Veinte años antes de escribir Eichmann en Jerusalén y universalizar el concepto de banalidad del mal, Hannah Arendt prefiguró su idea más célebre en una artículo escrito en Jewish frontier, una revista sionista de izquierdas.
Era enero de 1945. El III Reich boqueaba pero aún quedaban cuatro meses para que firmase la capitulación. En el texto de Arendt, titulado “Organized guilt and universal responsibility”, la pensadora se refería a aquellos hombres grises que ejecutaron el proyecto nazi como gentes que, en otras circunstancias, serían incapaces de hacer daño a una mosca (en el original, out of sheer passion he would never do harm to a fly). Su actividad criminal se encuadraba únicamente en un engrasado y sistemático plan de exterminio en el que ellos eran simples subordinados, apenas nodos de una vasta y enmarañada jerarquía en la que se buscaba que la culpa individual fuera difícilmente atribuible. Con este argumento Arendt no pretendía ni mucho menos disculpar a los hombres grises, sino mostrar lo sencillo que resulta, bajo condiciones extremas, resbalarse por la pendiente de la infamia y escurrir la responsabilidad de los actos propios.
De igual forma que Arendt cubrió el proceso contra Adolf Eichmann, celebrado en Jerusalén en 1961, la escritora croata Slavenka Drakulić estuvo en La Haya en 2003 para asistir a los juicios posteriores a las guerras balcánicas: un conflicto que, decenas de miles de muertos entre medias, disolvió Yugoslavia y dio lugar a una panoplia de nuevos Estados. De este proceso en el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) nació un libro, No matarían ni una mosca, publicado por primera vez en España en 2008 y que hace apenas unas semanas ha sido reeditado por Libros del KO.
Haciendo esto Drakulić se colocaba en una posición comprometida y arriesgada. Indagar en los crímenes de la guerra, incluyendo también los que corrían por mano de los croatas, la convirtió en paria en su propio país. Había, de hecho, antecedentes que invitaban a no hacerlo: en el verano de 2000 fue asesinado mediante un coche bomba Milan Levar, un antiguo combatiente que había mostrado su interés por colaborar como testigo ante el TPIY. En cualquier caso, la obra de Drakulić recoge los perfiles de hombres y mujeres que se sentaron en un tribunal creado ex profeso, a miles de kilómetros y varias fronteras internacionales del campo de batalla, para juzgar unos hechos sin precedentes en Europa desde la Segunda Guerra Mundial: genocidio, violaciones sexuales, esclavitud o tortura fueron algunos de los cargos que pesaron sobre los acusados en La Haya.
Goran Jelisić nació en 1968 en Bijeljina, al noreste de Bosnia y Herzegovina. Por tanto, cuando estalló la contienda yugoslava no había cumplido aún los veinticinco años. De carácter tímido, era un aficionado a la pesca y antes del inicio de las hostilidades trabajaba como mecánico agrícola. Había pasado por la cárcel por un asuntillo de falsificación de cheques, pero en su ficha no figuraban crímenes de sangre. De su aspecto, Drakulić dice que parecía incapaz de matar una mosca. Podría pensarse, incluso, que el propio Jelisić era una mosquita muerta. El efecto halo, por el que atribuimos cualidades benéficas a alguien basándonos únicamente en su apariencia —funciona también al revés, claro, achacando maldad a un aspecto poco agraciado—, ha sido profusamente estudiado por los psicólogos, y es la razón de que en el rostro apesadumbrado y un tanto adolescente de Jelisić, Drakulić no pudiera apreciar maldad.
Pero lo cierto es que Jelisić se inmergió con fruición en el mal.
Cuando salió de la cárcel tras el affaire de los cheques, Jelisić se postuló a policía voluntario en la comisaría de Brčko, apenas a cuarenta kilómetros de su ciudad natal. En esa comisaría recalaban decenas de detenidos musulmanes que pasaban a continuación a un campo de prisioneros cercano. En ese campo mentar a Jelisić, el aficionado a la pesca, era como nombrar al diablo. Allí le gustaba presentarse como el Adolf Hitler serbio. Fue condenado a cuarenta años por el asesinato de trece prisioneros. De uno de ellos hay constancia gráfica que fue aportada como prueba en La Haya: una imagen en la que Jelisić, con uniforme de policía, dispara a un hombre tendido boca abajo en el suelo y ya empapado en sangre. Las trece muertes resultan, sin embargo, una cifra optimista que se ciñe únicamente a los hechos probados, los que al fin y al cabo debe tener en cuenta un tribunal para condenar. Si creemos a los testigos que participaron en su proceso judicial, es posible que el pescador fuera responsable de más de cien asesinatos.
Hubo otros que no actuaron en la guerra con el mismo entusiasmo. Dražen Erdemović tenía tres años menos que Jelisić y como él, también era bosnio, de padre serbio y madre croata. No destacaba por sus dotes militares, pero en aquellos años un herrero no tenía muchas esperanzas de ganarse la vida si no era alistándose.
La vida de Erdemović en el ejército era tranquila hasta que en el verano de 1995 condujeron a su unidad a una granja. Poco después empezaron a aparcar allí autobuses procedentes de Srebrenica, la ciudad que se hizo famosa por dar nombre a una de las mayores matanzas en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial. De los autobuses salían hombres desharrapados, musulmanes la mayoría, con los ojos vendados y las manos esposadas. Su destino era una tapia a la que se dirigían derrengados. El de Erdemović y sus conmilitones, ejecutarlos. Erdemović, aún apenas consciente de la situación, le dijo a su comandante que no quería tomar parte del pelotón de fusilamiento, pero solo fue capaz de decírselo una vez. Además, sus remilgos no se compadecían demasiado bien con el ritmo frenético, industrial, con el que los autobuses seguían llegando. Cuando compareció en La Haya, Erdemović reconoció haber matado a unos setenta hombres. Expresó su remordimiento, colaboró como testigo protegido y fue condenado a cinco años de prisión. Su actitud, la de los arrepentidos, no fue frecuente, pero merece la pena mencionarla.
Scheveningen es una prisión de La Haya donde Goran Jelisić ha cumplido condena junto a otros criminales de guerra de los Balcanes. Por allí también pasó —y allí murió— una celebridad a la que Drakulić dedica otro capítulo: Slobodan Milosević, presidente serbio, oportunista de primera hora y propiciador de decenas de miles de muertes. O Ratko Mladić, figura central en el larguísimo sitio de Sarajevo y la masacre de Srebrenica en la que murieron ocho mil personas. O Biljana Plavšić, una de las pocas mujeres que tuvieron alta responsabilidad en las guerras balcánicas, y que en el libro se revela como una cínica formidable.
Lo que llamó la atención a Drakulić, apenas finalizadas las audiencias a las que asistió en 2003, es que en Scheveningen se respiraba una armonía que contrastaba con los odios furibundos que se desataron en las antiguas repúblicas yugoslavas a principios de los noventa. En ese tiempo, la caída del Muro de Berlín y la disgregación de la URSS ejercieron como catalizador para que la relativamente estable Yugoslavia y su mezcolanza de identidades nacionales y religiosas comenzaran a disgregarse causando un baño de sangre inédito en Europa desde 1945. En Scheveningen, sin embargo, bosnios, serbios y croatas compartían comidas, lecturas, cursos de idiomas y pintura y funcionaban también como un think-tank que aportaba ideas para la pacificación de la zona. Como si el presidio de una localidad costera de Países Bajos fuera el único lugar donde, ya entrado el siglo XXI, perviviera su arcadia balcánica.