Once de cada diez encuestados señalan sin pestañar a Jorge Ibargüengoitia como escritor de textos divertidos. ¿Otro? Ahí comienzan los ejercicios de la memoria y las caras de esfuerzo que deben acompañar a cualquier ejercicio. Pareciera que no hay otro autor mexicano con ese don. Consternados, casi todos los preguntados me hablan o escriben días después para añadir autores y obras, que den fe, a sus listas unimembres. Al final, consigo dar forma a un pequeño catálogo de textos que, si bien no alcanzaron a producir una risa desternillante, sí algunas sonrisas y una sensación general de algo divertido, de una u otra manera.
De haberme preguntado a mí, de inmediato hubiera respondido A calzón amarrado (o A calzón quitado, no recuerdo cuál fue el que leí), de Irma Serrano. Tal vez, por eso nadie me interroga.
Aristóteles definió que el hombre es el único animal que ríe y, siglos después, Bergson añadió “en grupo”. Olvidó que es posible reír a solas, con el peligro de ser considerado un loco, y es posible hacerlo al leer, con lo que, ante el escudo del libro en la mano, no parece uno tan chiflado.
Hacer reír al lector, o que sonría de vez en vez, es algo excelente que, bien diría Spinoza, es difícil*. Implica, en primer lugar, un duro esfuerzo del escribiente por narrar un encadenamiento de sucesos que espera desaten en el cerebro de un desconocido, de un lector (aunque con la secreta esperanza de que sean miles), una reacción de desequilibrio mental que se refleje como espontánea mueca bucal y —éxito total—, que no pueda controlar el aire que atraviese sus cuerdas vocales para producir sonoras carcajadas. El humor se da en una casualidad espacio temporal en la que todo se conjuga en ese punto geográfico y justo en un momento dado para que todo salga mal y que, a diferencia de la tragedia, no haya mucho que lamentar.
Escribir algo humorístico, aparte de difícil, es riesgoso. El humor encierra la posibilidad latente del ridículo y eso da miedo a los conscientes. Un mal chiste es más peligroso que una historia seria, aunque mala. Se corre el peor de los peligros: que no cause gracia. Ya desde chiquitos sufrimos el dilema ante la posibilidad de contar un chiste y que nadie ría: el peor de los fracasos. Parecido al declarar el amor a una amada y ser rechazado, y que todos se enteren. Como el terror que produce el poema del puberto que teme exponerse al escarnio público. Y aun ahí, en esas situaciones, hay humor y aprendemos a usarlo para defendernos o para atacar. Y ahí está Salvador Novo como ejemplo.
Resulta que escribir algo chistoso no siempre es gracioso. No implica compartir felicidad.
Ante el resultado de mi encuesta, parece, a primera vista, que pocos autores mexicanos han tenido interés en producir textos divertidos. Parece raro en un país en que la gente tiende a buscar la diversión a toda costa: la “mexicana alegría”, que ya es una frase en desuso.
Da la sensación de que la literatura mexicana es solemne y entonces me acuerdo de un libro: Balas de salva. Hilarante y desparpajada comedia novelada de Marcial Fernández que, entre sus mayores méritos, indica en la contraportada, fue rechazada por múltiples editoriales. Con esta novela, el autor dio pie a una nueva generación de escritores en México, a la que, hasta ahora, solo pertenece él.
Dicen que el mexicano se ríe de todo —aunque nunca sabemos quién lo dice—, incluso de la muerte —más no de la suya—. Tal vez no sea una elaboración humorística, sino un desdén. No veo a Efrén Hernández, fino humorista, reírse de cualquier cosa y menos de la muerte, aunque tenía motivos. Lo que sí, es que hay mucho humor negro y, gracias a la historia nacional, de inmejorable calidad. Bajo este rubro no se puede dejar de incluir la obra entera de Juan Rulfo o cuentos claves como “La muerte tiene permiso”, de Edmundo Valadés, o “La fiesta de las balas”, de Martín Luis Guzmán. Cien años después la cosa sigue igual, parecida o peor, y entonces ya no reímos tanto.
