“Somos satíricos porque queremos criticar abusos, porque quisiéramos contribuir con nuestras débiles fuerzas a la perfección posible de la sociedad a que tenemos la honra de pertenecer. Pero deslindando siempre lo lícito de lo que nos es vedado, y estudiando sin cesar las costumbres de nuestra época, no escribimos sin plan”; escribía Larra en su artículo De la sátira y de los satíricos publicado en 1836. La sátira, un género artístico que, en palabras del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, “pretende provocar o agitar” normalmente para extender una crítica social, por lo que “es necesario examinar con especial atención cualquier injerencia en el derecho de un artista –o de cualquier otra persona– a expresarse por este medio” (STEDH de 14 de marzo de 2013, caso Eon c. Francia, § 60).
Pues bien, con más o menos acierto, con mejor o peor gusto, el colectivo Homo Velamine, que se define como ultrarracionalista, pretende explorar aquellas acciones colectivas en las que la gente parece que actúa irracionalmente pero que, según entienden, tienen “una lógica, pero esta va más allá de la razón y a menudo está definida por las apetencias o instintos”, según se explica en su página web (ver aquí). Entre otras actividades, el colectivo organiza lo que denominan “actos ultrarracionales” en los que toman el pulso a la sociedad publicando noticias en principio absurdas –o quizá no tan absurdas– que provocan el estallido de intensos debates públicos: así, “Una bandera de España a favor de la independencia de Catalunya” (marzo de 2019) o “La candidatura de Florentino Pérez a las elecciones, silenciada por los medios” (noviembre de 2019). Actos sin duda provocadores y cargados de sátira.
Sin embargo, uno de estos actos, “el tour de la manada”, le ha costado la condena a 1 año y 6 meses de prisión por un delito contra la integridad moral y a 15.000 euros en concepto de responsabilidad civil. Los hechos fueron estos: el colectivo Homo Velamine lanzó una web entre los días 3 y 5 de diciembre de 2018 en la que se ofertaba un paseo guiado por los lugares por los que habían pasado los miembros de “la Manada” con la víctima de la agresión, y publicitaban calcomanías que imitaban el tatuaje de uno de los condenados, camisetas o reservas en el hotel en el que habían intentado hospedarse. Explica el colectivo que el objeto de la iniciativa era retratar a los medios de comunicación y analizar cómo estos cubren las noticias sin adverarlas suficientemente. En definitiva, se trataba de provocar a la prensa para cuestionar su reacción y ver si cumplen adecuadamente con el papel esencial que le corresponde en la formación de la opinión pública en una sociedad democrática.
Esta acción tuvo una consecuencia, seguramente indeseada, aunque al entender de la sentencia condenatoria fue asumida por el colectivo: el daño que podía producirse a la víctima con la publicidad y los comentarios a los que diera lugar la campaña. Según la sentencia “la simple lectura de la página lleva a la clara conclusión de que el delito del que fue víctima se convirtió por parte del autor ahora acusado en un ‘jolgorio’, en una ironía, lo que constituyó un sufrimiento adicional importantísimo para una víctima, en un caso especialmente expuesto por los medios de comunicación”. Informes periciales acreditaron los perjuicios y el trastorno que provocó a la víctima la campaña, de lo que la sentencia concluye que los actos habían sido constitutivos de un trato degradante que habría menoscabado su integridad moral.
Así leída, crudamente, la sentencia puede dar una apariencia de corrección. Sin embargo, en mi opinión la misma adolece de un grave vicio: en su valoración obvia totalmente la libertad de expresión satírica. Está huérfana de la más mínima ponderación sobre el ejercicio de esta libertad, que sin lugar a dudas amparaba a Homo Velamine al lanzar su campaña, con aquellos otros bienes o derechos que hubieran podido verse lesionados –en este caso, la integridad moral de la víctima–. Solo esta última es considerada en la sentencia, mientras que la libertad de expresión es la gran ausente.
Por supuesto, la libertad de expresión, y dentro de la misma la libertad de poder desarrollar actividades satíricas, no lo ampara todo y tiene límites. Pero, como se ha empezado al citar al Tribunal de Estrasburgo, cualquier restricción a la misma debe ser enjuiciada con particular cautela. Porque, por mucho que el respeto a la integridad moral de una persona es fundamental, también la libertad de expresión “constituye uno de los fundamentos de una sociedad democrática y una de las condiciones esenciales para su progreso y la realización personal del individuo”, por lo que su protección se extiende no solo “a la ‘información’ o a las ‘ideas’ positivamente recibidas o contempladas como inofensivas o irrelevantes, sino también a aquellas que ofenden, escandalizan o molestan.
Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una ‘sociedad democrática’“ (STEDH de 7 de diciembre de 1976, caso Handyside c. Reino Unido). Más aún cuando lo que se pretende es “deformar la realidad” precisamente para construir una crítica de interés general (STEDH de 20 de octubre de 2009, caso Alves da Silva c. Portugal).
Así las cosas, tenemos una desafortunada condena –como aquella de los “titiriteros”– que esperemos sea revisada en instancias superiores. Es cierto que, a la luz de los hechos del caso, tengo dudas sobre si en este supuesto la campaña debe considerarse amparada por la libertad de expresión o habría que hacer prevalecer la protección al derecho a la integridad moral de la víctima. En cualquier caso, lo que sí que creo que debería tenerse claro es que la conducta no merece reproche penal. Recurrir a esta vía genera un indudable efecto disuasorio en el ejercicio de la libertad y resulta a mi entender desproporcionado, cuando podría haberse tratado de resarcir a la víctima por otros medios –en particular la vía civil–.
Lamentablemente la campaña le perjudicó, pero también esa campaña ha permitido a la opinión pública abrir un debate muy necesario sobre la responsabilidad de los medios de comunicación. En una sociedad madura quizá los medios no habrían hecho “carnaza” con esa campaña. Por lo que, me pregunto, ¿a quién debemos responsabilizar del daño generado? ¡Cuántas veces abren portadas las imágenes o las posturas más estridentes, escatológicas o ignorantes mientras que la sensatez si llega a tener hueco editorial se cuela en una nota!