Las elecciones estadounidenses reflejan fielmente la complejidad de este mundo de posverdad, de polarización y de vertiginoso progreso propenso a dejar atrás a tantos. Votaron dos tercios de los adultos elegibles para votar –tanto demócratas como republicanos–, un porcentaje 10% mayor al que lo hizo en 2016. Se trata de la mayor participación desde 1908, en un país con un sistema de voto indirecto en el que muchos no votan porque viven en estados que son tan demócratas (Nueva York, California, Illinois) o tan republicanos (Texas, Indiana, Oklahoma) que el voto individual históricamente no mueve la aguja. Donald Trump obtuvo el mayor número de votos de cualquier candidato a la presidencia en la historia, excepto por Joe Biden, quien probablemente lo rebasará por más de seis millones cuando el conteo nacional concluya.
Biden ganó. El político demócrata moderado se impuso en un país en el que en un extremo se encuentran las protestas de Black lives matter, la demolición de estatuas y la cultura de la cancelación, y en el otro una mayoría blanca temerosa porque su supremacía se extingue y porque pueblos enteros han sido arrasados por el desempleo y la adicción a los opiáceos. De repente Trump, ciertamente imperfecto, les ha prestado su estridente –y a veces agreste– voz para manifestar su frustración y resentimiento. Cuando esperábamos un fundamentalismo religioso que apoyara a Trump y minorías incondicionalmente del lado de Biden, más evangélicos votaron por este último, asqueados por la impudicia y vulgaridad del presidente, quien a su vez recibió más votos de negros y latinos que ningún otro candidato republicano en la historia (aunque, al final del día, 90% del electorado negro se manifestó por Joe Biden, dándole la victoria en la reñida votación en varios estados). En una elección donde la identidad pesó más que la ideología, los mensajes fueron confusos y, al final, un hombre fundamentalmente decente se impuso al epítome de la indecencia.
En Florida, los cubano-americanos votaron en contra del “socialismo demócrata”, a pesar de que Biden se ha mantenido lejos de la izquierda de su partido. Convencieron a los católicos “provida” de votar contra quien será apenas el segundo presidente católico de Estados Unidos, y a favor de un candidato abiertamente misógino que presumía de tomar a las mujeres por los genitales y que tuvo relaciones sexuales con una estrella de la pornografía mientras su esposa estaba embarazada con el único hijo que procrearon. Pero aun ahí donde los valores conservadores imperaban, los electores del estado votaron a favor de incrementar el salario mínimo a 15 dólares. Cuatro estados votaron a favor de legalizar la mariguana, y el estado de Oregon votó por descriminalizar la posesión de cualquier droga.
Ambos partidos pueden celebrar una victoria. Un demócrata regresa a la Casa Blanca, pero los republicanos retuvieron el control de las legislaturas estatales que ya controlaban ante un embate “azul” que nunca cuajó (un triunfo vital, pues en un año de censo demográfico, estas definirán la conformación de distritos electorales locales). Incrementaron las curules republicanas en una cámara baja con control demócrata, y quizá mantendrán su apretada mayoría en el Senado
((El desenlace final se decidirá en dos contiendas extraordinarias el 5 de enero en el estado de Georgia. Si los republicanos ganan al menos una (así lo anticipan las encuestas), mantendrán una mayoría de 51-49 asientos en el Senado. En caso de que los Demócratas lograran hacerse de ambos, lograrían un equilibrio 50-50, pero una mayoría real pues el desempate lo rompería la vicepresidenta Kamala Harris.
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. Joe Biden enfrentará el reto de un Congreso dividido en una combinación que no se repetía desde el siglo XIX (ejecutivo y cámara baja en manos demócratas, y Senado republicano).
El Senado republicano puede negarle a Biden la posibilidad de las grandes reformas que necesita para consolidar una reforma migratoria que le dé un camino a la ciudadanía a millones de migrantes indocumentados, para hacer una reforma fiscal que le permita hacerse de recursos para ofrecer un nuevo programa de alivio a las víctimas de la pandemia, para apuntalar la reforma sanitaria que Obama inició, para ampliar programas sociales, para ofrecer universidades públicas gratuitas, y para descarbonizar la economía y financiar el ambicioso programa de infraestructura que Trump prometió y jamás cumplió.
