Si hubo alguna vez una civilización soviética y no todo aquello fue barbarie concentracionaria, el músico Shostakóvich y el filólogo Bajtín se contaban, pensábamos, entre las glorias de aquel breve e inolvidable imperio que, habiendo dominado geográficamente dos terceras partes del planeta, expandió su influencia intelectual y política sobre el siglo XX a un grado que solo puede compararse con el que ejercían las antiguas religiones monoteístas. Pero todo indica que Mijaíl Bajtín (Orel, 1895-Moscú, 1975) es un santo que hay que bajar de los altares o, en su defecto, apretujarlo en el iconostasio con Valentín Volóshinov (1895/1896-1936) y con Pável Nikolaévich Medvédev (1891-1938). Ambos petersburgueses murieron pronto, uno de pulmonía y el otro, fusilado durante el Gran Terror. Bajtín se apropió, aprovechándose de las tempranas desapariciones de sus amigos y benefactores, de la autoría, sobre todo, de tres libros capitales de la después llamada bajtinología, uno de Medvédev, El método formal en los estudios literarios (1928) y otro par de Volóshinov: El freudismo. Ensayo crítico (1927) y El marxismo y la filosofía del lenguaje (1929), este último elogiado por Roman Jakobson como una obra señera.
Pero no solo eso: la primera de las dos versiones del Dostoievski bajtiniano, aparecida bajo su firma, la habría escrito junto con sus amigos y al menos otro de los clásicos del ruso, conocido en español como La obra de Rabelais y la cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, presentada por Bajtín como tesis de doctorado en 1945 y no publicada sino veinte años después, sería, al menos parcialmente, un plagio de Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento (1927), del filósofo alemán Ernst Cassirer. Finalmente, muchos de los escritos de Bajtín, tanto los más tempranos como los tardíos, una vez que su fama revolucionó los estudios literarios internacionales, los reunidos en recopilaciones como Estética de la creación verbal (1982), presentan endiablados problemas de atribución.
Tras la lectura de Bakhtine démasqué, el colosal –casi cruel e inquisitorial, diría yo– trabajo de investigación y denuncia realizado por los profesores Bronckart y Bota (maestro y alumno en la Universidad de Ginebra), será difícil absolver al misterioso Bajtín de haber organizado, con la complicidad de su esposa Elena Okolóvich y una secta de prosélitos tardíos, la cual se granjeó la buena voluntad y el entusiasmo de algunas estrellas del pensamiento contemporáneo (Jakobson, Tzvetan Todorov, Julia Kristeva), una de las imposturas más eficaces y delirantes en la historia universal de la literatura.
Empecemos por el principio, por la vida de Bajtín tal cual fue contada en Occidente a partir del deshielo soviético de fines de los años cincuenta, cuando un grupo de estudiantes descubren que el genial autor de los Problemas de la obra de Dostoievski (1929) no había muerto, como tantos de sus colegas durante la Gran Purga, sino que vivía modestamente como jefe del departamento de literatura rusa y extranjera de la universidad estatal de Mordovia. Su historia, tal cual se la contó a sus admirados redescubridores, era fantástica y, como todo aquello ocurrido en la Rusia de Stalin, desgarradora.
Como lo corroboraron Katerina Clark y Michael Holquist (se ve que los bajtinianos andan en parejas), los estadounidenses que fabricaron una biografía hagiográfica de Bajtín (Mikhail Bakhtin, 1984), libro contra el cual está escrito, en esencia, el de Bronckart y Bota, a mediados de los años veinte empezó a reunirse el llamado círculo de Bajtín, del cual habrían salido, como manifestaciones de una romántica colectividad socialista, los libros firmados por el propio Bajtín, por Medvédev y Volóshinov. A esa sociedad habría pertenecido, también, la pianista María Yudina (1899-1970), famosa no solo por sus interpretaciones de Bach y Beethoven, sino por haberse permitido, cristiana fervorosa, desafiar a Stalin. En fin: a partir de 1927, el supuesto círculo de Bajtín se involucra con la oposición religiosa al régimen comunista, a través de la Cofradía de San Serafín, del Cisma Josefita y del grupo Resurrección. Poco después, ya con Stalin adueñándose del poder absoluto, inicia una nueva ola, aun más represiva, de bolchevización, la cual conduce al arresto de Bajtín y de algunos de sus amigos, en la navidad de 1928.
