Foto: IDF / Flickr

Israel y Líbano: una línea azul

La llamada Línea azul ha contenido por dos décadas algunas posibilidades de paz entre Líbano e Israel. Y cuando los márgenes de maniobra se estrechan es muy difícil recuperarlos.
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Unos cuantos años después de su regreso a Teherán y tras el triunfo de la Revolución islámica en 1979, Jomeini envió 1,500 soldados a Siria para que Hafez al-Assad les dejase entrar al Líbano, bajo ocupación de Damasco, y se unieran al combate contra Israel. Era 1982. Poco antes, Israel había invadido Líbano para expulsar a la Organización para la Liberación de Palestina.

Siria se mantuvo en el Líbano de 1976 a 2005. La guerra civil libanesa duró de 1975 a 1990. Hay fechas y eventos que se comportan como un perfecto caldo de cultivo para el caos.

Assad no permitió el acceso de todo el grupo. Algunos cientos, junto a libaneses seculares y chiitas, constituyeron en el Valle de Bekaa, al este del país, algo parecido a la semilla de Hezbolá, formalmente creado en 1985.

Hafez al-Assad no buscaba otra confrontación directa con Israel. Aún rondaba el fantasma de la Guerra de octubre o del Yom Kippur. Facilitar la operación o el ataque de un tercero le permitía negar su responsabilidad. Hoy, a eso lo conocemos bajo el anglicismo de guerras proxy.

Las nociones de izquierda y derecha con las que Occidente insiste, incluso en nuestros días, en codificar el resto del planeta, no tienen la misma reiteración ideológica en Medio Oriente. Ciertos espectros se remiten a la Guerra fría junto a sus afinidades pragmáticas, pero no más. Los elementos intelectuales se condensaban y lo siguen haciendo, quizá cada vez más, en el rechazo al Estado de Israel y un antiamericanismo que se alimentan y avanzan entre sí.

A partir de 1982, Irán y Siria articularon un movimiento de resistencia contra Israel. En las zonas controladas por el incipiente Hezbolá se impuso a las mujeres el uso del velo y se promovió la educación islámica. El grupo, originalmente compuesto por musulmanes, cristianos, marxistas o panarabistas que enarbolaban la causa palestina, se convirtió en uno religioso y asesinó a miembros que se asumían como parte de una izquierda que no encontraba lugar.

De esa primera etapa sobresalen tres nombres. Sheik al Tufayli y Abbas al-Musawi –fundadores de la organización y sus secretarios generales– e Imad Mughniyeh, fundador también de la Yihad Islámica en el Líbano y precursor en el diseño de ataques terroristas con bombas suicidas, ejemplo de cómo Hezbolá absorbió a otros grupos islamistas o nacionales.

La eficacia de sus ataques, bajo sus principios, les generó aceptación más allá de los sectores chiitas del Líbano. El fervor revolucionario que acompaña su instrumentación de la lucha palestina sin duda puede ser visto en Occidente como un elemento irracional. Mientras Occidente siga sin entender que su construcción de mártires por medio del asesinato es generadora de identidad y convierte al sacrificio en un medio para una causa –lo que es absolutamente racional en sus códigos–, será imposible construir los anticuerpos que limiten su expansión.   

De 1982 a inicios del milenio se afianzó la imagen de Hezbolá, el Partido de Dios, como frente de resistencia contra Israel. En 1992, año de las elecciones legislativas en las que la organización entró a la política formal, Abbas al-Musawi fue asesinado. A su muerte, Sheik al Tufayli confrontó a un sector de miembros que favorecían la participación de Irán por encima de las raíces libanesas de la organización. Perdió. Sigue vivo y sin mayor eco es un apasionado crítico de la hegemonía iraní. De esa confrontación surgió un hombre, parte del Movimiento Amal, uno de aquellos partidos políticos capturados por Hezbolá: Hassan Nasrallah, quien desde entonces es su líder religioso y secretario general.

Hezbolá es fuerza política, grupo terrorista, ejército y grupo paramilitar. Bajo el mando del Ayatola Jamenei, el desarrollo de misiles y cohetes de Hezbolá se integró al programa de defensa iraní.

Es una triste gran época para los operadores de la barbarie, los instrumentadores de la retórica exaltada. Si algo enseña Medio Oriente es que rara vez se actúa directamente en los campos definidos de la tragedia, como en sus márgenes. Espacios abiertos a opciones, siempre frágiles, que guardan una dosis de maniobrabilidad. Por eso se cuidan. Porque cuando los márgenes se estrechan es muy difícil recuperarlos. A cada grito o amenaza, a cada disparo de misil, el margen se agota.

La mirada del mundo se asoma con cautela a otro de los márgenes medio orientales por excelencia. Las últimas semanas con mayor atención que la del reojo.

Al sur del Líbano, la llamada Línea azul, una no frontera delineada para marcar la retirada de tropas israelíes, ha contenido por dos décadas algunas de las posibilidades de paz entre ambos países. Es la línea de demarcación provista por un acuerdo temporal, y también es zona de conflicto.

En estos meses, Israel ha conseguido asesinar a un par de centenares de liderazgos políticos, militares y de inteligencia de Hezbolá, con operaciones que demuestran la insensatez en la brutalidad de su acción en Gaza. Hezbolá, por su parte, ha aumentado los ataques con misiles y cohetes contra Israel. Nasrallah grita que su armamento y fuerzas, sin duda más numerosas que las de Hamás, están listos para responder si su enemigo se interna en el Líbano. El mundo habla de una inminente nueva operación. Se repite el llamado a la tranquilidad.

Nadie quiere esa guerra. Tampoco Netanyahu o Nasrallah, necesariamente, pero aman gritarla. A fuerza de exaltaciones, el margen se acorta en la fragilidad del error. Ninguno de los dos obtendría una victoria real de ella. Reocupar la Línea azul no tiene utilidad. Se ha avisado del costo humano. A diferencia de Gaza, hay prensa suficiente estacionada en Beirut. Sin embargo, sus complicaciones políticas sobrepasan el territorio.

En una época, Hafez al Assad operó en el Líbano por medio de Hezbolá. Bashar, su hijo, heredó el espíritu criminal y asesino, pero en lo político habría sido la vergüenza de su padre.

Irán y Hezbolá, juntos y como entidades separadas, son quienes controlan Siria. A cambio de la supervivencia de Assad han saqueado el territorio, masacrado a opositores y apoyado en la comercialización de la anfetamina captagón. Se invirtió el esquema original de Hafez. Tocar el castillo de cartas conlleva el riesgo de tirarlo. Llevaría a Damasco, y es más fácil dejar a Siria en el olvido que atraer la respuesta de Teherán y de Washington. De sus aliados declarados y de aquellos forzados a rechazar, con mayor claridad, la intervención en un país árabe.

Aquellos capaces de sostener el equilibrio sobre el incendio de las praderas han hecho malabares entre las líneas rojas de la sinrazón. Lo han hecho con cierto éxito. Hasta ahora. ~

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es novelista y ensayista.


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