Desafiar el pasado

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Se lee por todas partes que Pablo Picasso dijo en alguna ocasión: “Los buenos artistas copian; los grandes artistas roban”. Y, la verdad, es muy poco probable que lo hiciera, tomando en cuenta que la frase, con una variante mínima, es de T. S. Eliot, quien, en su ensayo sobre Philip Massinger, anota: “Los poetas inmaduros imitan; los poetas maduros roban”; y dice incluso algo más: “Los malos poetas desfiguran lo que toman, y los buenos poetas lo convierten en algo mejor, o al menos en algo diferente”. De cualquier modo, la falsa atribución es comprensible: Picasso podría perfectamente haber dicho algo así, ya que lo decía casi todo; pero no sólo eso: en él la regla se cumple de maravilla: un pintor de su talla tenía que ser también el más grande de los ladrones. No es de extrañar entonces que la Galería Nacional de Londres le dedique, desde el 25 de febrero y hasta el 7 de junio, una nueva exposición, Picasso: Challenging the Past (Picasso: Desafiando el pasado), en la que se pretende demostrar que todo lo que Picasso robó en su vida, que fue bastante, acabó por convertirse en otra cosa, enteramente suya.1

Lo que llamó más mi atención de esta muestra, sin embargo, no fue tanto que nadie se hubiera ocupado antes de explorar la relación, intensísima, de Picasso con los grandes maestros; en realidad, me detuvo el subtítulo, y me provocó cierta nostalgia: ¿cuándo dejó de ser importante desafiar el pasado? ¿Cuándo, puesto de otro modo, se volvió irrelevante, para la vida del arte, el sentimiento de pertenencia a una tradición (a la cual es entonces posible desafiar)? Los artistas más revolucionarios del siglo XX, con la excepción de Marcel Duchamp, fueron también los que más empeño pusieron en conservar algo esencial del arte que habían heredado, y que les llegaba casi intacto desde el Renacimiento. Y quizá fue precisamente ese sentido histórico el que les permitió radicalizarse (en su acepción más primaria de ir a la raíz). Porque el sentido histórico, como lo veía Eliot, “implica que se percibe el pasado, no sólo como algo pasado sino como presente”.

El escritor y pintor Émile Bernard, por ejemplo, podía celebrar que Cézanne abandonara los efectos superficiales de la luz y la atmósfera que tanto interesaban a los impresionistas y, al mismo tiempo, que hubiera alcanzado las maneras del gran arte, el arte tradicional: “porque él”, escribe Bernard, “respetaba la tradición de los museos”. Así es: el padre del arte moderno, inventor de un espacio pictórico completamente nuevo, era a la vez un notable conservador. Y no sólo él, los más extremistas de todos, los futuristas italianos, declaraban que “un coche de carreras cuyo capó adornan grandes tubos como serpientes de aliento explosivo […] un automóvil rugiente que parece cabalgar sobre metralla es más bello que la Victoria de Samotracia”. Es más bello ¿aun?

No digo que mirar hacia atrás sea mejor que no hacerlo (aunque a veces lo pienso), pero me parece interesante recordar que en otro tiempo se esperaba, e incluso era deseable, que los ancestros, como decía el poeta, “mostraran su inmortalidad con vigor” en las nuevas obras. Existía, pues, una sensación bastante generalizada de comunidad con los muertos que hacía que la posibilidad de encontrárselos a cada paso, incluso en los lugares más insospechados, fuera completamente normal. O así lo revelan estas palabras de Matisse: “Todavía puedo oír al viejo Pisarro exclamar frente a una magnífica naturaleza muerta de Cézanne, que muestra una garrafa de cristal cortado al estilo Napoleón III, en una armonía de azules: ‘¡Es como un Ingres!’ Cuando mi sorpresa pasó, vi, y todavía veo, que tenía toda la razón.” Hay que conocer profundamente a Ingres para descubrirlo en las curvas de una vasija; y desde luego antes hay que ser Cézanne para hacer de una jarra un Ingres. Y ¿qué diría Ingres de todo esto? Seguramente algo así: “Que no vuelva a escuchar más esa absurda máxima: ‘Necesitamos lo nuevo, debemos seguir a nuestro siglo’ […] ¡Patrañas! […] ¿Y si nuestro siglo está equivocado?”

 

 

1. “Se ha dicho”, le gustaba contar a Picasso, “que en mis inicios en París yo solía copiar a Toulouse-Lautrec y a Steinlen. Posiblemente, pero nadie confundió jamás mis telas con las de Toulouse-Lautrec o las de Steinlen”.

 

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(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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