Cartones de Abelardo y Eloísa

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Desde finales de 2001 la crisis económica argentina atrajo, a la par de un exilio en masa nunca visto desde la dictadura militar —aún recuerdo las colas inmensas de gente que esperaba día y noche a la puerta de las embajadas de España e Italia—, una marabunta de turistas extranjeros, especialmente latinoamericanos. Quienes pudimos viajar en ese momento a la Argentina todavía tenemos cargo de conciencia y sufrimos recargo estomacal. Como nuevos ricos en cristalería, arrasamos con los restaurantes y clubes nocturnos, tiendas de ropa y hasta mercados de pulgas de la capital albiceleste. “Malas eran esas épocas. / No eran Buenos esos Aires”, de acuerdo a una canción de Gotan Project. Pero no para nosotros, mexicanos al grito de “¡Eureka!”. No todavía, al menos, los entonces agregados culturales de una sólida divisa nacional.

Pero visitar las librerías constituyó el acto de mayor oprobio: no exagero al afirmar que salí de El Ateneo, Clásica y Moderna, Gandhi o Norte con maletas llenas de títulos de Adriana Hidalgo, Corregidor, Ediciones de la Flor, Emecé, Losada, Seix Barral o Sudamericana, además de importaciones españolas, primeras ediciones y libros de autor a precios de saldo. Basta con decir que a la vuelta de mi primer viaje, en septiembre de 2002, la introducción inmoral a México de treinta kilos de libros se compensó con creces en la aduana.

En un momento así, entre “corralitos” bancarios y “cacerolazos” callejeros, era previsible que Emecé y Sudamericana buscaran la supervivencia a toda costa, ya fuese a través de su remate o de la “servidumbre voluntaria” a emporios como Random House-Mondadori o Grupo Planeta. Sin embargo, una buena cantidad de editoriales independientes nacieron con la crisis o se criaron en ella, oponiendo imaginación, coraje y lucidez al apocalíptico estado de cosas de su gremio. Bajo la Luna, Belleza y Felicidad, El Cuenco de Plata, Ediciones del Diego, Ediciones del Dock, Interzona, Mansalva, Siesta, Sigamos Enamoradas, Tsé-tsé y Vox, entre muchas otras, no sólo se negaron a diezmarse o desaparecer, sino que se transformaron en el grito civil de las clases lectora, editorial y literaria, en las bengalas que brillaron en el cielo durante la larga noche del “argentinazo”.

Pero ninguno de estos proyectos tuvo el impacto social y cultural de Eloísa Cartonera. Ubicada al principio en el barrio de Almagro y ahora en el corazón de Boca, abrió sus puertas en 2003 gracias al escritor Washington Cucurto, al pintor Javier Barilaro y a la artista visual Fernanda Laguna. El nombre de esta cooperativa describe el material que ampara sus 121 publicaciones: cartón sólido no blanqueado. La abundancia de este material en las calles fue el origen de los “cartoneros”, primos lejanos de nuestros “pepenadores” pero sin sus derivas sindicales. Si la desocupación laboral se cristalizó por las mañanas en las violentas manifestaciones de una agrupación bautizada como “Piqueteros”, también lo hacía, según Sandra Lorenzano, en “la presencia fantasmal de los cientos de miles de cartoneros que empezaron a tomar cada noche las calles de la ciudad de Buenos Aires, [revolviendo] la basura para conseguir algo que se pudiera vender”.

Ante el alza del papel y la impresión del libro, así como de las cartulinas, el cosido y el plastificado de sus tapas, Cucurto, Barilaro y Laguna decidieron pagar el kilo de cartón a los recolectores cinco veces más ($1.50 pesos argentinos) que los centros de reciclaje (30ȼ) y hacer uso de dicho material para la encuadernación de sus libros —cuyo contenido es fotocopiado, no impreso. No conforme con ofrecer a los recolectores un comercio justo, Eloísa Cartonera decidió emplearlos como mano de obra para la confección de libros,* cada uno de éstos con un diseño único en sus tapas puesto que lo realiza un solo trabajador. Así, muchos recolectores pasaron del subempleo en la basura al empleo formal en una biblioteca de cartón, anexo de la casa que inventara el peruano Martín Adán en su célebre novela lírica.

