Las conferencias mañaneras del presidente López Obrador solo significan en plural. Su sentido es el agregado, no cada unidad. ¿Recuerda usted qué se dijo en ellas la semana pasada o antepasada, para no decir ya hace un mes o dos? Quizás algunos destellos espectaculares: los juicios morales a exfuncionarios, el supuesto combate al huachicoleo, la abrogación de esta u otra reforma, la destrucción de una u otra institución, no más. La velocidad y el anhelo de ubicuidad hacen imposible la retención. Algo asombroso se anunció hoy, pero también se anunciará algo asombroso mañana, como incesantes olas en un revolcadero.
En ese tiempo híper acelerado no hay segmentación: da lo mismo el antier que el ayer que el hoy que el mañana. Lo que delimita es el espacio: la tarima, el púlpito, los colores, una geometría diseñada para aparentar cercanía y horizontalidad pero que asegura la transmisión infalible del verbo: acusaciones, reproches, juicios, bendiciones, anhelos, mentiras. Lo que queda, en la suma, es el tono, el semblante dictaminador. Olvidados los episodios particulares, solo podemos hacer una evaluación general.
En tres meses, López Obrador ya ha dado más conferencias de prensa –67 al momento de escribir– que Ronald Reagan, George W. Bush, Bill Clinton y Obama en sus respectivos ocho años de gobierno. Pero los políticos estadounidenses inventaron ese formato –según el periodista Scott Berg, fue Woodrow Wilson en 1913– justamente para lo contrario: para “posicionar” en los medios un mensaje muy específico que lo ameritara, buscando que la audiencia lo retuviera. La liturgia sui generis de López Obrador va en sentido contrario. Busca la evocación permanente de lo general, aun a costa del olvido de lo particular.
Como demuestran las mediciones de Luis Estrada, las homilías matutinas apenas logran posicionarse en medios, son tantas que solo 13% de las primeras planas de los siete principales diarios las han retomado. Acaso se discuten en las redes sociales, pero la velocidad e inmediatez con la que ahí fluye la información a menudo ahogan los mensajes en poco tiempo, sin contar que el presidente se desdice, contradice, desvía y divaga en las horas posteriores a las conferencias. Y si además al día siguiente habrá otra conferencia que eclipsará a la anterior, la permanencia del mensaje particular es efímera. Lo que cuenta es el total.
Atendiendo la suma, en esas sesiones de lo que se habla no es tanto de políticas públicas sino del paso firme que lleva la voluntad popular: un nosotros. No es fortuito que las expresiones más repetidas –según también el análisis de Estrada– sean al mismo tiempo “no sé”, “no tengo el dato”, “todavía no tengo las cifras” que “vamos muy bien” y “estamos avanzando”. “Fifís”, “conservadores” y “neoliberales” son epítetos comunes aunque previsibles.
No es, pues, un ejercicio informativo, mucho menos uno de transparencia, como escribió Daniel Moreno, ni de deliberación; tampoco un monólogo vertical al estilo Aló Presidente de Hugo Chávez (las sesiones de preguntas para periodistas duran a veces más que la presentación de López Obrador y no hay evidencia de que la selección de preguntas sea ad hoc).
El tono y el espacio son la esencia. La novedad es que las ceremonias se prestan cada vez más para juzgar –mejor dicho, incriminar– a hombres e instituciones sin derecho de réplica, sin pruebas ni previo aviso, como sucedió el 11 de febrero del 2019 a Jesús Reyes Heroles, Carlos Ruiz Sacristán, Georgina Kessel, Luis Téllez, Alfredo Elías Ayub, entre otros, incluidos expresidentes, acusados de “inmorales”. Ahí, quien funge como juez supremo erige a los nuevos villanos y héroes, reivindica ideas y personajes fallidos, y establece las nuevas líneas de lo moral. Juicios sumarios en la plaza pública.
He recordado un episodio específico, lo cual parece contradecir mi tesis. Pero tuve que sumergirme en ese universo de tantas conferencias para encontrarlo. Y es ahí donde quedan perdidos los medios y el ciudadano, pues ese episodio no se ha resuelto. Los agraviados no han recibido disculpas y nadie ha podido interceder por ellos. Su caso quedó enterrado en el alud posterior, bajo el cual ya quedaron enterrados también nuevos personajes. Y así sucesivamente. La velocidad impide cualquier aclaración, cualquier réplica. No da tiempo, hay más conferencias que periodistas. Se empieza a fraguar una realidad alterna: las mentiras sobreviven, las entelequias persisten, los valores se aceptan y un nuevo lenguaje se vuelve vernáculo.
Esa veloz omnipresencia que disipa mensajes específicos y fija un tono general en el tiempo recuerda a Marshall McLuhan, quien dijo: “el medio es el mensaje”. Es decir, la forma y cualidades del medio –en este caso la vertiginosa continuidad de las conferencias– se introducen en el propio mensaje, creando una simbiosis. Las conferencias mañaneras –todas en conjunto, no una u otra– son el mensaje. ¿Y cuál es éste? Bueno, pues el carácter general del régimen, sus atributos y pulsiones. Su zeitgeist, por decirlo así: velocidad, enfrentamiento, destrucción, ubicuidad, cercanía, irracionalidad, confusión. Lo que se dice en ellas un martes o jueves cualquiera queda perdido en la inmensidad. Lo extraordinario se vuelve ordinario, los medios y ciudadanos se saturan, y es imposible responder.
Es periodista, articulista y editor digital