La elección de la ministra Norma Piña como presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) es una buena noticia para la democracia constitucional. Su perfil prudente, carrera judicial y orígenes esforzados muestran el triunfo de una cultura del trabajo, ajena al privilegio. El rompimiento del techo de cristal tiene doble mérito en su caso, ya que no proviene de alguna de las élites judiciales o económicas con las que suele identificarse a la membresía de la Corte y los tribunales superiores de la federación.
Sin embargo, su nombramiento retrata varios de los principales retos que tiene el Alto Tribunal mexicano: un pleno profundamente dividido (la ministra ganó por la mínima diferencia de un voto), la amenaza de que el Ejecutivo capture al órgano de justicia, las intrigas palaciegas e incluso el gatopardismo de las reformas emprendidas al poder judicial durante los últimos años.
El principal desafío que tiene la SCJN es el de la credibilidad. La Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG) 2021, del Inegi, señala que el nivel de percepción de confianza de la sociedad respecto a jueces y magistrados fue de 40.3 por ciento, que, si bien es superior al 35.1 por ciento de 2019, sigue siendo inferior al de empresarios y gobiernos estatales. Los jueces solo tienen niveles de confianza superiores a los sindicatos, ministerios públicos, diputados y senadores, policías y partidos políticos. Valga el contraste: los organismos públicos autónomos (como el INE o el INAI) superan por 27 puntos porcentuales a los magistrados, con 67.5 por ciento de la población a la cual les inspira mucha o algo de confianza. No obstante, la lógica de las reformas emprendidas por Arturo Zaldívar y su plan de trabajo no pusieron en primer lugar recuperar la confianza de la gente en los tribunales. Tampoco es la meta principal de la ministra presidenta Piña.
En términos organizacionales, los planes de trabajo de todos los candidatos a la presidencia de la Corte se centraron en hacer más eficientes los servicios judiciales y corregir las desigualdades estructurales hacia adentro del Tribunal Supremo. Estas medidas son convenientes para litigantes y personal jurisdiccional, pero no necesariamente para el público. Una jurista de la Corte, especializada en discapacidad, lo resumió en una frase con la que siempre he coincidido: los usuarios de los tribunales son los gobernados, no los abogados postulantes.
El abogado peruano Alfredo Bullard explica que el sentido común, al menos en los temas jurídicos, debe ser entrenado. Pues bien, el criterio de los jueces del máximo tribunal federal parece muy alejado del sentido común, ya no se diga de su versión mejorada. Ya en 1906, el programa del Partido Liberal Mexicano señalaba la necesidad de “simplificar los procedimientos del juicio de amparo, para hacerlo práctico. Es preciso, si se quiere que todo ciudadano tenga a su alcance este recurso cuando sufra una violación de garantías, que se supriman las formalidades que hoy se necesitan para pedir un amparo, y las que suponen ciertos conocimientos jurídicos que la mayoría del pueblo no posee. La justicia con trabas no es justicia. Si los ciudadanos tienen el recurso del amparo como una defensa contra los atentados de que son víctimas, debe este recurso hacerse práctico, sencillo y expedito, sin trabas que lo conviertan en irrisorio”. A más de 116 años de distancia, el planteamiento de Ricardo Flores Magón sigue sin ser atendido. Una Corte que pensara en la gente dedicaría todos sus esfuerzos a lograr que el juicio de amparo fuera sencillo, práctico y rápido, no el monumento a la complicación, recovecos, ineficacia (como los amparos para efectos) y lentitud que sigue siendo hasta nuestros días.
El otro desafío de la Corte es su amenaza de captura. Sería un error creer que los ministros escogieron a la ministra Piña por un repentino aggiornamento independentista. El candidato favorito era Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena y tenía el apoyo de Arturo Zaldívar. Fue la toxicidad de la candidatura de la ministra Yasmín Esquivel la que hizo que el presidente López Obrador cambiara de actitud y empezara a aludir como “el ministro más rico” a quien era el candidato de la transición pactada, e hizo necesario que los ministros no alineados con el obradorismo buscaran una opción factible y lo más alejada posible de los intereses de Palacio Nacional. Planteado en forma breve: sin los afanes protagónicos y trágicos de Yasmín Esquivel, el presidente de la Corte hoy sería Gutiérrez Ortiz Mena, un juez que, si bien no ha caído en los excesos públicos de sumisión al Ejecutivo del ministro Zaldívar, tampoco ha tenido declaraciones terminantes como las de Javier Laynez al analizar el asunto de la consulta sobre los expresidentes, ni la clara independencia de Norma Piña, que casi siempre vota en contra de los proyectos de López Obrador, como reprochó el presidente en su conferencia mañanera.
Y esto lleva a preguntar por el elefante en la Corte: ¿qué van a hacer los ministros* con Yasmín Esquivel? Políticamente, su presencia en el máximo tribunal del país ya resulta ilógica: a sus acusaciones de plagio se suman una serie de hechos conexos que ameritan investigarse, como el intento de asesinato reputacional de la persona que publicó su tesis antes que ella, en el que se filtraron actuaciones ministeriales, lo que constituye un delito, o la sorprendente y exprés resolución de la denuncia presentada por la ministra, solventada por la fiscalía de la Ciudad de México en apenas seis días. El problema político de su presencia es que mina aún más la credibilidad de la Corte. La falta de acción de los ministros ante la renuncia forzada de Eduardo Medina Mora no dejó bien parado a un tribunal cuya función primordial es la defensa de la Constitución contra los abusos del poder. Con ese antecedente, ¿la Suprema Corte de Justicia de la Nación se puede dar el lujo de no hacer nada con una ministra acusada públicamente de plagio de su tesis de licenciatura y de la que se sospecha que cometió ilícitos más graves para cubrir esa falta?
Las resoluciones tibias, los ministros poco contundentes y que la Corte no resuelva primeramente los asuntos que son más importantes para la sociedad son otras cuestiones que también afectan la credibilidad de la administración de justicia. La ministra presidenta Piña no puede resolverlos sola: necesita que el resto de los ministros se sacudan la pasividad y excesiva circunspección con la que atienden su función primordial, que es controlar el poder.
En suma, los desafíos fundamentales de nuestro Tribunal Supremo son la poca credibilidad que tiene entre la población y la intención del Ejecutivo de capturarlo. Resolver el primero lo blindaría contra el segundo, pero las metas de la Corte están más centradas en los arreglos internos y formales.
El máximo tribunal del país debería hacer eco de lo recomendado por Ricardo Flores Magón hace más de cien años y hacer que la justicia constitucional sea lo más sencillo de alcanzar en este país. Ese es el mejor antídoto contra los arrebatos del presidente López Obrador, que pretende una justicia cargada de “emoción social” e ideología, pero ausente de derechos y libertades. ~
* Corresponde al Pleno resolver sobre las responsabilidades administrativas y, en su caso, imponer las sanciones correspondientes, respecto de las faltas de las y los ministros, como disponen los artículos 11 fracción XI y 113 fracción I de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, en relación con el artículo 9 fracción V de la Ley General de Responsabilidades Administrativas.