Fue Felipe González quien recurrió a la metáfora del jarrón chino que uno no sabe bien dónde poner para referirse a los expresidentes del Gobierno. Una imagen que ahora puede ilustrar la posición institucional y la consideración social hacia nuestro rey emérito, don Juan Carlos. Con el agravante, además, de que ese jarrón chino regio ya no tenemos claro si es pieza de museo por su alto valor o un recuerdo defectuoso.
Y es que tratar de hacer una valoración ponderada del legado de don Juan Carlos estos días no es nada fácil. Sus sobresalientes aportaciones a la consolidación de la democracia en nuestro país se han visto empañadas por los abusos amasando una fortuna de forma irregular (seguramente delictiva si no disfrutara de la inviolabilidad) y por la conducción poco ejemplar de su vida privada. En torno a don Juan Carlos habíamos construido un mito, él había sido el piloto de nuestra exitosa Transición democrática, el salvador ante la intentona golpista del 23-F; era nuestro mejor embajador y supo ejercer una eficaz influencia moderadora para el buen funcionamiento de las instituciones en momentos clave. En definitiva, durante años don Juan Carlos brilló como rey constitucional en la esfera pública. Pero, como destacaba recientemente el profesor Josu de Miguel, un rey no solo debe cumplir en la esfera pública, sino también en la privada. La Constitución de 1978, siguiendo la tradición monárquica, había situado al rey como clave “dignificada” del orden político-institucional. Se le había dado un estatus con la mayor consideración: no solo iba a ser irresponsable por sus actos como jefe del Estado, sino que su persona iba a ser inviolable jurídicamente. Pero la contrapartida a ello no es el refrendo gubernamental, sino un ideal más profundo: “the King can do not wrong”. El rey no podía fallar en nada, tampoco en su vida privada. Y vaya si lo hizo. Faltó así gravemente a sus deberes como rey, aun en la esfera privada, y dilapidó con ello el extenso aprecio popular y político del que disfrutaba, poniendo en peligro la continuidad de la propia institución. No hemos tenido un rey asesino, como se planteó cuando se debatía la Constitución de 1978, pero nos hemos tenido que enfrentar a la crisis constitucional producida por un rey que según parece actuó de comisionista y evadió impuestos. Que no es poco.
Aun así, cuando comenzaba su tormentoso ocaso, don Juan Carlos acertó al activar el único mecanismo constitucional a través del cual podía depurarse la Corona: la abdicación. Renunciaba a morir como rey, tal y como seguramente habría deseado. La abdicación de don Juan Carlos en 2014 diría que fue la penúltima operación de Estado que hemos vivido en nuestro país (la última, la aplicación del 155), con el acuerdo entre el Gobierno de Rajoy y un PSOE liderado por Rubalcaba en el que todavía se apreciaba un sentido institucional. Se blindó a don Juan Carlos mediante su aforamiento y se reconoció legislativamente, aunque fuera en la exposición de motivos, que su inviolabilidad por lo hecho mientras fue rey era absoluta. Don Felipe asumió la Corona con la lección aprendida: la integridad y la ejemplaridad pública y privada tendrían que ser claves de bóveda de su reinado. Había que sacudirse la herencia de su padre.
Pero, como es sabido, la historia no terminó ahí. En 2020, nuevos escándalos llevaron a tener que añadir una suerte de pena de destierro, la cual se ha extendido durante dos años. Para colmo, el panorama político de nuestro país era (y por desgracia sigue siendo) muy distinto: el presidente Sánchez se mantiene en el poder gracias a los apoyos de quienes tienen como objetivo declarado derrocar el “régimen del 78”. No solo aspiran a que cambie el diseño constitucional de la jefatura del Estado (como podría querer un republicano), sino que buscan directamente desmembrar el Estado. En especial, los independentistas catalanes no le perdonan al rey don Felipe su impecable intervención frente a la insurgencia de 2017 y aprovechan los escándalos de don Juan Carlos para desestabilizar la Corona. Por cierto, su interés por la integridad del rey emérito es inversamente proporcional al que muestran por destapar las trapacerías del fundador de su régimen nacionalista. En el otro extremo, flaco favor hace a la causa monárquica el intento de apropiación y su defensa exaltada por la derecha más rancia.
