La discusión sobre el espacio público ha tomado, para suerte de todos, especial relevancia en tiempos recientes. En esta serie multimedia, cinco autores en igual número de ciudades escribirán sobre su relación personal con este espacio, entendido como lugares y prácticas cotidianas. Además, han capturado en video lo que les ha llamado la atención, ofreciendo así un breve recorrido visual por esos espacios.
En la cuarta entrega de la serie, Lorena Gómez Mostajo recorre el centro de San Diego, California, y muestra los efectos que la suburbanización de los años 50 tuvo en los centros de ciudades como esta.
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La ciudad sin centro
Me gusta decir que vivo en un suburbio de Tijuana: San Diego. De las cinco ciudades norteamericanas en las que he pasado algún tiempo, quizás esta es la más difícil de habitar. Aunque tiene buena fama entre los turistas, su aspecto esconde una violencia suspendida entre el sol calcinador y el suelo arenoso. Como las nubes, esta violencia condensada crece, y cuando llueve en este desierto, lo hace de muchas formas: a veces es el avión de guerra que destruye cualquier conversación con un lastimoso y sombrío chirrido (un recordatorio de que ese avión ha estado y estará en otras partes del mundo); otras, es el relampagueante reconocimiento de espacios absurdos, como las zonas de entrenamiento militar que prefiguran los barrios de Afganistán e Irak a un lado de la autopista número cinco; y casi siempre, es la callada monotonía de un olvido complaciente.
La ciudad está fragmentada por cañones, pero también por clase y raza. Hay pocos espacios públicos en donde la gente se ve y negocia su presencia física frente a la de los otros. Muy pocos sandiegueños lo saben, pero esta es una de las ciudades estadounidenses que reciben a más refugiados iraquíes; sorprende que su presencia en muchos barrios de San Diego es inexistente. La mayoría de las ciudades de la costa oeste de Estados Unidos no se prestan para este tipo de encuentros o aglomeraciones, no hay un centro que logre anclar las partes. El desarrollo urbano californiano se planeó para el automóvil; caminando no se llega a ningún lado y el transporte público es una pesadilla. De ahí que en general uno viva una especie de ceguera de lo público y lo colectivo. Después de la segunda guerra mundial, la migración a los suburbios cimentó la ruina de los downtowns, el equivalente lejano de los centros latinoamericanos. En el de San Diego, las alturas son para los adinerados, pero las calles son para los desposeídos y mal pagados. Los empleados de gobierno, ejecutivos, banqueros y la élite corporativa son fantasmas que pululan por las avenidas en horarios de oficina. En décadas recientes, sin embargo, los constructores se han ido apropiando del centro para erigir edificios con miles de departamentos para la clase media californiana. Muy cerca de un nuevo edificio se ven al menos unas cuatro tiendas de campaña, hechas con bolsas de basura y sábanas de plástico. Los fines de semana, la parte del downtown que está lejos de la costa es una pieza de concreto que cientos de sombras recorren. Excepto por los partidos de beisbol, algún concierto o los borrachos del distrito histórico de Gaslamp, las noches de sábado o las mañanas de domingo son escalofriantes. Sí, el centro está habitado constantemente, pero por los que han sido invisibilizados. Me parece que el paisaje evoca la ruina del imperio: los edificios de gobierno, con las banderas ondeantes, y los pobres que crean un perímetro que nadie quiere ver.
Hacia el mar, el centro se transforma; hay más gente caminando, pero el escenario se vuelve surreal. Como la atracción principal figura el USS Midway, el portaaviones que sirve de museo de guerra. Cualquier tarde de sábado se pueden ver algunos de los aviones de la Operación Tormenta del Desierto —pagando una costosa entrada—, mientras un hombre sentado en el malecón toca el saxofón para ganarse unos cuantos dólares.
Lorena Gómez Mostajo es editora y fotógrafa.