En noviembre de 2014 se publicó Die Kurt F. Gödel Bibliothek, un libro que trata de la vida de los libros y las bibliotecas. Tomando como punto de partida la pieza del mismo nombre, del artista Emilio Chapela, Die Kurt F. Gödel Bibliothek propone reflexiones lúcidas acerca del lugar que ocupa el libro en el mundo contemporáneo, su destino como objeto transmisor de conocimiento y sus funciones como sujeto del arte; su cualidad como cedazo de la información, su carácter de elegido.
Este libro, Die Kurt F. Gödel Bibliothek, es la ficha bibliográfica de la Biblioteca K. F. Gödel. La pieza de Emilio Chapela consiste en una biblioteca de más de seis mil volúmenes que aparentan ser libros pero no lo son; se han quedado en una etapa previa, no pueden leerse, ni siquiera abrirse: son pedazos de madera. Los títulos se corresponden con lo absurdo de su existencia como libros, con su imposibilidad, dando lugar a nombres abstractos o universales, a contradicciones, a problemas matemáticos o filosóficos sin solución, a evocaciones fantásticas o simplemente a títulos deseados. Como toda biblioteca, la Kurt F. Gödel tiene una vida peculiar, un comportamiento específico, una cierta impronta. Encierra una contradicción, una imposibilidad, como el propio teorema del científico alemán. Una imposibilidad necesaria para entender todos los axiomas.
I.
El libro
El libro es el lugar donde la multiplicidad se desborda, y al mismo tiempo adquiere consistencia; la consistencia es a un tiempo el medio para el descubrimiento y el descubrimiento mismo. Se trata de un admirable designio, ejemplo y puesta en práctica de la reciprocidad de apropiación.*
II.
Sistemas de clasificación y bibliotecas
La llamada crisis del libro, dice Roger Chartier, surge en Francia en 1890, y con ella surge la idea de conservar, en la dimensión más exhaustiva posible, el patrimonio escrito. Pero también, ya desde entonces, existe el temor al exceso, a la imposibilidad de que un solo individuo maneje y domestique esta abundancia textual. Y de ahí arrancan, opina, los intentos de la era moderna de ordenar, organizar, elegir y establecer. Un dilema entre la obsesión de la pérdida y la inquietud por el exceso, concluye. Es decir, no otorgamos relevancia únicamente al conocimiento (la gran Alejandría) sino, como parte de su sentido, a su orquestación, que tanto determina. Pero el control sobre lo oral plasmado en lo escrito, una de las identidades más poderosas del libro, no es lo único que atraviesa la necesidad de sistematizar: el conocimiento es posible dada nuestra natural inclinación a clasificar para entender, proponer y categorizar, arbitrariamente. La clasificación (tras la recolección, la biblioteca personal, por ejemplo) es una atracción casi incontenible: elegimos nuestros objetos a clasificar casi de forma aleatoria y los ordenamos en patrones generalmente inconscientes, y, por ende, su arbitrariedad es inherente.
En una biblioteca, sin embargo, la clasificación responde a un criterio de utilidad directamente relacionado con sus lectores y consultores. Su codificación no solo concierne a una forma de proponer información —una teoría o una mirada o un control o una experiencia sobre el mundo / y o bien una memoria de gustos, pasiones e intereses, personales, heredados o regalados— sino también a un ordenamiento por disciplinas o materias y sus consecuentes subíndices, los cuales se relacionan con la capacidad que tienen de ser entendidos y localizados por quienes los consultan.
Además, no es lo mismo coleccionar que clasificar.
Y no es lo mismo clasificar que registrar.
Es fundamental recordar, por otra parte, que hay bibliotecas públicas y bibliotecas privadas. La diferencia entre ambas será esencial si pensamos la deliberación sobre los libros como una reflexión históricamente política tanto en su razón de ser como en su uso.
Para ello, responda mentalmente las siguientes preguntas:
¿Son lo mismo las bibliotecas públicas que las universitarias?
¿Usted tiene “estudio” o “biblioteca” en su casa?
¿Es la biblioteca privada un sinónimo de estatus social?
