Durante el último mes, conforme la cobertura alrededor de Gaza se redujo tras el inicio del cese al fuego, el más reciente capítulo de violencia en Sudán llenó algunos espacios en blanco para la atención a tragedias internacionales. Pocos, respecto a la magnitud del desastre. Efímeros, tanto para la historia de sus saldos como para las urgencias de un futuro que no admite optimismos.
En la ciudad de al-Fashir, al oeste de Sudán, más de dos mil personas han sido asesinadas desde finales de octubre. La denominación religiosa no ha sido la razón principal: hay víctimas cristianas, musulmanas y ajenas a aquellas dos creencias. Circularon imágenes de ejecuciones, videos tomados a manera de trofeo por los perpetradores, las Fuerzas de Apoyo Rápido, evolución de los Janjaweed, llamados localmente JJ. Yei Yei, por el sonido de las siglas en inglés. Los Demonios a caballo, un grupo sobre el que cae uno de los peores episodios de la historia moderna: el genocidio de Darfur.
No es el retrato de un incidente aislado en esa parte olvidada que a menudo resulta ser África, sino de la erupción dentro de la erupción de una sucesión de guerras que han dejado la mayor crisis humanitaria de nuestros días.
El breve “fill the blanks” que atrajo Sudán no ha sido siempre sobre la gente dentro del territorio como alrededor de su instrumentalización. En buena medida, redirigiendo la realidad sudanesa a Gaza e Israel, como ya venía ocurriendo desde 2024, cuando las llamadas de atención sobre la población palestina tenían como respuesta un: ¿y qué hay de Sudán?
Sudán guarda una condición de utilidad para ignorar en su nombre lo que ocurre ahí; también, para en su nombre alimentar las peores barbaridades. Esa ha sido su constante trágica.
La falta de atención a los eventos en Sudán, como a los de otras partes en el planeta, tiende a juzgarse bajo halos morales que quieren desestimar preocupaciones dirigidas a localidades específicas. Hay mucho de eso. La frecuencia con la que se ignoran guerras y priorizan otras, indudablemente se relaciona repetidas veces con conveniencias discursivas, pero un poco de honestidad y menos asepsia debe llevar a aceptar una triste tendencia frente a toda atrocidad. Las vidas y muertes en ninguna guerra valen por encima de otras, pero algunas parecen importar más por las consecuencias que tienen fuera de los lugares donde ocurren; por la cantidad de afectaciones y efectos que tienen sobre diferentes temas a partir de las relaciones del país en conflicto. Para casi todo el planeta, Israel, Palestina y el Medio Oriente en general, tienen consecuencias. Sudán, ninguna.
Poco más de dos años atrás, cuando publiqué un libro que tenía la intención de explicarle a generaciones jóvenes qué mundo les estamos dejando, escogí diez conflictos armados o situaciones conflictivas que, a mi parecer, explicaban de una u otra forma el resto de las que se desarrollan en simultáneo. Un centenar, entre guerras civiles, guerras internacionales o dictaduras con uso recurrente de fuerza armada. Siria, para ese momento, Palestina, Nicaragua, Ucrania, Myanmar, Afganistán, etc. A Sudán le dejé un sitio de mayor relevancia y la definí como la peor crisis de todas, no solo por sus propios hechos, también por la manera en que estos son o no atendidos por la comunidad internacional en lo político, social y en medios formales e informales.
Sus guerras cuentan con insumos religiosos, integristas, tribales; intereses regionales, uso de violencia sexual como arma de guerra, tráfico de armas, empleo de mercenarios, explotación de recursos, pobreza extrema, hambre, dictadura militar, desplazamiento masivo, desapariciones, genocidio, limpieza étnica, crímenes de guerra y, sobre todo, utilización de menores de edad como soldados. El catálogo completo de aberraciones.
Aunque el episodio actual inició en abril de 2023, está vinculado de forma indisociable a los últimos 70 años, cuando se desató la primera guerra civil sudanesa.
