Por qué el capitalismo no está en crisis

Vivimos en la época de mayor éxito del capitalismo, no en su fase terminal.
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Se ha producido una avalancha de artículos y libros sobre la “crisis del capitalismo” que predicen su desaparición o dépassement. Para aquellos que son lo suficientemente mayores como para recordar los años noventa, son argumentos extrañamente parecidos a los que decían que el fin de la historia hegeliano había llegado. Esta literatura se ha demostrado falsa. Y la idea del fin del capitalismo, creo, es factualmente equivocada y hace un mal diagnóstico del problema.

Los hechos demuestran que no estamos en una crisis sino, por el contrario, en el momento de mayor poder del capitalismo, tanto en amplitud geográfica como en su expansión a áreas (como el tiempo de ocio o las redes sociales) donde ha creado mercados completamente nuevos y comercializado cosas que tradicionalmente nunca habían sido objeto de transacción.

Geográficamente, el capitalismo es el modo de producción dominante (o incluso el único) en todo el mundo, tanto en Suecia donde el sector privado emplea a más del 70% de la fuerza laboral, en EEUU donde emplea al 85% o en China donde el sector privado (organizado de manera capitalista) produce el 80% del valor añadido. Esto, obviamente, no era así antes de la caída del comunismo en Europa del este y Rusia, ni antes de que China se embarcara en lo que eufemísticamente se ha denominado “transformación”, que es realmente una sustitución del socialismo por las relaciones de producción capitalistas.

Además, gracias a la globalización y las revoluciones tecnológicas, se ha creado un gran número de nuevos mercados hasta ahora inexistentes: un mercado enorme para el mercado personal, mercados de alquiler de coches y casas (que no eran capital hasta que Uber, Lyft, Airbnb fueron creados), un mercado que aloja a empleados por cuenta propia (que no existía antes de WeWork) y muchos otros mercados como los de cuidado de ancianos, niños o mascotas, mercados de cocina y reparto de comida…

La importancia social de estos nuevos mercados está en que crean nuevo capital, y al ponerle precio a cosas que no lo tenían antes transforman simples bienes (con valor de uso) en productos (con valor de intercambio). Esta expansión capitalista no es muy diferente a la expansión del capitalismo en los siglos XVIII y XIX en Europa, sobre la que reflexionaron tanto Adam Smith como Karl Marx. Una vez que se crean nuevos mercados, hay un precio sombra sobre todos esos bienes y actividades. Esto no significa que vayamos todos inmediatamente a alquilar nuestras casas o conducir nuestros coches como taxis, sino que ahora somos conscientes de la pérdida económica de no hacerlo. Muchos de nosotros, cuando el precio sea justo (bien porque nuestras circunstancias cambian o porque el precio relativo aumenta), nos uniremos a los nuevos mercados y ayudaremos a reforzarlos.

Estos nuevos mercados están fragmentados, en el sentido de que raramente necesitan un día completo de trabajo constante. Por eso la mercantilización va en paralelo a la gig economy o “economía de los pequeños encargos” o “bolos”. En la gig economy somos proveedores de servicios (repartimos pizza por las tardes) y compradores de muchos servicios que no estaban monetizados (los ya mencionados: limpieza, cocina, cuidado). Esto impide a los individuos satisfacer todas sus necesidades en el mercado y en el largo plazo plantea cuestiones importantes como la utilidad y la supervivencia de la familia.

Pero si el capitalismo se ha extendido tanto en todas direcciones, ¿por qué hablamos de su crisis? Porque se supone que el malestar, que está limitado a los países occidentales ricos, afectará al mundo entero. Pero no es así. Y la razón por la que no es así está en que el malestar occidental es consecuencia de una distribución desigual de las ganancias de la globalización, un resultado no muy diferente al ocurrido en el siglo XIX, cuando las ganancias de la globalización fueron desproporcionadamente hacia los europeos.

Cuando este nuevo episodio del capitalismo comenzó, se “vendió” políticamente en Occidente, especialmente porque vino junto a la idea del “fin de la historia”, bajo la premisa de que beneficiaría desproporcionadamente a los países ricos y sus habitantes. El resultado ha sido el opuesto. Benefició especialmente a Asia, a países muy poblados como China, India, Vietnam, Indonesia. Lo que fomenta la desafección con la globalización es la brecha entre las expectativas de las clases medias occidentales y su bajo crecimiento de renta, al igual que su desplazamiento en la posición de renta global.

Hay también otra cuestión. La expansión de una forma de ver las sociedades basada en el mercado, que es una característica del capitalismo avanzado, ha transformado la política en un negocio. La política, no más que nuestro ocio, no se consideraba un área para las transacciones mercantiles. Pero tanto la política como el ocio se han convertido en eso. Esto ha hecho a la política más corrupta. Ahora goza de la misma consideración que cualquier otra actividad, en la que aunque uno no es explícitamente corrupto durante su mandato usa sus conexiones y conocimiento adquirido en política para hacer dinero luego. Ese tipo de mercantilización ha extendido el cinismo y el desencanto con la política y los políticos.

Así que la crisis no es del capitalismo per se, sino que se trata de una crisis producida por los efectos desiguales de la globalización y por la expansión capitalista hacia áreas que tradicionalmente estaban fuera del mercado. En otras palabras, el capitalismo se ha vuelto muy poderoso y en algunos casos ha entrado en colisión con creencias muy asentadas. Continuará en esta conquista de más esferas aún no mercantilizadas o tendrá que controlarse y reducir su campo de acción.

Traducción de Ricardo Dudda. 

Publicado originalmente en el blog del autor

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Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).


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