En toda crisis, la prioridad del gobierno debe ser una sola: reducir el caos y la incertidumbre. Para ello, se han desarrollado manuales de comunicación profesional, como el de la Agencia Federal de Manejo de Emergencias del gobierno de Estados Unidos, la FEMA. Este afirma que, durante un desastre, la información es tan vital como el agua potable o la comida. Saber cosas básicas como dónde buscar ayuda médica, si se puede o no salir a la calle o cuándo va a llegar auxilio puede significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Después de un desastre natural –como el terrible huracán Otis que acaba de azotar a Acapulco–, la autoridad debe usar la comunicación con el fin de generar las condiciones necesarias para que las fuerzas del orden puedan entrar a salvar vidas, brindar seguridad y comenzar la recuperación. Todo mensaje que no tenga como propósito atender a las personas afectadas y proteger su vida, su salud, su integridad y su propiedad, simplemente no debe emitirse. Las especulaciones y las opiniones políticas deben quedar completamente fuera, pues solo abonan al caos. La relación con los medios debe ser profesional y eficiente. La comunicación debe abonar a fortalecer la confianza de la sociedad en sus autoridades.
Eso es lo que dicen las mejores prácticas. Pero en México, durante los últimos cinco años, el gobierno se ha alejado completamente de esos principios. Desde la crisis por la escasez nacional de gasolina, pasando por la explosión de Tlahuelilpan, el “Culiacanazo” y, desde luego, la pandemia de covid-19, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha seguido su propio “manual” de manejo de crisis que tiene tres acciones centrales: i) negar el mayor tiempo posible la crisis; ii) cuando la crisis es evidente para todos, minimizar su gravedad; y, iii) eludir, a toda costa, la responsabilidad y la rendición de cuentas por sus decisiones.
El objetivo de esta estrategia es uno solo: preservar la imagen del presidente a fin de mantener el mayor control político posible sobre la sociedad. Para ello, sustituye la comunicación del Estado por la propaganda de su movimiento político. El presidente adapta los hechos a un relato demagógico en el que él, de un lado, queda siempre como un líder infalible, intachable e irreprochable, alguien con buenas intenciones que solo toma buenas decisiones. Del otro lado, quienes le exigen resultados, lo critican, o muestran a la sociedad evidencia que contradice el relato quedan en un bando de “enemigos del pueblo”, gente “sin autoridad moral” que merece ser descalificada y atacada con agresividad por él y por sus seguidores.
Desde el inicio de la tragedia de Acapulco, la comunicación gubernamental ha quedado supeditada a esta misma estrategia de propaganda política.
Primero, el presidente y su gobierno negaron la crisis, al no activar a tiempo los protocolos de protección civil, a pesar de que se tenía información de que el huracán Otis estaba tomando fuerza inusitada. La única comunicación que emitió el presidente fue un tuit en el que se pide a la gente, en tono de sugerencia, “mantenerse en lugares seguros”. Ya sea por incapacidad, por la rapidez del fenómeno o por decisión política, el gobierno no activó ningún sistema de advertencia.
Segundo, el presidente minimizó la crisis, al asegurar de manera insensible que “no fueron tantos los muertos” por el huracán, antes de tener siquiera un balance que le permitiera hacer esa afirmación. También ha minimizado la crisis al continuar con su rutina política normal desde el día siguiente de la tragedia, mandando a la sociedad la señal de que la posibilidad de que un millón de ciudadanos sufran una crisis humanitaria no amerita que él suspenda su espectáculo matutino o sus giras políticas. Es de esperarse que esta actitud siga hasta que sea conveniente para su imagen presentarse en Acapulco sin que haya manifestaciones en su contra.
Tercero, elude la rendición de cuentas por sus actos y omisiones. En vez de invertir su tiempo y energía en mejorar su respuesta al desastre, el presidente se ha dedicado a saturar la conversación pública con mensajes repetitivos que atacan a sus opositores y de sus críticos, así como a los medios de comunicación que informan sobre la ausencia de autoridades clave. Al descalificar a los medios, busca imponer su propia versión de los hechos, o al menos confundir lo suficiente a la sociedad con el ruido de su propaganda para que no pueda evaluar con claridad los resultados de la acción del gobierno.
Cuando el presidente implementó esta estrategia de “negar-minimizar-eludir” durante la pandemia, contó con el apoyo de un vocero funesto e inescrupuloso. Ahora, parece que ha optado por delegar esa función en Claudia Sheinbaum, candidata de su partido a la presidencia. Imitando el rol servil que tuvo en su momento Hugo López-Gatell, Sheinbaum ha salido a decir en un mensaje grabado que el presidente “está actuando correctamente, conforme a los protocolos en caso de catástrofe y, además, con mucha sensibilidad social”. Es obvio que, ni entonces ni ahora, el presidente se ha dignado a seguir los protocolos de comunicación en emergencias, por lo que esta afirmación es falsa y demagógica.
Como en la pandemia, el presidente ahora también pretende prohibir a la sociedad que se organice para superar la emergencia. Durante la crisis sanitaria, prohibió que los gobiernos locales, los hospitales privados y las empresas importaran vacunas y medicamentos especializados para tratar la enfermedad. Así podía mantener el control sobre la población, al dejar al gobierno como el único capaz de “ayudar” a la gente. En este caso, está repitiendo la estrategia, al intentar prohibir que las empresas, organizaciones civiles y ciudadanos se organicen para llevar ayuda a Acapulco. Solo los militares, acompañados por los integrantes de las redes de organización electoral del gobierno, podrán repartir la ayuda a los damnificados. Piense usted en qué tipo de países son aquellos donde la ayuda en un desastre es repartida solo por militares con ayuda de los comisarios de un partido político.
Tenemos que entender que, tanto la estrategia de propaganda, como las restricciones para la organización social son muestra clara de un deseo del presidente de fortalecer el control político del gobierno sobre los ciudadanos. Dicho de otra manera,el Estado expande su poder a costa de los derechos (a la información, a la protección) y libertades (de expresión y asociación) de los ciudadanos. Si estos no pueden hacer nada para ayudar o ayudarse, se vuelven impotentes y dejan de verse a sí mismos como agentes con la capacidad de exigir. Se transforman en víctimas, damnificados inermes, beneficiarios que solo pueden extender la mano y esperar a que la “generosidad” del poderoso les brinde auxilio.
Es claro que el gobierno no tiene como prioridad resolver la crisis, sino mantener a la sociedad confundida, dividida y desorganizada. Una sociedad en esa circunstancia no puede responder a la tragedia adecuadamente, no puede generar una comprensión única de lo que le pasa y así, no puede organizarse para exigir resultados ni rendición de cuentas.
Es muy probable que Acapulco se sume a Tlahuelilpan, el Culiacanazo y la pandemia de covid-19 como una crisis más de este sexenio en la que el mal desempeño del gobierno no afectará mayormente la imagen del presidente ni la intención de voto por su partido. Cada punto de aprobación que logre mantener Andrés Manuel López Obrador en las encuestas, y cada punto que su candidata mantenga en los sondeos electorales, se pagará con el sufrimiento evitable de muchas personas. Una sociedad con otros valores cívicos rechazaría con todo vigor esta situación. Lamentablemente para Acapulco, no somos esa sociedad. ~
Especialista en discurso político y manejo de crisis.