De 1956 a 1969, Sudán fue un solo país. Hoy son dos. El nombre del Estado del sur contiene su designación cardinal. Ambos con crisis, hoy hablamos del norte, donde casi toda la población es musulmana; el sur tiene mayoría cristiana y de otras creencias locales. La guerra civil de 1955 entre ambos territorios cargó la búsqueda de autonomía y representación de la región insular. 17 años y medio millón de muertos. 1983, segunda guerra civil sudanesa. 1989, golpe de Estado. Omar al-Bashir tomó el poder y formó un gobierno de junta militar bajo un código penal islamista. Le respaldaron milicias tribales, Irak, China y Libia, junto a al-Qaeda. Del lado opositor, otras milicias tribales, fuerzas de Etiopía y Uganda.
En 2003, como respuesta a un ataque rebelde, el gobierno de Bashir armó a una milicia contra la población no musulmana, de descendencia africana y no árabe. Los Yei-Yei contaminaron el agua, asesinaron, torturaron y violaron. El gobierno sudanés uso el asesinato sistemático como método de exterminio. De 1983 a 2005, murieron más de dos millones de personas. Sudán del Sur se independizó en 2011. Bashir conservó el poder al norte. Lo perdió el 2019 a manos de los militares que le protegieron. Las Fuerzas Armadas de Sudán (SAF) bajo las órdenes del general Abdel Fattah al-Burhan y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), comandadas por el general Hamdan Dagalo, conocido como Hemedti, funcionaron como una entidad medianamente común hasta los primeros meses de 2023.
“El conflicto más nihilista en la tierra”, llamó Anne Applebaum a Sudán en agosto de este año. La descripción es precisa. En su disputa por el control territorial, las dos facciones, ya separadas, armaron de nueva cuenta a menores de edad, utilizaron cada uno de los instrumentos de guerra que el país conoce bien y sobre los cuales se mantienen cicatrices. Sin más opciones, ya sea por necesidad, coerción o como única manera de supervivencia, jóvenes han sido reclutados para combatir junto o contra otras milicias parte en estos dos últimos años: fuerzas regulares de los dos ejércitos, fuerzas del grupo mercenario ruso Wagner, más mercenarios diversos. Egipto, Turquía y Arabia Saudita han mostrado simpatía y otorgado financiamiento a las SAF. Emiratos Árabes Unidos a Hemedti.
A diferencia de etapas previas o guerras anteriores, si acaso es posible separarlas de una línea continua de deterioro, el factor oro juega un papel fundamental en un conflicto que va más allá del caleidoscopio ideológico con el que se trata de caracterizar Sudán desde la mirada de occidente.
Con una fuerte capacidad de explotación minera, rudimentaria y artesanal o industrializada, mercados como el ruso, pero muy particularmente el emiratí, financian la extracción y arman a las milicias que dominan las zonas de trabajo. Casi la totalidad del oro extraído de Sudán encuentra su ruta en el Mar Rojo hacia Emiratos. Este lo niega, como también su participación con las RSF. Nadie más lo hace ni lo duda, lo que les convierte, paradójicamente, con todo y su responsabilidad al financiar a los antiguos Yei-Yei, en la solución a este periodo del horror, si tan solo dejasen de hacerlo y el mundo tomara una posición similar a la que se tuvo hacia los llamados diamantes de sangre, provenientes de otros países del mismo continente. Un tan solo que entra en los síes improbables, debido a la dificultad de rastreo del metal, a diferencia de los diamantes.
El 26 de octubre pasado, las RSF entraron a al-Fashir, el último bastión en manos de las SAF.
A pesar de la injerencia y participación extranjera, Sudán sigue siendo una guerra regional, lo que dificulta la operación internacional. Su ausencia de seguridad, falta de acceso a servicios básicos, el fuego cruzado dependiendo de la zona de control territorial, rara vez es materia de un relato donde la gente desaparece en favor del señalamiento, ni siquiera a las fuerzas beligerantes sino como tangente a otros frentes.
La degradación social y política o el aumento de división religiosa dificultan la integración a oposiciones y opciones políticas para las cuales los antecedentes étnicos son tradicionalmente excluyentes e importantes.
Cuando a Sudán le llamamos una guerra olvidada, quizá no lo hacemos para recordarla. Quizá sea una forma de alivio moral para convencernos de que le damos importancia a un lugar donde el único interés que tenemos, y que debería ser suficiente, no tiene relación con nosotros en el día a día, político, identitario, social y cultural como simplemente ético. Pero la ética no parece ser suficiente, a menos de que podamos utilizarla en algún discurso distante del abandono. ~