papá Gobierno, sólo que no querrá lo mejor para su ciudadanía, sino mantenerse en el poder, cueste lo que cueste. ¿Volveremos a cruzar la frontera hacia Francia cuando se gaste el racionamiento sexual mensual?

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Rodrigo Melero es creativo publicitario y realizador.


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