Si hablamos de Biblioteca (y de libro) como metáfora y como símbolo, no podremos desdeñar tales usos e interpretaciones.
Es importante, de igual forma, establecer que una librería no es una biblioteca, y la biblioteca mental de un librero no es lo mismo que su librería: el librero es, Enrique Fuentes dixit, exactamente lo contrario de un coleccionista: trata, constantemente, de deshacerse de los libros: no le interesa conservarlos, le interesa reunirlos para que lleguen a su destinatario. Los estantes de su librería están siempre llenos para satisfacer todas las posibilidades de gusto que todos los libros publicados (o la porción de ellos según aquélla biblioteca mental) pudiesen ofrecer a los lectores: idealmente, los libros en una librería desaparecerían totalmente. Pero para que tuviese sentido, habría que volver a llenarlos de nuevo. En realidad se llenan y vacían constantemente. Es en el transcurso entre uno y otro estado (el presente) que son un biblioteca. Efímera.
Otra cuestión es la función decorativa de la biblioteca. En el Club de banqueros de la ciudad de México (uno de los sitios más “clásicamente elegantes” de nuestra capital, de altos funcionarios y esferas notables, uno de esos sitios donde les “prestan” una corbata a los hombres que no la portan para que puedan entrar) los anaqueles que rodean algunas de las paredes del comedor tienen libros de cartón: más exactamente, fotografías de libros (de sus lomos) impresas sobre cartones colocados en la parte frontal de cada una de las estanterías, de manera que, a la distancia, parece haber libros, aunque, cuando uno se aproxima, descubre que son solamente una fachada. ¿Por qué no libros y sí imágenes de libros?
Hay también quienes compran lotes de libros “por metro”, para rellenar espacios y rellenar apariencias.
¿Desparece todo esto al libro, o lo emula? Los libros, las bibliotecas, conforman una identidad.
III.
El editor
Existe, explica Agustín Millares Carló que a su vez explicaba Rafael Calleja, una dimensión clave del editor: la bibliófila. Esto es así en tanto que el catálogo que decide conformar para publicarlo es una propuesta bibliotecaria que selecciona del mundo lo que ha de ser libro, lo que ha de perdurar (porque, nos guste o no, sigue teniendo este significado) y lo que ha de ser conocido. También decide cómo será transmitido y la disposición y secuenciación de su contenido dentro de las páginas de modo tal que lo que transmite no tiene que ver únicamente con el “texto” o “pieza” en cuestión sino con una nueva concatenación de elementos –la elección de contenidos, la disposición en las páginas, la tipografía y su puntaje, la secuencia, las pausas, la imagen con la que aparecerá, la portada que lo anunciará, por decir los menos, entre otros tantos– que trazan una nueva forma, la del libro, en el haber. Quizá el editor es un nuevo tipo de escritor, para complementar a Ulises Carrión cuando apuntala que en el arte nuevo de hacer libros un escritor no escribe libros, sino textos. Robert Darnton dice que la historia de la literatura debe estar centrada en la historia de los editores, por ejemplo, pues son ellos los que convierten a los escritos en libros, no los autores. Y a él, por ejemplo, le interesa más el editor de la enciclopedia que Diderot en sí mismo.
Los editores Sí, a diferencia de los editores No (según la clasificación de Einaudi, y a los que me refiero para efectos de estas reflexiones) son creadores de archivos. Curadores. Creadores del arte nuevo. Los que proponen e inventan nuevas lecturas.
IV.
¿El futuro?