Y todo este relato para volver a la pregunta: ¿qué hacemos entonces con nuestro jarrón chino regio? ¿Dónde debemos situar a nuestro rey emérito?
Pues bien, a nivel político-institucional, creo que se le debería levantar el destierro con el que ha cumplido para que don Juan Carlos pueda pasar sus últimos años de vida en nuestro (su) país, siempre y cuando esté dispuesto a volver con un perfil discreto, viviendo en una residencia privada con sus propios fondos, pero cerca de su familia. Alejado de amistades “peligrosas”. En definitiva, un retorno con tintes más cercanos a un retiro monacal que al último espectáculo marítimo, rodeado de empresarios y cortesanos. Si don Juan Carlos mantiene su olfato político creo que sabría que esta es la única vía para recuperar los lazos de afecto con la sociedad española y para lograr su redención última. Algo que facilitaría que, en el esperemos que lejano día en el que haya que darle el último adiós, pueda realizarse un funeral de Estado como merece quien contribuyó de forma esencial a la erección de nuestra democracia.
Más allá, el rey don Felipe tiene también una posición complicada. Institucionalmente, hace bien en promover todo aquello que suponga que la Corona sea un ejemplo de integridad pública, sobre todo en la gestión patrimonial. En este sentido, durante su reinado se ha avanzado notablemente en el control y la rendición de cuentas de los miembros de su Familia y de la Casa Real, con toda una serie de reglas sobre transparencia, regalos institucionales, conducta de altos cargos y gestión contable y presupuestaria. Adicionalmente, con vista hacia el futuro, cuando ya no se pueda ver afectado don Juan Carlos, debería apostarse por repensar la inviolabilidad regia, reduciendo su ámbito como expuse aquí. Incluso, se podría impulsar una reforma constitucional y suprimir también la discriminación en la sucesión. Por lo demás, no creo que sea oportuna una Ley de la Corona que venga a regular con más detalle este órgano constitucional cuyas bases jurídicas corresponde fijar a la propia Constitución.
Asimismo, a nivel personal, no sé hasta qué punto don Felipe puede recomponer los lazos con su padre y ayudar a esa redención final, siempre que don Juan Carlos muestre una contrición sincera. Vemos, además, lo difícil que resulta repudiar a un padre en una institución que se funda precisamente en su carácter hereditario. Lo ha tenido que hacer don Felipe y le ocurrió también a don Juan Carlos cuando accedió al trono, quien tuvo que quitarse de encima su herencia como sucesor de Franco, al tiempo que forzaba la renuncia de su padre, don Juan.
A favor de don Felipe juega que en las últimas décadas en nuestro país la Corona ha demostrado capacidad de renovación y ha adquirido una legitimidad de ejercicio. Más que un apego tradicionalista, la Corona se ha consolidado en nuestra democracia porque muchos la sentimos útil. Y creo que don Felipe lo sabe. De ahí su nueva impronta a la Jefatura del Estado, más sobria y acorde con los estándares de un Estado constitucional, incluida la aconfesionalidad, aunque sin desmerecer nuestras tradiciones.
Como nación debemos valorar la proyección simbólica de nuestra monarquía, hay que explotar su valor como símbolo de la unidad y permanencia del Estado, pero también como eje de la integración de su pluralidad, en particular territorial, y como puente con los países que integran nuestra comunidad histórica. Y, en este sentido, cada vez estoy más convencido de cuán importante es para un Estado contar con órganos que se sobreelevan de la contienda partidista para recordar el interés general que nos reúne como nación. Me da seguridad saber que la más alta representación de mi país la ostenta una figura serena y rigurosa, bien preparada y comprometida con los valores constitucionales, como la que representa don Felipe. Hoy tenemos la fortuna de contar con un rey que ha sabido encarnar ejemplarmente su papel como rey constitucional, y con una Princesa de Asturias que ya empieza a demostrar el valor de su presencia institucional.
Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.