Los momentos de crisis no son tierra fértil para la democracia. En 1994, los Consejos Ciudadanos en el D.F. era vistos por toda la izquierda, el zapatismo incluido, como un avance democrático. Cuando estalló la crisis económica de los “errores de diciembre”, se popularizó la idea de que los candidatos a consejeros buscaban únicamente “el hueso” representado por un ingreso, más bien modesto, mientras todos los demás tenían que apretarse el cinturón. Las elecciones para consejeros ciudadanos fueron boicoteadas por los mismos que habían promovido esa figura legal y ese experimento de democracia barrial nació muerto.
La situación actual no es muy diferente en la sufrida Ciudad de México. Los capitalinos irán a las urnas el 5 de junio para elegir a sus representantes a la Asamblea Constituyente en un contexto marcado por las constantes contingencias ambientales, un sistema de transporte público permanentemente al borde del colapso y la percepción de un aumento de la criminalidad. No hay estimaciones sólidas al momento, pero no sería una sorpresa si la participación electoral es baja.
Las constituciones se diseñan y promulgan para fundar o refundar una comunidad política con base en una acotación de las atribuciones de los gobernantes y una enunciación clara de los derechos fundamentales de los gobernados. Por ello los debates previos a la elección deberían centrarse en qué clase de comunidad política queremos crear o consolidar, pero es difícil pedirle a los ciudadanos ajustar la mira para ver más allá del entorno inmediato, cuando literalmente viven asfixiados por el aire que respiran, resolviendo día a día el dilema de cómo trasladarse, cerciorándose de llevar el silbato anti-acoso y la cartera bien segura en el pantalón. Y sin embargo, ese es precisamente el papel de los partidos políticos: explicar claramente la naturaleza de este proceso electoral extraordinario y levantar ellos mismos la mira.
El PRI nunca ha sido un partido de ideas, sino una forma de organizar el acceso al poder. El PAN solía ser lo contrario, pero dos sexenios al frente del gobierno federal desgastaron casi por completo su capacidad de formular una plataforma política distintiva. Ambos partidos, sin embargo, apenas suman una cuarta parte de la intención de voto y no es de ellos de quien se espera una visión de largo plazo para la Ciudad de México. Más preocupante es el caso de la izquierda, que fue la impulsora de la democratización y el autogobierno en la capital.
El PRD ha renunciado a la posibilidad de guiar el proceso constituyente, contentándose con nombrar a sus representantes a través de su fracción parlamentaria y la cuota de nombramientos del Jefe de Gobierno. Para promover al resto de sus candidatos, el PRD no aporta ideas, sino tinacos de agua. La constitución de la Ciudad de México no es para el PRD la culminación de un larguísimo proceso en el que el partido invirtió tiempo y esfuerzo, sino una ocasión de aferrarse al control clientelar que ejerce en varias zonas de la capital.
Más interesante es el caso de Morena. El partido de López Obrador sí tiene una visión para la ciudad: una comunidad permanentemente movilizada y enfrentada al gobierno federal. Así como el marxismo vulgar considera que todo marco legal constituye tan solo la institucionalización de las relaciones de dominio de una clase sobre otra, para Morena, la constitución de la Ciudad de México es la oportunidad de plasmar en la ley la condición capitalina como un bastión progre en un país gobernado por la derecha; una situación contingente elevada a la categoría de norma constitucional.
Solo de esta manera pueden entenderse propuestas como las de Martí Bartres de reconocer “el derecho a la desobediencia civil pacífica frente a un régimen violatorio de los derechos humanos”. Salta a la vista la barbaridad de pensar que la desobediencia civil es un derecho, ya que como lo sabe todo especialista en leyes, como los académicos miembros de Morena (uno supondría), ningún régimen jurídico puede establecer el derecho a infringir la ley. Toda persona tiene la libertad de infringir una disposición legal que considera antiética (que le impide sentarse en cierta parte del autobús o recoger la sal del piso, por ejemplo), pero no tiene el derecho a gozar de inmunidad legal por ello, y por eso Rosa Parks y Gandhi afrontaron con toda dignidad las consecuencias legales de infringir las leyes racistas y colonialistas que denunciaban. Pero aún más importante que esta obvia pifia demagógica de Batres es esa visión de una ciudad en armas contra el gobierno federal como condición esencial de la capital mexicana.
Quienes defendemos la democracia consideramos todo proceso de democratización y autogobierno como positivos en sí mismos, pero no podemos perder de vista el hecho de que más democracia y autogobierno no significan necesariamente más eficiencia administrativa. Ejemplos en el mundo sobran. Washington, D.C., por ejemplo, apenas pudo elegir a su propio alcalde y cabildo en 1973. Desde entonces, la gestión administrativa de la ciudad ha sido generalmente muy deficiente y como muestra está el peor sistema de metro del primer mundo, frente al cual el metro de la Ciudad de México es un ejemplo de eficiencia.
El tipo de gobierno de la Ciudad de México que surja de la nueva constitución debe representar fielmente los intereses de sus habitantes y rendir cuentas en todo momento a sus gobernados, pero debe tener también la capacidad de afrontar decisivamente los graves problemas que aquejan a la ciudad y coordinarse con todos los gobiernos locales y entidades públicas que influyen en la vida diaria de la capital.
La ciudadanía chilanga puede seguir siendo todo lo movilizada que quiera, ya que cuenta con el marco constitucional nacional para proteger sus derechos humanos al expresarse. Su gobierno, sin embargo, no debe ser militante, sino eficiente, creativo y responsable ante los ciudadanos, y para ello, los constituyentes deben legislar con una visión de futuro para la ciudad, y no tanto con la próxima elección en mente.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.