“Cuando quiero adivinar el futuro, suelo mirar al pasado”, escribe también Darnton en uno de sus excelsos libros publicados por Trama editorial. “Existe, por ejemplo, una fantasía publicada en 1771 por Louis Sébastien Mercier dentro de su obra de carácter utópico titulada El año 2440, que tuvo un gran éxito. Mercier se queda dormido y despierta en el París de 2440, setecientos años después de la fecha de su nacimiento. Despierta en una sociedad ya libre de todos los males propios del Ancien régime. En el capítulo culminante del primer volumen de esta obra, Mercier relata su visita a la Biblioteca Nacional. Allí espera encontrar miles de espléndidos libros como los que había en la Bibliothèque du roi en tiempos de Louis XV. Sin embargo, para su gran sorpresa, solo encuentra una modesta sala con cuatro pequeñas estanterías. Mercier pregunta qué ha sucedido con el enorme número de libros que debía haberse acumulado desde el siglo XVIII, además de la ingente cantidad de libros que ya existía entonces. "Los hemos quemado todos", le responde el bibliotecario: "50.000 diccionarios, 100.000 libros de poesía, 800.000 libros de derecho, 1,6 millones de libros de viajes y 1.000 millones de novelas". Una comisión de sabios los leyó todos, eliminó los que contenían falsedades y mentiras, y redujo las existencias a lo estrictamente esencial: unas pocas verdades y unos pocos preceptos morales universales que caben perfectamente en las cuatro estanterías”.
¿Cabría pensar que estos cuatro estantes son equivalentes a la nada? ¿O refuerzan la idea de EL libro? ¿O podríamos imaginar en ellos memorias electrónicas en las que de hecho caben los tres millones seiscientos mil libros aquéllos (cosa que no imaginaba posible Mercier) o, más aún?
O tal vez el futuro está condenado a ser una repetición incesante del pasado.
En Enrique VI, nos cuenta en otro texto Roger Chartier, Shakespeare caracteriza una rebelión popular a través de su rechazo al texto impreso; reflejo de la época, la historia no sucede por casualidad, sino porque pretende encarnar la resistencia a lo escrito como forma de autoridad. Quizá algo similar a la diatriba entre el arte viejo y al arte nuevo planteada por Carrión: es decir, el “rechazo” al texto escrito surge nuevamente porque las nuevas formas de comunicar utilizan al texto únicamente como uno de los diversos pasos de la realización del libro. Carrión, por cierto, era un alma que escapaba de lo sistemático y lo unitario (es decir, sería impertinente tomar cualquiera frase suya como declaración total o como premisa o como axioma). Su colección, lo dice al final, es su archivo. La serpiente se muerde la cola.
¿El futuro? La naranja está por caer del árbol o en el suelo: nadie la ve caer —nos recuerda Borges sobre una de las posturas filosóficas de la India.
¿Es acaso entonces el verdadero fin de la cultura libresca? ¿Podemos anunciar el fin de algo mediante ese algo? ¿O tenemos quizá, en particular en occidente, una devoción secular y filosófica por los ocasos, como dice Steiner? La cuestión que parece dirimirse hoy día tiene que ver con el estatuto ontológico del libro. Ese estatuto aún está por definirse, es un gerundio.
V.
El proyecto-pieza
En Die K. F. Gödel Bibliothek, la clasificación es fundamental: no pueden leerse los libros, pero sí puede leerse la clasificación: el orden que despliega, las categorías en las que está organizada: ahí radica una sugerente propuesta de lectura del universo (aleatorio, múltiple, pues parte de la recopilación de títulos de toda especie) al que se cierne. No solo la clasificación puede ser leída: también los títulos. Uno al lado del otro alzan la voz pronunciándose: con claridad ideológica, por sí mismos, e hipotética, por su relación con los otros; pueden formar redes, cadáveres exquisitos. Los títulos, texto en sí mismos, son parte fundamental del relato: no solo poseen una narrativa posible, son lectura que puede ser transformada. Esta lectura se plantea, además, en diferentes lenguas: las más visibles español, inglés, alemán, pero muchos otros de los títulos están ahí en otros idiomas: una Babel si no se es políglota. Es difícil pensar una Babel sin referirse al lenguaje. No hay solo espacio. Hay espacio y texto.
Uno de los bloques de madera de la K. F. Gödel Bibliothek fue registrado con un ISBN: esta posibilidad formal de ser libro me hace notar la intención de trascender su acumulación para pasar a ser un objeto “diferenciado” y obtener una normativa real en el mundo de las publicaciones. Pertenece y es reconocido por el sistema. Esto, ¿transforma al libro o al sistema?
