Un manifiesto reciente de los editores y reporteros del periódico estudiantil The Spectator de la Universidad de Columbia en el que denuncian el fracaso de la universidad a la hora de “protegerles” durante las manifestaciones contra la guerra de Gaza y la posterior decisión de la administración de Columbia de llamar al Departamento de Policía de Nueva York para disolver primero los campamentos de protesta de los estudiantes y más tarde una ocupación de un edificio del campus es emblemático no tanto por las quejas que se expresan, que probablemente son justificables al menos hasta cierto punto, sino por el lenguaje propio de la salud pública que emplean los estudiantes. Los estudiantes y periodistas de Columbia escriben sobre “el trauma [la cursiva es mía] y la represión” que han experimentado. Y el orden de las palabras es clave. Porque cuando uno dice que es ante todo su psique y no sus principios lo que ha sido gravemente dañado, está despolitizando el conflicto o, lo que es peor, exigiendo que se cumplan sus demandas políticas debido al daño psíquico que sufrirá si no se cumplen.
Para ser justos, los estudiantes se limitan a usar el “lenguaje que su generación ha sido educada para utilizar por las universidades en las que se forman”, como me señaló acertadamente Adrian Bonenberger en X. Pero esa es precisamente la cuestión: los tres movimientos reformistas más importantes que han capturado la imaginación de los jóvenes en Occidente durante el último medio siglo –la acción humanitaria, los derechos humanos y, ahora, una izquierda identitaria e insurreccional– han sido profundamente antipolíticos: el humanitarismo, porque pretende hacer de la ayuda un sustituto de la acción política; los derechos humanos, porque intentaron eludir el debate ideológico convirtiendo el derecho internacional en un ídolo que incluso los adoradores de Baal habrían considerado excesivo; y ahora las protestas propalestinas que “ponen en el centro”, por utilizar una de las expresiones preferidas de la izquierda identitaria, las consecuencias psíquicas de perder una batalla política. Al hacerlo, por supuesto, los estudiantes también se están “poniendo en el centro” ellos mismos, pero eso es menos llamativo, ya que es lo que hacen los occidentales, incluso cuando aparentemente actúan en solidaridad con la causa de un pueblo no occidental. Lo que resulta llamativo es la fusión de una emergencia política con una emergencia psicológica. Eso antes se llamaba narcisismo; ahora, sin embargo, parece formar parte de una imaginaria carta de derechos psíquicos, uno de cuyos elementos principales es el derecho a no quedar traumatizado.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en Desire and fate.
David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.