Hasta este punto, la historia es triste y normal. Bajtín, un joven y enfermizo intelectual, muy carismático, ajeno al comunismo y de inspiración religiosa, que a lo largo de los años veinte había intentado una indispensable doble vida –pretender, sin éxito, ser uno de los traductores al ruso del marxista húngaro Lukács mientras se nutría de neokantismo y espiritualismo ortodoxo–, cae preso. Pero por su estado de salud –padece osteomielitis y en 1938 le será amputada la pierna derecha– le es concedida la gracia del arresto domiciliario. Mientras se encuentra convaleciente, es condenado, en ausencia, a cinco años de confinamiento en el campo de concentración de las islas Solovki. Publicado el primer Dostoievski, obra del trío cuya autoría exclusiva le habrían regalado a Bajtín sus amigos, las cosas cambian para bien, porque, en mayo de 1929, el libro recibe una reseña larga y elogiosa de Anatoli Lunacharski (1875-1933), el comisario de instrucción pública nombrado por Lenin tras la Revolución de Octubre. Lunacharski, que estaba a punto de ser despedido de su cargo para ser enviado al extranjero como diplomático, era el guía oficial de la cultura soviética.1
El entusiasmo de Lunacharski permitió que a Bajtín se le conmutara el destierro en las islas Solovki por cinco años de exilio en Kazajstán, sitio nada grato, aunque él y su esposa vivieron una experiencia relativamente benigna en el gulag, según Bronckart y Bota. Entre el fin de su condena, en 1934 y 1938, durante los años de la Gran Purga, los Bajtín sobreviven: aunque se les tiene prohibido residir en las grandes ciudades y sus inmediaciones, Medvédev le conseguirá a Mijaíl Mijáilovich trabajo en Mordovia, donde ensamblará su Rabelais, en el cual pone todo cuidado escribiendo un libro aceptable para el régimen comunista y su doctrina estética, el realismo socialista. No le fue fácil y el doctorado le fue negado en primera instancia pero, contra lo que decían ciertas leyendas, es falso que Bajtín haya pasado aquellas décadas lejos de una universidad y de una biblioteca.
Hasta ese momento, leemos en Bakhtine démasqué y esa será la situación hasta bien entrados los años sesenta, tenemos a tres filólogos, dos muertos (Volóshinov y Medvédev) y uno vivo (Bajtín), autores de obras consideradas unánimemente como distintas. Pero algo cambia en 1963 cuando se publica la segunda edición, en realidad un nuevo libro, del Dostoievski, ahora titulado Problemas de la poética de Dostoievski, que es el que muchos hemos leído y la piedra de fundación de la fama de Bajtín. Aparece en escena, como alumna de uno de los seguidores del maestro, la hija de Yuri Andrópov, entonces al mando del kgb y más tarde fugaz jefe de Estado soviético (1982-1983). Ella logra que Bajtín sea atendido de su cada vez más desastrada salud en el hospital del Kremlin. Ya en 1967, Bajtín había sido admitido en la Unión de Escritores Soviéticos.