La Biblioteca K. F. Gödel es la biblioteca total: la biblioteca incompleta: la biblioteca fantasma. ¿Es así toda biblioteca?
Pienso en el libro de la Biblioteca K. F. Gödel como un disparador en el que la propia pieza puede estar destinada a desaparecer (tal como todos los libros), sin que eso tenga relevancia: la pieza, de libros en tanto estructuras, en tanto volúmenes en el espacio, es en realidad una idea.
La idea reflexiona asimismo sobre la belleza estética de los libros y recrea una posible, y por ello inexistente, biblioteca mental a través de una constitución material. Esta biblioteca, tal vez homenaje al matemático y filósofo Gödel (a su teorema de incompletitud) es, por otra parte, una biblioteca muy específica: nos refiere a un tipo de libros y a una época: podemos apreciarlo por la uniformidad general de sus lomos: sus colores, el estilo de las tipografías utilizadas en ellos, la ausencia de imágenes (ni fragmentos de portadas ni logotipos editoriales); más aún, ni variabilidad suprema ni las huellas invisibles pero siempre advertibles del uso: todo ello enfatiza no la re-producción sino el juego: la irrealidad de la idea.
No creo en una dicotomía entre forma y contenido: no es lo mismo comer coca cola en un plato de sopa y con cuchara que tomarla en un vaso con hielos. Por eso veo la pieza, entre otras de sus infinitas posibilidades, como una colección de lápidas de libros inscritas con epitafios: cada bloque se me figura una pesada piedra (así lo imagino) cuyas inscripciones graban un pasado que quisiéramos eternizar. No percibo a los posibles libros —apuesto a que muchos de esos títulos existirán, si no es que ya existen— sino como arengas por libros que ya desparecieron y quieren ser recordados. Pero las tumbas, aunque de muertos, llaman a los vivos; los convocan a estar, a ser revividos a través de sus recuerdos, incluso a ser olvidados con una constancia física, el propio cementerio. El libro, cualquier espacio que lo contenga, siempre se referirá a la memoria.
Quizá, me digo a partir de la lectura de Die K. F. Gödel Bibliothek, podríamos volver a pensar lo que expresa Ivan Illich al hablar de la simbología del libro en sus albores: que la naturaleza no solo es como un libro, la naturaleza misma es un libro, y el libro hecho por el hombre es su análogo. Leer el libro hecho por el hombre es un acto en el que se ayuda a dar a luz. La lectura —cualquier acto de lectura cifrado por un libro cualquiera en una biblioteca cualquiera—, lejos de ser un acto de abstracción, es un acto de encarnación.
Quizá, como escribió Mallarmé, se trata de dar un sentido más puro a las palabras de la tribu. Y reflexionar sobre la hermenéutica como una transición infinita entre ojos y objetos que produce, también, una infinita lectura.
* Calvino, Italo, “Multiplicidad”, en Seis propuestas para el próximo milenio, Madrid, Siruela, 2014, 160 pp.
Referencias bibliográficas
- Borges, Jorge Luis, Historia de la eternidad, Buenos Aires, Emecé Editores, 1953, 158 pp.
- Calvino, Italo, “Multiplicidad”, en Seis propuestas para el próximo milenio, Madrid, Siruela, 2014, 160 pp.
- Carrión, Ulises, El arte nuevo de hacer libros, Edición de Juan J. Agius, Traducción de Heriberto Yépez, México, Tumbona Ediciones-Conaculta, 2012, 182 pp.
- Chartier, Roger, Cultura escrita, literatura e historia, Conversaciones con Roger Chartier, México, FCE, 1999, Espacios para la lectura, 272 pp.
- Darnton, Robert, Las razones del libro, Traducción de Roger García Lenberg Trama editorial, Madrid, 2010, 208 pp.
- Illich, Iván, En el viñedo del texto, Etología de la lectura: un comentario al “Didascalicón” de Hugo de San Víctor, España, FCE, 2002, 210 pp.
(México, 1973). Editora. Escribe poesía. Es fundadora del Estudio Editorial La Caja de Cerillos.