A finales de mayo abrió, entre halagos unísonos de la comunidad gastronómica mexicana, el Mercado Roma. El proyecto diseñado por el despacho Rojkind arquitectos, intenta convertirse en un referente mexicano de cierto prototipo de mercado gourmet que ya existe desde hace algunos años en ciudades como Nueva York (Chelsea Market), San Francisco (Ferry Building Market), Londres (Borough Market) y en particular Madrid (Mercado San Miguel).
Ubicado en lo que era el bar el Gran León, los comentarios celebratorios sobre este espacio abundan en buena medida sobre lo mismo. Arca-Lab describe el Mercado Roma como “uno de los espacios culinarios más importantes en la ciudad de México hoy en día” y como “parada obligatoria” en la colonia Roma. Por su parte, la revista Chilango apunta que “[Se trata de] una reunión feliz [sic] de proveedores, consumidores, marchantes y cocineros”. Pero más allá de los productos y sabores que se consiguen en este sitio, la mayoría de los textos que han elogiado la inauguración de este espacio en la calle de Querétaro reproducen una afirmación un tanto dudosa: que uno de los principales propósitos del Mercado Roma es la creación de comunidad. En palabras de Ignacio Cadena, encargado del brand marketing del proyecto: “Mercado Roma pretende ser un catalizador y un detonador para la comunidad. El mercado busca integrar esfuerzos locales y lanzarlos desde una plataforma contemporánea enraizada en la tradición cultural y la historia colectiva de una nación.”
La colonia Roma ha sufrido, desde hace una década, los efectos de la elevada demanda de espacios para comercio y vivienda. Los cambios en el uso de suelo y en el perfil económico de los habitantes de esta colonia han transformado su demografía: de ser un barrio que se reponía lentamente de la devastación causada por el terremoto de 1985, hoy es una zona comercial y las edificaciones que se construyen buscan, en su mayoría, ofrecer vivienda residencial para personas de ingresos altos. Esto ha llevado al desplazamiento de antiguos habitantes y comerciantes de la zona; poco a poco las peluquerías de barrio se han convertido en restaurantes gourmets, las tortillerías en bares, y las banquetas se han poblado de valet parkings. En otras palabras, la colonia pasa por un proceso de gentrificación, término que desde ya algunas décadas alude a la transformación de una zona deteriorada, pero con buena ubicación y/o cualidades arquitectónicas atractivas, en una de elevada plusvalía inmobiliaria, esto generalmente a expensas de la composición social y urbana.
La cuadra en donde se ubica el Mercado Roma (Querétaro entre Medellín y Monterrey), ha sido una de las pocas de la colonia exentas de los embates de restauranteros y desarrolladores de lofts. Situado frente a “El son de la loma”, pequeño bastión de inmigrantes cubanos que juegan dominó y beben cervezas en mesas de acero, y a unos pasos de la Unión de TrabajadoresAnarquistas, mejor conocida como “UTA”, sitio que los fines de semana congrega a la fauna de las subculturas del rock (punks, darks, metaleros, etcétera.), el mercado ofrece una experiencia de consumo refinado que desentona con los comercios circundantes. Esto no representaría mayor problema si en la ciudad de México el eclecticismo de barrio estuviera protegido: punks y gourmands podrían compartir la calle y convertir la de Querétaro en una cruza de El Chopo y Masaryk. Sin embargo, ese escenario resulta improbable si consideramos la naturaleza de la especulación inmobiliaria en el DF: en el momento en que la calle de Querétaro se “revitalice” (forma amable de referirse a su gentrificación), los precios de la misma aumentarány las comunidades que ya existen ahí se verán, inevitablemente, amenazadas con el desplazamiento. Es una historia que lleva más de medio siglo sucediendo en las grandes ciudades del mundo: así fue como el barrio Mission de San Francisco dejó de tener mexicanos, el Lower East Side de Nueva York se quedó sin judíos ortodoxos, y el Neukolln berlinés se quedó sin turcos.
En el caso de la ciudad de México, los amenazados no son los inmigrantes, sino los habitantes de clase media y la clase trabajadora que, ante la aparición de proyectos gentrificadores, se ven cultural y económicamente marginados de sus propias colonias. Es ahí donde el argumento de que el Mercado Roma genera comunidad resulta más endeble. Una visita a este (los puestos ofrecen macarrons franceses, ultramarinos, mezcal, tapas españolas, mariscos de Baja California, verduras orgánicas) deja claro que el sitio busca ser punto de encuentro para un segmento de consumidores muy específico (el de los llamados foodies) y no para los colonos de la Roma en general.
Esto no es de sorprenderse: los proyectos gentrificadores rara vez contribuyen a la vinculación vecinal. Por el contrario, en tanto que son manifestaciones inmobiliarias de la desigualdad social, terminan desplazando a una comunidad (o varias) por otra. En el caso de la ciudad de México, estos proyectos se han desprendido de cambios legislativos que benefician principalmente a los especuladores de bienes raíces, y no de procesos democráticos en los que a los vecinos se les permite decidir acerca de lo que ocurrirá en sus colonias (cosa que sería más acorde con la noción de “construcción de comunidad”). Visto así, el Mercado Roma es, a pesar de su cuidadoso diseño y sus mesas comunes, un proyecto que probablemente contribuya en el mediano plazo a reducir la diversidad de comunidades que existen en la Roma, más que a generar una nueva. En ese sentido, su aparición merece una buena dosis de cautela.
Maestra en historiografía e historiadora de la arquitectura.