Rehabilitado, es decir, declarado inocente de los cargos que motivaron su arresto en el lejano invierno de 1928, reconocido oficialmente y merecedor de los cuidados necesarios para un hombre de su edad, estado de salud y reputación, Bajtín, según Bronckart y Bota, entra en su verdadera zona de sombra. Mientras se traducen al inglés y al alemán los libros de sus colegas fallecidos sin que nadie ponga en duda la autoría correspondiente de Volóshinov y Medvédev, un crítico literario, V. Ivanov (no confundirlo con el gran Viatcheslav Ivanov, uno de los primeros en estudiar a Dostoievski en la línea que seguirá Bajtín), abre la caja de Pandora y afirma que los libros publicados por los tres filólogos hacia el año milagroso de 1929 son en realidad una obra colectiva cuyo principal promotor no fue otro que el único sobreviviente: un Bajtín regresando de la Casa de los Muertos como el modesto científico que les regaló a sus amigos la oportunidad de firmar con sus nombres y apellidos los libros que en realidad él había escrito.
Había nacido, digo yo, un Pessoa de la teoría literaria, inventor de autores distintos y mutuamente excluyentes, por su estilo e ideología. O dicho de otra manera, como lo hizo otro experto, Wehrle, correspondería Bajtín a la imagen del maestro renacentista que elabora el plan general de las obras de sus ayudantes y aprendices, dejándolos en libertad de aprender, innovando. Todo el asunto, en efecto, remite al estudio bajtiniano de lo cómico-serio y es uno de los capítulos más fascinantes en la historia de la vanidad literaria. Pero sigamos.
Glorificado, Bajtín empezó a ponerse en evidencia durante sus últimos años: contradiciendo lo que les había dicho expresamente a sus redescubridores en 1961, Bajtín le confiesa al eslavista Winner que él es el verdadero autor no solo de lo que llevaba su firma (los dos Dostoievski y el Rabelais) sino de El método formal en los estudios literarios, de El freudismo y de El marxismo y la filosofía del lenguaje. Dijo haberle dictado todos esos libros a su esposa en 1927 pero esta se echa de cabeza cuando Turbin, otro catecúmeno, le lleva un ejemplar de El método formal en los estudios literarios y Elena, quien moriría en 1971, exclama: “¡Oh, cuántas veces yo he copiado ese libro!”
Finalmente, antes de morir, Bajtín pidió a la agencia soviética del derecho de autor la preparación de un documento donde quedara notariada su autoría de todos los libros escritos por los miembros de su círculo. Pero una vez que se le presentó, se negó a consumar legalmente el fraude y, ostensiblemente, no lo firmó. Quizá fue víctima del remordimiento, esa vieja pasión rusa. O previó las demandas de los herederos de Volóshinov y Medvédev, que empezaron a tocar la puerta atraídos, entre otras cosas, por las divisas que la obra atribuida a Bajtín prometía.
A la imagen del modesto científico se agrega otra, más glamorosa y atractiva para el estudiantado radical educado o deseducado durante el 68, la de un autor-máscara que dispersa comunitariamente su obra, guiado por la fraternidad socialista imperante a fines de los veinte, fábula que además calza a la perfección con el contenido mismo del primer Dostoievski firmado por Bajtín: la naturaleza dialógica de la obra literaria y la carnavalización capaz de desfigurar la autoridad represiva del Autor de todos tan temido. Pero ocurre que tanto Volóshinov y Medvédev no solo están muertos y no pueden corroborar el relato sino que las diferencias estilísticas y filosóficas entre las obras atribuidas a la bajtinósfera son abrumadoras, un verdadero avispero del cual salen todas las soluciones posibles. Una de ellas, la más provechosa para el impostor, según Bronckart y Bota, es la ideada, con buena voluntad, por Todorov, quien en 1981, en Mijaíl Bajtín, el principio dialógico, asume que solo la técnica del montaje puede explicar la heteroglosia que caracteriza a la bajtinología. Su exesposa Julia Kristeva, años atrás, había sido menos indulgente: encontraba demasiado incompatibles el marxismo y la fenomenología existencialista presentes en esos libros como para ser hijos de una misma pluma. Inclusive a Sartre, sus jóvenes maoístas de guardia lo pusieron a leer a Bajtín y el viejo, ya muy afectado por la bencedrina, no alcanzó a dilucidar si aquello era o no era existencialismo. Tras la caída del Muro de Berlín vendrá otra discusión, también bizantina y vigente: si la bajtinología forma parte o no del universo marxista. Si su autor o autores camuflaron bajo la vulgata estalinista el neokantismo o el espíritu de la Iglesia ortodoxa, para sobrevivir (Medvédev no lo logró, en todo caso). Si Bajtín es neoconservador o altermundista, lo cual es de capital importancia para la Bakhtin Industry, cuyo menú excede el propósito de este ensayo pero podría resumirse, caricaturizado, en la idea, que hubiese repugnado a los autores del primer Dostoievski, de que todo “estudio cultural” puede ser tratado como si fuera alta literatura.
