El cambio como destino

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A partir del año 2006 comienza una tendencia persistente en todos los procesos electorales venezolanos: el crecimiento sostenido de votantes a favor de una opción de cambio. Aun perdiendo los comicios, durante todos estos años, la oposición siempre ha ganado más votantes que el oficialismo. Incluso estando vivo Hugo Chávez, la tendencia se mantuvo. Entre 2006 y 2012, la alternativa democrática obtuvo 2.298.838 nuevos votos, casi tres veces más que el gobierno. Durante esos seis años, la ventaja del chavismo descendió más de quince puntos porcentuales. Han sido años de bonanza petrolera, de enorme gasto público, de clientelismo oficial y de un control político cada vez más feroz, de un insólito proceso de propaganda y de desarrollo del culto a la personalidad… y sin embargo, esta dirección se ha mantenido. La tendencia sigue intacta: el domingo 14 de abril, casi un millón de personas dejaron de votar por Nicolás Maduro.

Las encuestas más optimistas anunciaban una derrota con una diferencia mínima de cinco u ocho puntos de ventaja a favor del gobierno. Vistos los resultados, incluso si se aceptara finalmente una victoria oficial, Nicolás Maduro perdió –durante la breve contienda electoral– un promedio de sesenta mil votantes diarios. La costosa campaña necrofílica, que de manera descarada buscaba apelar melodramáticamente a la relación religiosa con Chávez, no fue tan exitosa como pensaban. La identidad pagana del país pudo más que la estrategia que invitaba a pagar la deuda moral que supuestamente se tenía con el “redentor de la patria”, con el “santo de los pobres”. Nadie imaginaba un resultado tan parejo, tan estrecho. El domingo 14 de abril volvió a ser evidente que los dioses de la historia son frágiles.

El chavismo sin Chávez intentó superar su primera prueba siguiendo un manual de mimetismo. El heredero hizo lo imposible por imitar al líder ausente. Se arropó bajo su imagen, ensayó todos sus trucos retóricos, intentó repetir una a una sus recetas. Invocó su condición de hijo legítimo, de sucesor, de amante fiel, de devoto absoluto. Se propuso como un vacío, como una negación personal, como un simple vehículo por donde el mesías podía resucitar. “Nosotros –dijo una vez– para ser nosotros mismos, tenemos que nombrar, vivir y tener a Chávez, cada segundo de la vida que estamos viviendo hoy, mañana y siempre: Chávez, Chávez, Chávez, Chávez…” Buscando acceder a la autoridad carismática, tal y como la concebía Max Weber, Maduro terminó desvaneciéndose, desdibujando –si alguna vez la tuvo– su propia voz.

Chávez poseía un gran talento comunicacional, un sentido envidiable de la empatía, un manejo eléctrico de las masas y una falta absoluta de escrúpulos a la hora de desarrollar un ejercicio de poder personalista. Logró moldear un proyecto narcisista de sociedad. Pero todo lo que con él fluía con sus herederos parece crujir. Siempre falta algo. Intentan sin demasiado tino encontrar la fórmula del hechizo y terminan aferrados a los procedimientos más básicos: la confrontación, la amenaza, la agenda violenta. Diosdado Cabello, otro de los herederos, presidente de la Asamblea Nacional y factor de poder dentro del chavismo, lo ha anunciado ya en dos oportunidades: “Chávez era el muro de contención de nuestras ideas locas”, ha dicho. En plan de franca advertencia. Como si la peor amenaza pudiera llegar ahora que el líder no está: ser ellos mismos.

Es precisamente lo que ha pasado después del domingo. Cuando Henrique Capriles exigió una revisión del cien por ciento de las actas electorales, la reacción del gobierno fue desproporcionada y agresiva. Pretendieron satanizar de manera inmediata la protesta. Denunciaron un golpe de Estado. Acusaron a la oposición de rebelión e insurrección. Señalaron supuestos hechos violentos para probar los también supuestos planes terroristas de la oposición. Reprimieron manifestaciones populares. Desataron una persecución entre los empleados públicos, tratando de ubicar e intimidar a posibles votantes por la oposición. La propia naturaleza del chavismo, que solo sabe manejarse en “contextos de guerra”, quedó al desnudo sin la presencia unificadora y sensiblera del líder. Aparecieron frente al país como la imagen del caos, frente a la serena sensatez de un hombre que solo pedía que se contaran todos los votos.

Contra todos los pronósticos, nuevamente, en muy pocos días, la oposición obtuvo otra victoria política. El Consejo Nacional Electoral, compuesto como todas las instituciones por una abrumadora mayoría oficialista, se vio obligado a acceder a la petición de Capriles. Más allá de los resultados que determine este proceso, ya el país tiene otra configuración. Es evidente que la gente votó por Chávez, aun a pesar de Maduro. Y si este resultado se mantiene, habrá que concluir que el país eligió a alguien que ya no existe. Que los escenarios de poder en Venezuela ya no tienen otro destino que el cambio. ~

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(Caracas, 1960) es narrador, poeta y guionista de televisión. La novela Rating es su libro más reciente (Anagrama, 2011).


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