Las primeras horas de la tarde, en una pausa del trabajo, un día que uno se inventa para sí contra todos los pronósticos, responsabilidades y obligaciones, esas horas son las mejores para sentarse en algún café de Puerto Madero y observar todo ese movimiento inédito, de a ratos cansino, de a ratos apurado de los oficinistas, los vagos, los estudiantes católicos, los nuevos ricos. Puerto Madero tomó lustre durante los hoy repudiados noventa: es una zona privilegiada (hay un policía por metro cuadrado), un microcentro (las farmacias dispensan psicofármacos sin receta de día y de noche), un centro de decisiones empresarias y políticas; y al parecer, también es un centro de distribución de negociados inmobiliarios. Pero uno se distrae, mira y lee: “Hay algo que me gusta llamar Ciudad Artefacto y que parece crecer mientras parpadeamos o mientras dormimos o estamos mirando para otro lado”. Entonces miramos a ver si nos perdimos algo y volvemos: “Ciudad Artefacto es simultánea y ubicua […] Se construye con similares materiales y variables criterios, a menudo provocativos, en las localidades más diversas del planeta. Surge por todas partes a partir de los años noventa y su expansión no da ningún indicio de detenerse”.
Eso o algo parecido vino a decir la socióloga especializada en urbanismo Saskia Sassen cuando estuvo en Buenos Aires. Sassen se hizo conocida después de publicar La ciudad global en 1991. El libro, reeditado y revisado en 2001, fue publicado en la Argentina por Eudeba. Los espectros de la globalización (Fondo de Cultura Económica), su otro título, resultó, en el 2003, un éxito editorial.
Buenos Aires había estado a punto de caerse del mapa y era una ciudad atestada de mendigos, cartoneros, harapientos y homeless (no es que ahora no los haya, pero están guardados en las despensas municipales). Pero finalmente las cosas calzaron, más mal que bien, pero calzaron otra vez en un cauce y la patria no perdió a su ciudad mayor, que recuperó el estatuto de megalópolis, atravesada por un costurón que divide al norte y al sur en clases sociales, calidad de consumo y estilos de vida. La ortodoxia monetaria y una dura negociación con el Fondo Monetario Internacional contribuyeron a recuperar los índices de recaudación y hasta llegar al actual superávit fiscal, que recolocó los términos más contemporáneos.
Por ejemplo, entre global y local, palabras características de la mundialización del tráfico de bienes y servicios económicos, surgió glocal. Sassen llegó y dijo: hay un tercer elemento, la carta robada de los urbanistas y planificadores hipermodernos: las ciudades, convertidas en locaciones y complejos que emergían como un nuevo sistema de división de la oferta de servicios interconectados por las redes de fibra óptica, todo en tiempo real. Pero se trata de determinadas ciudades, no de todas. Se trata de ciudades desmontables, no lugares a los que por definición es imposible fijar más que como funciones de paso, justamente porque su fuerte es la deslocalización y la interacción digital.
“La megaciudad dista de ser un mero accidente demográfico, un error o una catástrofe irremediable, es un hito más en el proceso de urbanización acelerada del mundo. Las megalópolis no aparecen antes de la segunda mitad del siglo xx, a pesar de que los flujos migratorios del campo a la ciudad se han dado con amplitud desde el inicio de la revolución industrial, y de que la tendencia a concentrar poder y recursos en una ciudad capital no es ninguna novedad histórica. Las megaciudades aparecen cuando se dan los medios tecnológicos, logísticos y organizativos que hacen viable una colmena humana de más de 15 millones de habitantes”.
Estas ciudades se integran en una lógica global más que nacional, son el punto de enlace entre la economía mundial y regiones que ofrecen salarios baratos y por ejemplo, maquilas: ciudades en transición de una economía de manufactura e industria a una economía de comercio, finanzas y turismo.
Desde el aire, Buenos Aires es un manchón irregular, iluminado al norte, menos iluminado al sur, con arterias que entran al casco urbano desde el conurbano y con la lupa de Google Earth hasta saltan los shoppings y los complejos deportivos y de la industria del entretenimiento. Parado en Santa Fe y Callao, digamos, ningún turista, o argentino más o menos mundano tendría inconveniente en encontrar, en ese cruce y alrededores, todas las marcas, servicios y bienes simbólicos que se encuentran en otras capitales. Es el mismo lugar en otro lugar. Eso, para los beneficiados, que no son legión.
La pobreza y la degradación del ambiente son los principales problemas que aquejan a las ciudades, especialmente a las del sur del continente. Si bien las densamente pobladas son el centro económico de los países, también son agentes de grandes desequilibrios sociales. En estas ciudades, más del sesenta por ciento de los ciudadanos tiene sus necesidades básicas insatisfechas; y por más que existan poblaciones y áreas urbanas que mejoraron su calidad de vida, no existen, hasta el momento, ciudades sustentables (entiéndase: que cuenten y ofrezcan a quienes las habiten servicios para todos, un medio ambiente sano, viviendas dignas y suficientes, seguridad, parques, espacios deportivos y de recreación, convivencia social, empleo digno, atención sanitaria, educación y acceso a la actividad cultural). Agrega Sassen: “Aprovechar el suelo es fundamental, está en relación directa con el desarrollo sustentable, tanto en la distribución de viviendas, comercios, industrias, como en el uso eficiente de las áreas verdes”.
En este contexto, la tecnocracia urbana, lejos de integrar el crecimiento de la ciudad, hizo prevalecer los intereses privados por sobre los públicos. Es lo que escribe David Harvey en The Urban Experience: “el espacio urbano está fragmentado en áreas bajo control de poderes privados, se inhibe la libre circulación de sus habitantes, se promueven lugares cerrados en vez de lugares abiertos”.
La fragmentación del espacio urbano permite el despliegue de lo que Stephen Graham llama premium networked spaces: áreas financieras y de negocios exclusivas de administración semiprivada, vías de transporte tan caras que están sólo al alcance de una elite, construcción de malls, lo que se llama infrastructural consumerism: centros de consumo de arquitectura fortificada aislados de su entorno urbano, a los que se llega sólo en auto; edificios perimetrados, enrejados, vigilados por circuito de tv y seguridad privadas, construidos entre favelas, villas miseria. Elementos que fragmentan, segregan y privatizan el espacio y que hacen de la cohesión social un recuerdo.
La elite de la megalópolis vive en enclaves fortificados, en barrios cerrados, con todos los servicios posibles para vivir sin necesidad de salir. Se toma ventaja de la mano de obra barata para emplear personal doméstico: limpieza, cocineras, choferes, etcétera. Y van al trabajo en autos blindados, donde la política de hierro es la identificación. El transporte público, caminar, es cuestión de obesos o de pobres. ~