Biden recibe un país con el mayor déficit fiscal desde la Segunda Guerra Mundial, alrededor de 16% del PIB este año, pero también la tasa de interés más baja en la historia. Por ahora, puede financiar lo que quiera con dinero gratuito, que no lo será siempre. Hoy será más importante que nunca invertir recursos públicos con inteligencia para detonar inversión privada, apuntalar el liderazgo tecnológico estadounidense y volver a atraer a las universidades y centros de investigación al talento internacional que Trump había ahuyentado.
A corto plazo, los mercados financieros celebran que dos partidos compartan este gobierno, pues sus años de mejor desempeño ocurren cuando ningún partido tiene control total del ejecutivo y el legislativo. Quizá no se dan cuenta de que un Senado republicano puede entorpecer las posibilidades de éxito de un gobierno moderado capaz de demostrar que la moderación funciona mejor en el timón que los extremos. Si Biden fracasa, será difícil contener la amenaza del ala ultraliberal del partido Demócrata, fundada por Bernie Sanders y Elizabeth Warren, pero que ahora es representada por jóvenes estrellas en ascenso como Alexandria Ocasio-Cortez, que sí serían letales para los mercados y la inversión privada. Como vimos en estados como Texas, y dada la victoria demócrata en Georgia y Arizona (estados tradicionalmente republicanos), la demografía está a favor del partido azul.
A Biden probablemente le tocará beneficiarse de la recuperación económica posterior al control de la pandemia, pero está por verse cuánto del desempleo ocasionado por esta se vuelve permanente. El mundo post covid-19 no será fácil. Vivimos la peor crisis sanitaria en cien años –y la devastación económica que esta provoca– cuando todavía no acabamos de normalizar la economía global después de la Gran Recesión de 2008-2010. Nos espera un entorno complejo y potencialmente volátil.
La tensión social decrece con un gobierno de Biden y Harris, pero no desaparece. No es claro si Trump se irá. Enfrenta potencialmente serios problemas legales y una deuda personal que asciende a cuando menos 400 millones de dólares, quizá mucho más. Por ello, le conviene mantener su narrativa del fraude electoral y de descrédito a los medios de información. Así, si el aparato judicial lo acecha, podrá decir que se trata de una vendetta de ese Estado profundo (una especie de “Mafia del poder”) que siempre ha conspirado contra él. Si los medios revelan sus corruptelas y negocios turbios, podrá decir que mienten “como siempre”. Él tiene otros datos. Probablemente Trump TV esté en su futuro. Ese era su plan con Roger Ailes (el difunto fundador de Fox News), cuando pensaba que perdería la elección de 2016. Amenazará con volver a contender en 2024, o lo hará uno de sus hijos. El “fraude electoral” y el “complot” en su contra galvanizarán el apoyo incondicional de su base dura.
70 millones de votos confirman que el mensaje de Trump resuena en gran parte del país y con casi la mitad de los electores. Ha dado fruto la radicalización de los republicanos y su renuencia a cooperar con gobiernos demócratas. Será difícil descarrilar el largo proceso que empezó con el “Contrato con América” de Newt Gingrich en 1994. Aunque Trump se vaya, el trumpismo prevalece. Los republicanos y los políticos conservadores tradicionales intentarán distanciarse de él para rescatar al partido de sus garras. Será importante observar qué ocurre de aquí a la toma de posesión de Joe Biden el 20 de enero de 2021. Por lo pronto, Mitch McConnell, el líder de la mayoría republicana en el Senado, y Lindsey Graham, el presidente de la Comisión de Justicia, se han cuadrado y repiten la patraña de un fraude que no existe.
No puedo pensar en un político con más cualidades que Joe Biden para intentar cerrar la brecha que hoy separa a los demócratas de los republicanos. Si él no lo logra, la causa está perdida. Tiene cuarenta años de relación personal con los senadores más prominentes de ese partido. Para entender su esencia y alcance es importante escuchar su discurso en el funeral de su entrañable amigo John McCain, el icónico candidato presidencial y senador republicano de Arizona.
Habrá que poner atención. Vienen semanas de enorme relevancia que definirán el futuro del partido Republicano y el tono político en el país más poderoso del mundo.
Es columnista en el periódico Reforma.