Ibargüengoitia, entonces, aparece como un bálsamo, aunque él no se considerara un humorista sino que escribía tal y como veía la vida, no para hacer reír. Parece que se excusa y se desmarca en busca de seriedad. Diga lo que diga, queda su obra enmarcada por la ironía, el sarcasmo y la desmitificación de lo nacional.
Está el humor, no siempre bien entendido y festejado por la élite intelectual, de Marco Antonio Almazán, predecesor en páginas periodísticas de Ibargüengoitia; el humor finísimo de los cuentos de Arreola y sus apariciones en la televisión. Es memorable la impresión que dejó en millones de televidentes durante los Juegos Olímpicos de Barcelona. También por la pantalla aparecía Ricardo Garibay que divertía insultando a medio mundo y nos presentó un mundo divertido/trágico en Las glorias del gran púas.
La memoria es corta y traicionera pero aún alcanza para recordar a la primer novela policiaca mexicana que provoca varias carcajadas: Complot Mongol, de Rafael Bernal.
Sin embargo persiste la idea de que los escritores mexicanos son solemnes. Es difícil imaginar a Octavio Paz o a Alfonso Reyes escribiendo un chascarrillo. Aún cuando el primero escribió un largo ensayo sobre el tema: “Risa y penitencia”, y el segundo arranca sonrisas varias con “Las jitanjáforas”. También Alejandro Aura escribía comedia y un largo ensayo titulado: “Mejor reírse”. Carlos Monsiváis es infaltable en el género del ensayo.
De los más divertidos, aunque guatemalteco, pero también de acá, Monterroso y el inolvidable “Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas”. Ni, en el ámbito de la poesía, se puede dejar fuera a Efraín Huerta y sus Poemínimos. También cabe Francisco Hinojosa, Guillermo Sheridan, Enrique Serna y pocos más.
Es en el teatro y en el cine donde muchos autores pudieron externar su sentido del humor. No en obras como No me las des llorando que no te las pedí a gritos ni en un pletórico Teatro Blanquita que se venía abajo ante la insolencia de un tal Polo Polo. Pero si en las obras de Emilio Carballido, Hugo Hiriart, Rodrigo Johnson, Flavio González Mello, Antonio Armonía y de tantos otros que sentaron los guiones para que aquellos actores de época hicieran lucir sus chistoretes.
Al final, la lista creció y de seguro faltaron muchos y sobraron algunos. Así pasa. Pero no he de olvidar a Fernando Sampietro, que con Marilyn y yo, marcó el fin de una generación: la suya (de él). Y tampoco a los microrrelatistas mexicanos que son legión, entre los más punzantes Julio Torri, Salvador Elizondo, Luis Felipe Hernández, Luis Bernardo Pérez o los ya mencionados Novo, Arreola, Valadés y Fernández
Pareciera que la literatura es cosa seria, lo cual es cierto, pero no quita que pueda ser divertida. Una literatura que no incluye humor no necesariamente es triste o seria. Puede que no sea ninguna. Por el contrario, un texto divertido puede no perder su carácter tremebundo.
Tal vez ya no estamos para bromas. El humor se usa como medio y no como un fin. Parece un deber escribir cosas serias y el humor aparece como un arte menor. Aunque muchas momias lo nieguen, solo los vivos ríen. Y los mexicanos, por el momento, parecemos momias.
* Inventar un chiste es difícil, raya en lo imposible. Sin embargo, en algún recóndito lugar, hay un ejército de fabricantes de chistes, anónimo y sin paga.
Nació en Buenos Aires y vive en Valle de Bravo. Químico y maestro rural. Su libro más reciente es Mexicanos por patria y provincia (Ficticia Editorial, 2014).