Escribir a pesar de todo

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El verdugo que se encargó de decapitar al asesino múltiple y poeta Pierre François Laceinare tenía el sobrenombre de Sansón: fue quien le cortó la cabeza, entre muchos otros, a Luis XVI y a María Antonieta. Durante el proceso judicial al que fue sometido por matar a un excompinche y a la madre de este, Lacenaire hizo gala de su petulancia: “Que quede claro que hablo de ‘alma’ porque nuestra lengua es pobre. A veces digo ‘Dios mío’, aunque Dios no exista.” Durante su última estancia en prisión antes de ser ejecutado escribió unas Memorias (de un poeta asesino). Y se dedicó a ilustrar a uno de sus carceleros sobre qué leer y qué no: a Víctor Hugo le sorprendió, un día que fue a visitar los dormitorios de los guardias de la Conciergerie, ver que el estante de ese carcelero estaba lleno de libros bien ordenados.

Lacenaire es uno de los 43 escritores que pasaron una temporada, o casi toda su vida, entre rejas de los que habla Daria Galateria, profesora de literatura francesa en la Universidad La Sapienza de Roma, en Condenados a escribir. Previamente la misma editorial, Impedimenta, publicó Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores. Ambos libros pueden considerarse peculiares manuales de historia de la literatura, pues se centran en unos determinantes de la producción literaria que, aglutinados en un solo volumen, ofrecen un punto de vista llamativo y original.

El primer escritor en pasar por la cárcel del que habla Galateria es Voltaire. Cuando fueron a arrestarle –por componer versos difamatorios sobre Felipe II de Orleans y el libelo J’ai vu (que en realidad no era suyo)– dijo que había escondido varios escritos “en el excusado”. El comisario Isabeau recurrió a la Madame l’Intendante Merdière, una figura con la que contaba toda casa parisina y que se encargaba de supervisar las letrinas del edificio. Resultado: Isabeau chapoteando “en un mar de heces” por culpa de un golpe de piqueta y ni rastro de ningún papel de Voltaire, quien acabó igualmente en la Bastilla, donde escribió, en los márgenes de los libros de Homero y Virgilio que solicitó, su poema épico La Henriada.

A Goliarda Sapienza, quien protagoniza el último capítulo, su madre, antifascista y defensora de los derechos sociales, le decía que solo se puede entender cómo funciona el mundo si pasas por un manicomio, un hospital o una cárcel. Sapienza estuvo en los tres lugares, en el último de manera premeditada: robó unas joyas en casa de unos amigos y dejó pistas para que la identificaran. Dijo que nunca había dormido tanto como en prisión, donde escribió La Universidad de Rebibbia.

De Voltaire a Goliarda Sapienza median unos dos siglos, así que Galateria tiene ocasión de hablar de muchos otros escritores, entre ellos el marqués de Sade, Dostoievski, Verlaine, Wilde, Marinetti, Genet, Wodehouse, Solzhenitsyn o Hamsun. Solo hay un español, Jorge Semprún, que le dijo a quien le encontró cuando liberaron Buchenwald: “¿Qué quieres que haga, ponerme yo también a cantar? ¿Y si canto ‘La paloma’?”; luego, efectivamente, canturreó en voz baja la canción de Iradier y Salaverri, pero en alemán. Son muchos escritores en total, y no son muchas las páginas de este libro, así que leyendo uno tiene la sensación de estar haciendo un tour de force (directamente proporcional al que habrá hecho la autora para meter tanta información en tan poco espacio). Habrá quien considere que es excesivo, demasiado rápido. Y es verdad que a veces abruma, y que requiere del lector unos conocimientos que exceden lo que se considera cultura general, pero es posible dar la vuelta a ese argumento: Condenados a escribir como una invitación a ir más allá y adentrarse en episodios de la historia que quizá se tengan olvidados o de los que no se sepa todo. Porque este libro pasa por la Francia de la Ilustración y su Encyclopédie (por cierto: su primer volumen está dedicado al ministro D’Argenson, el responsable de que Diderot pasara en la cárcel de Vincennes varios meses de 1749), el Imperio ruso o la Comuna de París, hasta, claro, los campos de concentración y el gulag. En cierto modo, el espacio cerrado de una cárcel se convierte en una cápsula del tiempo.

Es un libro ambicioso, y quizá se disfrute más leyéndolo poco a poco, consultando el índice como si fuera el menú de un restaurante y eligiendo el plato que más apetezca en el momento. Ni siquiera hay que respetar el orden cronológico: uno puede decidir empezar con Curzio Malaparte y luego andar hacia atrás hasta Kleist. Lo que no hay que tener es pereza y dedicar tiempo a solventar las dudas históricas que puedan surgir.

Además, Galateria es amena y divertida. Sabe contar con gracia la desdicha, hasta el punto de hacer olvidar que estamos hablando de prisiones. Me remito a lo ya contado sobre Voltaire y el “mar de heces”, pero podríamos añadir a Dino Campana, que “fue arrestado en Italia en tres ocasiones, siempre por el mismo motivo: su cara de alemán”. O cómo la astucia de Dostoievski durante sus interrogatorios exasperó hasta tal punto a los agentes que uno abandonó la sala chillando: “¡No quiero verlo nunca más!” O la manera en que Havel se las apañó para redactar sus cartas y sortear la censura del Lager de Hermanice: “pronto se dio cuenta de que, si la redacción era lo suficientemente nebulosa, la censura no se percataba de nada. Si, por ejemplo, quería decir ‘régimen’, bastaba con escribir ‘el punto focal socialmente evidente del no-yo’, y la carta pasaba el examen. Naturalmente, algunos pasajes resultarían después totalmente ilegibles para el propio autor, quien más tarde se maravillaría de que alguien hubiese leído aquellas misivas, que las hubiesen publicado y que, una vez traducidas al alemán, se hubiesen vendido de ellas siete mil copias”. Galateria incluso consigue endulzar la locura extrema: Silvio Pellico “conversaba con las hormigas, a las que había alimentado suntuosamente desde su llegada [a Los Plomos, las antiguas prisiones ubicadas en el Palacio Ducal de Venecia] hasta reunir un par de batallones que le hacían compañía”.

A modo de detalle, son bonitas las referencias a cómo conseguían escribir estos escritores condenados, materialmente hablando. Diderot tuvo que usar mondadientes mojados en vino mezclado con polvo de pizarra. Verlaine escribió diecinueve poemas en el papel para envolver el queso, con una cerilla mojada en café. En Toszek, Wodehouse “aceptó que el Lagerführer le alquilara (por dieciocho marcos al mes) una máquina de escribir y un cuarto donde trabajar, que compartía con un saxofonista y un bailarín de claqué”.

La mejor manera de concluir la reseña de este libro, abrumador y simpático a partes iguales, es con una cita de Wilde. Un carcelero le preguntó al autor de El retrato de Dorian Gray por qué era tan famosa la novelista Marie Corelli, y respondió: “Amigo mío, si se juzgara a los escritores por su talento, sería ella la que estaría aquí y no yo.” ~


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