Conciencia contra violencia

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Sorprende —quizá no tanto, por no ser un caso único— que haya habido que esperar a 2001 para que se traduzca al español por primera vez Castellio contra Calvino (El Acantilado), de Stefan Zweig, publicado originalmente en 1936. Y también sorprende —o quizá tampoco tanto— la terrible actualidad, aunque hayan pasado más de cuatro siglos, de la controversia habida entre ambos teólogos. El primero, un hombre de letras "pobre como una rata", pondrá en peligro su vida al alzar la voz en solitario contra el cruel asesinato en la hoguera —¡media hora sobre las llamas!— de Miguel Servet (a quien, por cierto, Zweig no profesa demasiada simpatía); el segundo, un iluminado fanático, con enormes dotes políticas y organizativas, se convertiría en el dictador de Ginebra. Estos dos hombres protagonizaron un combate desigual. Uno, a quien el valor de luchar por todos y contra todos eleva a la categoría de héroe, empleó la palabra; el otro, rebajado a villano al traicionar sus primeros ideales, las calumnias, el terror, la censura y el asesinato. Tan desigual, que Castellio, en el ejemplar de su polémica contra Calvino hallado en la biblioteca de Basilea, había anotado: "El mosquito contra el elefante". Nunca me han gustado las novelas que se leen como ensayos; me sucede lo contrario con los ensayos que se leen como novelas. Castellio contra Calvino cuenta con las peripecias y golpes de efecto propios de las novelas de aventuras, aunque se trate de una reflexión histórica, y algunos de los pasajes hacen que a uno le bulla la sangre (una sangre en circulación, por supuesto).
     Lo que Zweig nos cuenta es un episodio más de la eterna lucha entre la tolerancia y la intolerancia, entre quienes se creen en posesión de la verdad, y están dispuestos a imponerla a sangre y fuego, y quienes comprenden que la verdad no existe, y si existe, no es única y, por lo tanto, hay que respetar las de los otros. Zweig, con su característica finura de pensamiento y estilo (preservada gracias a la cuidadísima traducción de Berta Vías Mahou), nos recuerda que Castellio proclama el derecho incuestionable a la libertad de conciencia antes que Locke, Hume y Voltaire, y, además, arriesgando literalmente su vida. De hecho, el mosquito se libró del más que probable pisotón del elefante por la enfermedad que le llevó a la tumba. Una rosa es una rosa. Las palabras de Castellio: "Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre"; sus argumentos, cargados de serenidad y razón, no fueron en realidad contestados por su oponente. En esa polémica que no existió, Calvino prefirió hacerle callar, en lugar de hablar. Sus libros fueron destruidos, silenciados, su persona calumniada y perseguida. Contra libellum Calvini tardaría casi un siglo en publicarse Y, sin embargo, en los países en los que la religión del elefante se hizo ley, la idea del mosquito acabó prevaleciendo con el tiempo. Pero si su primera derrota no fue completa, tampoco lo ha sido su victoria posterior. El enemigo de Castellio sigue activo hoy, bajo nuevos nombres y nuevas formas: fascismo, integrismo, nacionalismo… y las que nos esperan en el futuro.
     Calvino, con Farel, el imprescindible perro de presa que formó una organización juvenil paramilitar que tomó la calle, acabaría imponiendo en Ginebra mediante el terror —torturas, destierros, ejecuciones— su "disciplina", imprescindible en su proyecto de anular al individuo. En las actas del Consejo de Ginebra de 1536 llamaban iste Gallus (ni se molestaron en consignar su nombre) al hombre al que designaban como "lector de las Santas Lecturas"; al hombre que transformaría una república democrática en una dictadura teocrática y en delatores a los niños; al hombre que prohibiría la música, el teatro, reír en un bautizo, comer empanada o brindar (el vino tinto estaba permitido; eso sí, sólo el del país). Sus alumnos y discípulos imitaban obedientemente su barba ("como una triste maleza brotando en medio de un terreno rocoso", en la sugerente prosa de Zweig).
     La forma que en cada momento ha adoptado el terror ha sido siempre parecida; el fondo, también. Incluso la guerra bacteriológica existía entonces. Durante la epidemia de peste que tuvo lugar en Ginebra entre 1542 y 1545, se acusó a unos mendigos de haber propagado el mal embadurnando los picaportes de las puertas con un ungüento hecho con excrementos del diablo. Entre tantos predicadores hablando de Dios y exigiendo sacrificios a sus conciudadanos, sólo Castellio se ofreció para consolar a los apestados acogidos en el hospital. Ah, y entre los innumerables achaques de Calvino ("Mi salud es una muerte incesante", escribió), se encontraba el ántrax. No le llegó por carta. Aunque él, mediante un De Trye o un De Beze, y de haber podido, se lo habría mandado a Castellio. El mundo convulso de hoy es el mundo convulso de ayer, y no asistimos a una lucha entre ricos y pobres, o musulmanes e infieles, o vascos y vascos, sino entre tolerancia e intolerancia, conciencia frente a violencia, con representantes de ambos bandos en todas las sociedades. El aviso de Camus —hay que permanecer vigilantes porque el bacilo de la peste "no muere ni desaparece jamás"— sigue siendo oportuno. Al contrario que a iste Gallus, a mí Dios no me ha concedido la gracia de distinguir qué es bueno y qué es malo. Pero puedo afirmar que este es un libro excelente y de triste actualidad. Alguna vez me han preguntado qué tipo de libros, en mi opinión, deberían ser obligatorios en las escuelas: ¿La Celestina o El guardián entre el centeno? Solía contestar que ambos. Si alguien me hace esa pregunta ahora, respondería: Castellio contra Calvino. Y por supuesto, también para los profesores. –

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