Bajtín, según denuncian Bronckart y Bota, se convierte en el origen de todo el universo teorético universitario de aquellos años. Omniautor y padre de los filólogos, es el mago de la intertextualidad y de su chistera pueden salir antecedentes y verificaciones del psicoanálisis lacaniano (pese a que El freudismo de Volóshinov es el primero de las muchas diatribas antipsicoanalíticas del marxismo), del formalismo ruso transfigurado en posestructuralismo (pese a que si algo queda claro es que los bajtinianos de 1929 eran disidentes del formalismo) y del neomarxismo en sus periplos de ave fénix, a pesar de que Bajtín, en este punto invariable pese a las concesiones que hubo de hacer como profesor en Mordovia, siempre se dijo ajeno a Marx, rotundidad que se complica pues Volóshinov y Medvédev trataron de ser, en buena ley, marxistas y fue Bajtín, al atribuirse lo ajeno, quien se metió al callejón sin salida. ¿Criptorreligioso en su juventud para sobrevivir entre marxistas y criptomarxista en su vejez para contemporizar con el lento pero creciente descrédito del marxismo en los años setenta? También, leemos en Bakhtine démasqué, que la bajtinología varía de signo si se practica en Occidente o en Rusia. Acá, ha fascinado el Bajtín polifónico y carnavalesco, allá, el individualista que nunca cesó de creer en Dios y lo hizo hablar a través de Dostoievski.
Bronckart y Bota escribieron su libro, también en el ánimo de rehabilitar a ese par de filólogos doblemente condenados, primero por el estalinismo y luego por la academia mundial que endiosó al amigo malagradecido y rapaz: Volóshinov y Medvédev, a quienes los biógrafos estadounidenses de Bajtín, Clark y Holquist, ridiculizaron hasta cansarse, al primero por ser un poeta mediocre y al segundo por haber sido un prototípico burócrata soviético, alcohólico y mujeriego, arribista que logró salvar a los Bajtín de lo peor del gulag encontrándoles lugar en Monrovia. Bakhtine démasqué también tiene su parte de picaresca universitaria, exhibiendo casos como el del académico bajtiniano que se cae en el camino de Damasco cada noche antes de acostarse, preguntándose si acaso no ha servido toda su vida a un charlatán. O los congresos de bajtinología, como el último, celebrado en Canadá en 2008 donde, según dicen los profesores ginebrinos, no se mencionaron una sola vez los nombres maldecidos de Volóshinov y Medvédev. Un tema para una novela de David Lodge o de Terry Eagleton. Ha habido, desde luego, soluciones piadosas o salomónicas para el dilema bajtiniano: el soviético Averintsev propuso en 1988 dividir la obra entre los escritos canónicos, firmados por Bajtín, y llamar “deuterocanónicos” a los que se encuentran y se encontrarán, hasta la Parusía, en disputa. A Bronckart y Bota eso les parece una hipocresía y si acaso admiten que deberá hablarse, en el futuro, del círculo de Bajtín, Medvédev y Volóshinov, en riguroso orden alfabético.