Sin embargo, las bondades de Eloísa Cartonera no paran aquí. Su inventario lo integran algunos de los escritores más celebrados de la literatura latinoamericana actual (César Aira, Mario Bellatin, Arturo Carrera, Óscar Hahn, Leónidas Lamborghini, Tomás Eloy Martínez, José Emilio Pacheco, Alan Pauls o Raúl Zurita), obras míticas fuera de catálogo (La casa de cartón, ya mencionada; La musiquilla de las pobres esferas, título mayor del chileno Enrique Lihn; Evita vive, el único relato del poeta argentino Néstor Perlongher), autores marginales (el colombiano Andrés Caicedo, los argentinos Arnaldo Calveyra y Ricardo Zelarrayán, el peruano Luis Hernández o el mexicano Mario Santiago Papasquiaro) y libros inéditos o antologías de poetas nacidos en los años sesenta y setenta (la peruana-paraguaya Monserrat Álvarez, el costarricense Luis Chaves, los argentinos Fabián Casas, el propio Cucurto, Silvio Mattoni y Martín Gambarotta, el chileno Sergio Parra, los brasileños Douglas Diegues y Camila do Vale o el mexicano Julián Herbert). Todos ellos —y, en su caso, los albaceas— han cedido gratuitamente la publicación de sus obras sin perder propiedad comercial, sabedores de que Eloísa Cartonera es más que un sello de envidiado prestigio en América Latina: es un desafío autosustentable de la imaginación, una huelga de la literatura contra los modos fúricos de producción que rigen el mercado editorial en Iberoamérica.**

Adán sostiene en La casa de cartón que “es cordura ponerse lírico si la vida se pone fea”. Una noche de abril de 2003, después de cenar un sándwich kilométrico de milanesa en la esquina de Honduras y Bulnes, en el barrio de Palermo, Cucurto, Barilaro y yo emprendimos la marcha rumbo a Avenida Santa Fe. Charlábamos sobre la imposibilidad de la poesía en tiempos tan difíciles —más que de escribirla, de editarla— cuando nos topamos con un hombre que, nos aseguró, llevaba dos días sin probar alimento. Aunque rondaba los cuarenta, le calculé diez años más por sus ojeras, pronunciadas y azulinas. Con la mano derecha empuñaba una lata de refresco y en la axila izquierda sostenía un cuadrado de cartón. Los tres hurgamos en nuestros bolsillos para extraer una moneda, pero rechazó el gesto con un manotazo al aire. “Perdónenme, pero no soy limosnero —dijo en tono condescendiente—. ¿Por qué mejor no me compran mi cartón?” El hombre me tendió su mercancía y, a cambio, le entregué el peso con cincuenta centavos que habíamos reunido entre los tres.

Cruzamos en silencio un par de cuadras antes de que Cucurto me pidiera el cuadrado de cartón. Haciendo un alto lo desdobló y, con cara juguetonamente filosófica, nos lo mostró a Barilaro y a mí. “¿Y qué pensás hacer con eso?”, le preguntó Barilaro mientras apuntaba al cartón extendido frente a nosotros. “No me vayas a salir con que libros”, repuse riéndome. Todo lo demás fue literatura y un cargo más de conciencia.

– Hernán Bravo Varela

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*Una jornada laboral de seis horas en la cooperativa ($18 pesos argentinos, aproximadamente $60 pesos mexicanos) supera a lo estipulado por la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos para una jornada de ocho horas en el Distrito Federal ($54.80 pesos mexicanos, según la resolución publicada en el Diario Oficial de la Federación del 23 de diciembre de 2008).

**Tal y como lo prueba el surgimiento de otras “cartoneras” en el continente, que han adaptado en sus respectivos países el modelo de Eloísa: Mandrágora, Nicotina y Yerba Mala (Bolivia), Animita (Chile), Sarita (Perú), Yiyi Jambo (Paraguay), La Cartonera y Santa Muerte (Chile-México).

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(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).


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