El paraíso no estaba ahí (ni aquí)

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El
escritor mexicano Jordi Soler ha vuelto a La Portuguesa. Tres años
atrás aparecía
Los
rojos de ultramar

(Alfaguara, 2004), donde relataba la historia de su abuelo Francesc
(Arcadi en la ficción), republicano huido como tantos otros
tras el alzamiento franquista, quien fundaría una colonia
española en la selva de Veracruz.

Soler
nació y creció ahí, niño de la selva,
hablando castellano y catalán, creciendo mexicano pero
extrañando por acto reflejo la patria de su abuelo y su madre,
que no conocería sino hasta mucho después.

Y
es aquí, en la España que su abuelo intentó pero
ya no pudo recuperar, donde ha acometido la empresa de jalonear los
recuerdos, dejarlos correr a sus anchas sobre la pantalla del
ordenador para luego ordenarlos y darles forma. Empresa que inició
con
Los rojos de ultramar
y que ahora completa
La última hora del último
día (RBA
,
2007).

 


Vuelves,
por segunda vez consecutiva, al escenario de su infancia, la colonia
de republicanos españoles en la selva veracruzana La
Portuguesa…

Como
dice el epígrafe de Huidobro: “Yo vuelvo a ti huyendo del
reino incalculable”. La novela anterior, Los
rojos de ultramar
, termina en La Portuguesa, y La
última hora del último día
empieza
ahí. No es una saga ni una continuación, sino
aprovechar el decorado que dejó la novela anterior. Me parece
que hay un paraíso ahí, un paraíso que perdí
y he intentado recuperar en ambas novelas. También está
esta inquietud que siento por la incomprensión entre mexicanos
y españoles, que lleva quinientos años funcionando.
Hace poco leí en una encuesta, creo que en El
País
, con qué país de Latinoamérica
se identifican los españoles, y la mayoría contesta que
Argentina. Me llamó la atención porque España se
hizo imperio, se hizo grande, en México y en el Perú. Y
México es también el país más antiespañol
de Latinoamérica. Esa incomprensión la veo por los dos
lados. Mi madre es española, mi padre es mexicano, yo he
vivido siempre a caballo entre los dos países y he visto muy
de cerca esta incomprensión, incomprensión que no tiene
nada que ver con los empresarios, por ejemplo, que se entienden a las
mil maravillas. En el México salvaje, rural, indígena,
un poco todavía prehispánico, en el que yo nací
y crecí, esa desconexión era todavía mayor, el
contraste era aún más notorio, y recordarlo me sirve
para ensayar un poco sobre esa incomprensión que todavía
existe entre los dos países.

¿Esa
necesidad de recordar, de volver sobre tu peculiar infancia, surge
cuando te encuentras ya en Europa o habías pensado ya antes
escribir al respecto?

Surge
cuando llego a vivir a Irlanda, cuando no vivo en México. Yo
durante mucho tiempo pensé que así eran las infancias
de todos, que todo el mundo tenía bichos y se iniciaba con
vacas en la selva. Luego, conforme vas creciendo te vas dando cuenta
de que no es así, pero sobre todo no me parecía tan
extravagante hasta que empecé a vivir en Europa. Aquí
me di cuenta de que ahí había un gran territorio
literario que explorar. Mis novelas anteriores no tratan para nada
este tema, son todas urbanas. En cuanto tengo cierta perspectiva
sobre mi país, descubro que esa infancia en La Portuguesa es
un gran territorio para narrar.

¿Cómo
ha sido la escritura, cómo ha sido sentarse frente al
ordenador y dejar la memoria volar hasta la selva mexicana?

Es
un proceso que empezó con la novela anterior, abrí el
grifo y empezó a salir una cantidad de historias que no cabían
en Los rojos de ultramar,
porque ahí la historia estaba más encauzada, se ceñía
a la trayectoria de mi abuelo. Cuando acabé ese libro retomé
una novela que había interrumpido para escribir Los
rojos de ultramar
, esa novela que sucede en Dublín
con la que empieza La última
hora del último día
, y que he vuelto a
interrumpir. México me sigue interrumpiendo. Como dice el
narrador, al principio es una selva que irrumpe todo el tiempo en su
vida, en su estudio. Es una historia basada en elementos y personajes
reales, sostenida en situaciones que sí ocurrieron, pero
escrita como una novela. Claro que hay recuerdos y una reflexión
previa antes de lanzarme a escribir, pero una vez estoy sentado
escribiendo ya no existe ninguna diferencia con el resto de mis otras
novelas que son enteramente ficción. A mí también
como lector me importa poco que lo que estoy leyendo haya pasado o
no. No me importa si es una novela basada en hechos reales o se lo ha
inventado todo el escritor. Las novelas deben parecer verdad, no
serlo, tienes que creerlo mientras lo lees, nada más. También
es cierto que la ficción me permite otorgar un orden adecuado
a todo lo que sí sucedió, con un tempo adecuado, una
organización interna, un desenlace… Muchas veces si
contásemos las cosas cómo en realidad sucedieron, nos
resultarían inverosímiles e incomprensibles.

Hay
una idea tanto en este libro como en el anterior, y es que el exilio
nos persigue, deja una marca indeleble, una especie de sino del que
no podemos escapar… Está el personaje de Marianne, que en un
principio parece, al ser la primera hija de la familia nacida en
tierras mexicanas, un triunfo sobre la adversidad, el feliz augurio
de una nueva existencia para toda la familia, pero que luego
enloquece y se convierte en una cruz para todos.

Marianne
es la metáfora terrible del libro. Esta tribu que pretendía
restablecerse en un lugar nuevo y tener una vida normal, no sabe leer
que Marianne es una metáfora de su propia condena. Si lo
hubiéramos visto, habríamos comprendido que la última
hora del último día iba inevitablemente a llegar. Es
muy fácil reconstruir las historias en retrospectiva; yo
mismo, desde esta posición tan cómoda, fui descubriendo
que Marianne era la gran metáfora del fracaso de La
Portuguesa. Y no podía ser de otra forma, el narrador sostiene
todo el tiempo que la guerra perdida es una cosa que arrastras por el
resto de tu vida y suele ir a peor. Estamos acostumbrados a las
historias de los exiliados exitosos en México, pero en
realidad son las menos, la mayoría de las historias son
trágicas, acaban mal, la mayoría acaban alcoholizados
en un cuartucho o teniendo muchísimo menos de lo que tenían
en su país de origen. Así que esta novela es un poco el
rescate del papel de los exiliados de segunda categoría, como
mi abuelo, que eran mucho más.

¿Y
sientes, de alguna manera, esa marca del exilio de tu madre y tu
abuelo?

De
alguna manera sí. Yo me siento aquí mexicano y en
México español. Es una de las cosas que comparto con el
narrador. Este es un condicionante del exiliado, que no es mi caso
porque yo nací y crecí en el mismo país, del que
luego decidí irme. Pero de alguna manera siento que vivo en
Barcelona buscando lo que sentía que me faltaba en México.
Ahora tengo hijos españoles, catalanes, y vivo un poco con
ellos la infancia que quizá yo pude haber tenido y que la
guerra nos escatimó. Hablo en términos literarios,
similares a los del narrador del libro, porque evidentemente esto no
es así, la vida es la que es y no puede ser otra, pero dentro
de mis posibilidades vitales una pudo haber sido ser un niño
nacido en Barcelona. Seguramente, cuando mis hijos crezcan y tengan
edad suficiente me reclamarán el que les haya escatimado una
infancia en la selva, como la que yo tuve. ~

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(Lima, 1981) es editor y periodista.


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