Algo hubo, me parece a mí leyendo los encomios de Todorov, por ejemplo, en la elevación de Bajtín, de recompensa para los marxizantes de todas las escuelas: el pago de una deuda pendiente de la Unión Soviética para sus idólatras, decepcionados o no. Finalmente, un Bajtín llenaba ese vacío penoso para el marxismo, el de su impotencia estética. El comunismo soviético, gracias a su naturaleza trágica, tenía, al fin, a su Longino.
Abrumado por la inquisitoria de los ginebrinos, me decidí a releer la nueva edición de Problemas de la poética de Dostoievski (2012), cuya primera edición en español había yo disfrutado tanto en 1986. Esta puesta al día de la traducción de Tatiana Bubnova refleja, aunque con timidez o recato, las dimensiones que ha cobrado el escándalo: se suprime la nota introductoria encomiástica de Vadim Kozhinov (uno de los hagiógrafos de Bajtín denunciados por Bronckart y Bota) y a cambio se presenta otra, más mesurada, de Jorge Alcázar, agregándose a la edición una cronología y una guía bibliográfica.
Debo decir, ahora que soy tan conocedor del caso Bajtín como cualquier otro lector de Clark y Holquist, Bronckart y Bota y Morson y Emerson (una tercera pareja que tomará el relevo, autora de un Rethinking Bakhtin), que me emocionó profundamente releer Problemas de la poética de Dostoievski y lo encontré, lo haya reelaborado Bajtín para edición de 1963 sirviéndose del trabajo de quienes le regalaron la autoría en 1929 o no, un libro excepcional. Prevenido, como ahora lo estoy, del eclecticismo en la formación filosófica de los bajtinianos (de alguna manera hay que llamarlos), de sus dudas existenciales (lo eran: en aquellos tiempos soviéticos, una decisión teórica podía costar la vida) entre hacer del formalismo un marxismo o lograr la persistencia clandestina del espíritu de la ortodoxia cristiana a través de los años de Stalin, escribieron una obra sin la cual nuestro conocimiento de Dostoievski sería pobre. Estoy al tanto, por Harold Bloom y por el más o menos arrepentido Todorov de Crítica de la crítica (1984), de que Bajtín nunca pudo responder de manera convincente a la pregunta de por qué Dostoievski sería un innovador dialógico y no otros novelistas de su tiempo que trabajaron de manera semejante. Hay, en todo Bajtín o pseudo-Bajtín, mucho de nacionalismo ruso. Puesto incluso por encima hasta de Dante, este Dostoievski mira de reojo a los Shakespeare y a los Balzac, quienes apenas se acercaron a su condición divina. Porque de Dios estaban hablando ellos: tanto en 1929 como en 1963 los bajtinianos hicieron, más que filología, una extraña teología en la cual Dostoievski es el Dios agustiniano cuyo centro está en todas partes. La forma en que el autor o los autores de Problemas de la poética de Dostoievski penetran en el mundo de Dostoievski y explican por qué cada cosa está en el lugar que está y cada idea se manifiesta del modo en que se manifiesta, demostrando que aquello solo podía ocurrir en una forma nueva, la novela, que sin embargo provenía directamente de las viejas sátiras, es magistral por ser una combinación perfecta entre la tradición y el espíritu de la novedad. Pero eso sería tema de otro ensayo.
Bajtín quizá haya sido un Rasputín, un iluminado sin escrúpulos cuyas fechorías acabaron por liquidar su reputación y acaso haya sido, también un Longino, es decir, un pseudo-Longino, el nombre griego atribuido en el siglo i a una obra de autor dudoso que nos ofrece una de las explicaciones más emocionantes de cómo ocurre aquella experiencia que llamamos lo sublime. ~
1 A. V. Lunacharski, “La ‘pluralidad de voces’ en Dostoievski (acerca del libro Problemas de la obra de Dostoievski de M. M. Bajtín)”, en Sobre la literatura y el arte, Buenos Aires, Axioma, 1974, pp. 86-113.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile