El oído absoluto de Aguilar Mora

En su inacabado proyecto sobre los orígenes de la modernidad, Jorge Aguilar Mora nos legó una mirada que no le teme a la universalidad ni a establecer correspondencias entre la filosofía, la música, la literatura y la política. Los tres tomos publicados de sus “Umbrales del siglo XIX” –el último de manera póstuma– constituyen una de las más altas manifestaciones del ensayo en lengua española.
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En enero de 2024 murieron, con algunos días de diferencia, Jorge Aguilar Mora (1946) y José Agustín (1944). Pasará mucho tiempo para que se nos ofrezca un contraste tan plástico entre la muerte de quien Cyril Connolly llamaba un “mandarín” en contra de un “tipo duro”, y Saul Bellow, un “cara pálida” frente a un “piel roja”, los dos tipos mutantes de escritor que caracterizaron a la literatura moderna.

La reacción de los lectores ante uno y otro deceso no pudo ser más explícita: el de Aguilar Mora afligió a un puñado de fieles, casi una secta (cuyos secuaces apenas se hablan entre sí, cual debe), y escritos los obituarios (uno de ellos yo lo escribí aquí)1 Jorge, “mandarín y cara pálida”, regresó a la penumbra lucreciana y materialista que seguramente soñó para reposar. Y si su muerte fue inesperada, la de José Agustín, “tipo duro y piel roja” dedicado a oír el escándalo de la calle, fue publicitada antes de ocurrir con murmuraciones y presagios, la filtración de un video donde recibía la extremaunción y otros mensajes propios de una estrella que se hizo de un público tan vasto y emotivo que, de no haber intervenido su familia, exigiendo privacía, una multitud se hubiese dirigido a sus exequias en Cuautla, protagonizando otra versión del festival de Avándaro.

Uno y otro, debe decirse, se complementaron a la perfección, encarnando el espíritu de los sesenta (que en México fueron los años setenta del XX): las aventuras teoréticas del posestructuralismo junto a los cultos eleusinos, Roland Barthes contra el rock como “la nueva música clásica”, el nietzscheanismo –tan complicado y atractivo para la izquierda– y la contracultura siempre en riesgo de ser fagocitada por una ávida “sociedad de consumo”, Bruckner y la mota, la Enciclopedia y el I Ching. Allá donde se encuentren, uno ateo y otro de regreso a la Iglesia católica, Aguilar Mora y José Agustín, que siendo tan distintos se profesaron un remoto y consistente afecto, deben tener mucho de qué platicar.

Los binomios propuestos por Connolly y Bellow (hay otros similares) a ratos se trastocan y ocurre el fatal intercambio de atributos. Obsesionado de joven por el giro lingüístico, Aguilar Mora sintió una prolongada atracción por los “pieles rojas”, escribiendo sobre la Revolución mexicana y, no en balde natural de Chihuahua, adoró al tipo más duro de la historia mexicana: Pancho Villa, convirtiéndose en un sofisticado mandarín para el cual el fusilamiento fue el espectáculo supremo. En todo “cara pálida” hay un gusto por las gotas de sangre cayendo del cadalso del guillotinado y, aunque le hubiera enfurecido escucharlo, en la pasión de Aguilar Mora por la cultura revolucionaria algo había del amaneramiento del esteta. Desde la torre de marfil se aprecia mejor el paso de la carreta del verdugo.

Aguilar Mora culminó su obra con lo que quedó en trilogía, unos extraordinarios “Umbrales del siglo XIX” iniciados con Sueños de la razón. 1799 y 1800 (2015), continuados con Fantasmas de la luz y el caos. 1801 y 1802 (2018) y culminados con El verbo del deseo. 1803 y 1804 (2024), que aparece de manera póstuma. Son pocos los escritores mexicanos que se han aventurado más allá del dominio nacional e iberoamericano y no todos lo han hecho con la pedagogía de Alfonso Reyes frente a su edad ateniense (y Goethe) o con la pasión crítica de Octavio Paz por el arte moderno, la vanguardia artística y la revolución mundial. Jaime Torres Bodet escribió biografías honestas aunque muy limitadas sobre Honoré de Balzac, Lev Tolstói y Marcel Proust; Rafael Solana dedicó un libro a Eça de Queirós, Pierre Loti y Giuseppe Verdi que hubiera merecido mejor suerte y un Fernando del Paso dejó el primer tomo de Bajo la sombra de la historia. Ensayos sobre el islam y el judaísmo (2011), voluminoso empeño que ha sido olímpicamente ignorado, habría que ver si con justicia.

Hablando solo de quienes nacieron antes de la primera mitad del siglo XX, el caso de Aguilar Mora fue notabilísimo. Quería saber, como todo nietzscheano que se respete, qué demonios regresa el Eterno Retorno, si es que algo nos regresa, y se ubicó en la raya entre los siglos XVIII y XIX para interrogar a una modernidad que, buen moderno, lo exasperaba y lo fascinaba por partes iguales. Lo hizo, además, con ánimo ecuménico, pues tanto Fantasmas de la luz y el caos. 1801 y 1802 como El verbo del deseo. 1803 y 1804 no son “historia europea”. Este “ecléctico hispanoamericano”, como se definió a sí mismo, realmente creía hegelianamente (su Hegel es más el de Friedrich Hölderlin que el de Karl Marx) en la historia universal y por ello el cuatrienio cubierto en ambos tomos sigue lo mismo las aventuras de Madame de Staël en su búsqueda de J. W. Goethe que las de Alexander von Humboldt, Aimé Bonpland y Francisco José de Caldas por el Nuevo Mundo. A diferencia de tantos profesores, algunos colegas suyos, el modernísimo Aguilar Mora de la juventud se convirtió en un viejo y sabio humanista para quien el mar Atlántico era apenas un charco a saltarse para escribir esa historia común, científica, literaria y filosófica, de la modernidad.

A Aguilar Mora, como al neogranadino Caldas, le tuvo sin cuidado que a sus contemporáneos no les interesase saber dónde está el mundo, “ni tampoco en qué sitio del mundo vive”2 y por ello adora a aquellos nuevos filósofos de la naturaleza que, al descubrir cómo funcionaba el universo, dotaban a la poesía romántica de una epistemología, de una manera de conocer, una vez que la Ilustración los convenció de que el cristianismo, tan aborrecido, albergaba una contradicción fecunda: una religión que niega la historia pero anhela el regreso histórico de Cristo. Y así, encuentra Aguilar Mora en el imperativo categórico de Kant “un claro parentesco jesuítico”.3

Creo entender la manera en que trabajaba Aguilar Mora. Despreciaba las fuentes secundarias (es notorio en la bibliografía de ambos volúmenes) y prefería leerse la correspondencia completa de Madame de Staël que a sus numerosos biógrafos y llegaba a conclusiones originales sin saber (o sin que le importara) que otros, hace décadas o siglos, habían pensado y dicho lo mismo. Esa arrogancia lo asemeja, a veces, al sabiondo de aldea que cree que su pueblo es Atenas, pero, a la vez, lo convierte en un escoliasta originalísimo. De las cosas que comparto con Aguilar Mora es el amor precisamente por Madame de Staël, al grado que mientras El verbo del deseo. 1803 y 1804 se imprimía yo –sin saber que venía ese libro póstumo– daba conferencias sobre ella en El Colegio Nacional. Se me creerá que he leído y releído todas las biografías que he podido de quien nació Germaine Necker, y en ninguna encontré un resumen tan apretado, eficaz y deslumbrante sobre ella como en Aguilar Mora.

Criticada por su amiga la judía romántica Rahel Levin (1771-1833) por ser una esnob capaz de decir palabrería y media sobre cualquier cosa, fastidiando a los alemanes con su desvergüenza, Madame de Staël encuentra en Aguilar Mora a un defensor: “No, no le da vergüenza: no escucha, no ve, no entiende, pero repite, Rahel escucha, ve, entiende, pero no repite: escribe y escribe cartas, con las cuales teje una red de opiniones, conjeturas, chismes, rumores, ideas… Mientras que Madame de Staël, aunque escribe cartas, prefiere montar obras de teatro, en las cuales repite… repite. Madame va recogiendo y guardando conceptos con los que por ahora nadie sabe qué hacer o en qué terminarán: ¿qué es la naturaleza del hombre? O, en términos redundantes: ¿cuál es la naturaleza humana?, ¿qué es el futuro?, ¿qué es el romanticismo?, ¿qué es el individuo?, ¿cómo se puede ser opresor y libertador al mismo tiempo?, ¿qué es el deseo?, ¿qué es la voluntad?”4

Ambos libros menudean en explicaciones profesorales (en el buen sentido de la palabra), sobre la poesía de Hölderlin y de su fracaso en reponer a los trágicos griegos, o ante la naturaleza del romanticismo como hijo natural de Goethe y de la Revolución francesa. Aparecen los delirios razonados que Jean Paul llamó “sueños”, lo mismo que la analogía entre el polen de Novalis y la difuminación de lo moderno porque Aguilar Mora (no es el único entre los tratadistas del romanticismo, desde luego) encuentra en ese nacimiento decimonónico el momento cuando se decide que el conocimiento fluya como la vida y “como todo en la naturaleza” nunca retroceda. Así se lee en Enrique de Ofterdingen (1802), la novela de Novalis.

La flor azul, sea la de Raymond Queneau (a quien tradujo magistralmente) o la de Novalis, bien podría ser el escudo de armas de Aguilar Mora, como lo fue el abejorro en aquel primer imperio cuya ceremonia de coronación cierra El verbo del deseo. 1803 y 1804.

Antes de proseguir con algunas palabras sobre el libro póstumo, debo decir que, habiendo reseñado en Letras Libres, en 2015, Sueños de la razón. 1799 y 1800,5 externé mi desconcierto ante el narrador escogido por Aguilar Mora para sus ensayos decimonónicos. Su elección, original sin duda, fue la de un narrador casi omnisciente que fuese testigo intelectual de su época pero que a diferencia de los novelistas absolutos le estaba vedado conocer el futuro, es decir, todo lo ocurrido después de 1804. Me parecía imposible, hablando de Sade por ejemplo, que Aguilar Mora pudiera sustraerse de todo lo sabido y lo conocido, sobre el marqués, desde entonces.

Acaso impresionado por la muerte de Aguilar Mora, depongo mi reticencia. En efecto, era difícil inventar un narrador impermeable a lo sucedido después de los hechos, pero ese trampantojo hoy me parece que dota de una inquietante sabiduría visionaria al ensayista, modelada adrede. Sabe y no sabe, lo cual mantiene al lector en un estado de expectación. Como Madame de Staël, al escuchar las repeticiones (también en el sentido de ensayos teatrales) de las preguntas, una y otra vez, estas se tornan acuciantes y perdurables. “Solo podemos conocer aquellos fenómenos que quedan atrapados en la red sensible del conocimiento humano”,6 dice Aguilar Mora, citando a Immanuel Kant.

El verbo del deseo. 1803 y 1804 comienza con el desenterramiento de la Coatlicue, en la Ciudad de México, para que la viese Humboldt, el viajero. No solo la historia se había vuelto universal gracias a la Revolución francesa y luego al Imperio, sino la mitología comparte desde entonces –dice Aguilar Mora– una “energía conceptual” común. Una vez más Aguilar Mora se rebela, implícitamente, contra toda visión poscolonial del mundo, rechazando a los seguidores contemporáneos del saboyano Joseph de Maistre, hoy en la izquierda, ciegos ante la unidad del hombre, a quien dividen en actores con máscaras variopintas –no pocas de ellas, por fuerza, grotescas– del colonizado. Humboldt no se confundió: ver y documentar la extrema desigualdad en la Nueva España no implicaba despojarla de su humanidad, así fuera para fines “benéficos”.

A la mitología universal se le suma un ateísmo ya francamente escéptico (o dirigido hacia las religiones de la India, como lo estaba haciendo Friedrich Schlegel) que niega al creador y quiere comprender el procedimiento capaz de echar a andar el mundo, aunque Novalis sostuvo, en contra, que “Dios está hecho de un metal infinitamente compacto; es el más corpóreo y el más pesado de todos los seres”.7 Esa búsqueda de la perfectibilidad del hombre a la cual aspiraba Madame de Staël, en contradicción con su amado Jean-Jacques Rousseau, quien consideraba ese concepto “uno de los peores obstáculos para la reconciliación del hombre consigo mismo”,8 es una de las contradicciones de las que Aguilar Mora saca mayor provecho. La devoción republicana de André Chénier y Louis David, también lo dice, se asemeja a la pompa barroca.

Un conflicto muy fértil (y no cesura radical) es lo que hubo entre la Ilustración y el romanticismo, como lo prueban los saintsimonianos (sabiéndola recién viuda, el conde de Saint-Simon fue hasta el castillo de Coppet a pedirle matrimonio a Madame de Staël para procrear al ser más perfecto de la creación) y tantos otros personajes de El verbo del deseo. 1803 y 1804, como E. P. de Senancour y su Oberman, o el vizconde de Chateaubriand y su Genio del cristianismo. Otros pensaban, desde puntos de vista antagónicos, como Hölderlin y Wilhelm von Humboldt, en la “energía del lenguaje”, y desde el parlamento inglés, a partir de 1797, se mandó imprimir una abstracción: el papel moneda sin el respaldo del oro. Propiamente hablando, había nacido el dinero.

No hay tema que Aguilar Mora, en su pansofía, no relacione entre sí, valiéndose de la dialéctica o de la analogía, sin otro propósito que ilustrar el origen de los modernos, por ejemplo, en un Goethe que no necesita renunciar al cristianismo para dejar de creer en él. Otros caminos de salvación, acaso los fáusticos, están en su mente, como lo estuvieron en los planes del joven Bonaparte. Algunos se hunden en el terror pánico, como Hölderlin, quien vio en París “un desfile de cabezas de cera que los criados de una señora Tussaud subían a un carruaje de carga para transportarlos a Londres y que eran los retratos, decían, de los guillotinados más famosos durante el Terror”.9 Hölderlin no volvió a conciliar el sueño y tampoco logró concluir, por segunda ocasión, La muerte de Empédocles, pese a haber descubierto que la tragedia solo se resuelve mediante la paradoja.10

Decurre la Paz de Amiens, el último momento europeo del naciente siglo XIX, y los ingleses se desparraman por el continente, mientras Napoleón Bonaparte planea invadirlos. Y cuando Humboldt regresa a París en 1804, acompañado del quiteño Juan Pío Montúfar, el primero ya no reconoce nada y el segundo conoce lo europeo por vez primera, en medio del desmadre provocado por la eminente coronación de Napoleón, humillando al papa Pío VII y remodelando París para convertirla, llena de espías y de pleno derecho, en la capital de aquel siglo, como habría de publicitarlo Walter Benjamin.

Giovanni Piranesi y Hubert Robert “pintan ruinas del futuro, cuando el tiempo ya acabó con la plenitud de sus formas”.11 La filosofía descubre que “el devenir y el ser, la transformación y el estar, se oponen tanto, tanto se oponen que terminan desconociéndose”,12 mientras W. A. Mozart y Joseph Haydn le dan un carácter a la música que Ludwig van Beethoven, al adjurar de Napoleón Bonaparte en su tercera sinfonía, desprende al arte de toda cortesanía y empieza a componer las Variaciones para piano opus 35 donde el tema no se anuncia y se dispersa a lo largo de la escucha. Su sordera es biológica pero Aguilar Mora, con su oído absoluto, también la entiende como metáfora de la emancipación del arte ante el poder.

Se pregunta Aguilar Mora: “Justo cuando el artista ha logrado encontrar una ‘nueva dirección’, que asombrosamente introduce en la música una energía, un movimiento, una fuerza de transformación solo posible gracias a la Revolución francesa; justo cuando el compositor ha logrado integrar plenamente el pensamiento moderno a las formas musicales, ¿su fidelidad al régimen social y política se retrae y se entrega a la jerarquía social del antiguo régimen?”13

La respuesta es no. El siglo XIX está empezando: no se puede escapar a la maldición o al milagro de ser modernos.

Así termina El verbo del deseo. 1803 y 1804. De esa forma culminan estos “Umbrales del siglo XIX” en tres tomos que Jorge Aguilar Mora nos legó como una obra de lectura casi interminable, una de las más altas manifestaciones del ensayo moderno en lengua española. ~


  1. Christopher Domínguez Michael, “Una sinfonía para Jorge Aguilar Mora”, 6 de enero de 2024, disponible en letraslibres.com. ↩︎
  2.  Jorge Aguilar Mora, Fantasmas de la luz y el caos. 1801 y 1802, p. 28.
    ↩︎
  3.  Ibid., p. 50.
    ↩︎
  4.  Aguilar Mora, El verbo del deseo. 1803 y 1804, p. 147.
    ↩︎
  5.  Christopher Domínguez Michael, “El panóptico de Aguilar Mora”, Letras Libres, diciembre de 2015.
    ↩︎
  6. Aguilar Mora, Fantasmas de la luz y el caos. 1802 y 1803, p. 167.
    ↩︎
  7.  Aguilar Mora, El verbo del deseo. 1803 y 1804, p. 41.
    ↩︎
  8.  Ibid., p. 33.
    ↩︎
  9. Ibid., p. 85.
    ↩︎
  10. Ibid., p. 100.
    ↩︎
  11. Ibid., p. 131.
    ↩︎
  12.  Ibid., p. 135.
    ↩︎
  13.  Ibid., p. 202. ↩︎
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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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