Hilos manchados de sangre

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Lauro Martines, Sangre de abril. Florencia y la conspiración contra los Médicis, traducción de Ramón García, Turner/Fondo de Cultura Económica, Madrid/México, 2004, 342 pp.

 
     Oímos Florencia, y oímos arte, literatura y Renacimiento, Dante y Botticelli y otros nombres gloriosos, y solemos pasar por alto que en época de Lorenzo el Magnífico la vida de todos los florentinos estaba impregnada por la política. Culto, refinado, brillante y audaz, muy seguro de sí mismo, Lorenzo de Médicis, digno nieto de Cosme, fue respetado y odiado por sus compatriotas. Aspiraba al poder total para él y su familia, a transformar definitivamente la república en una dictadura, y para ello se valió de una complicada trama de intereses y alianzas que, y ésa fue su penitencia, en cualquier momento podían cambiar. Llegó a controlar todos los matrimonios de las familias florentinas importantes (el matrimonio era una continuación de la política, y lo de “familia política” se entiende en este contexto a la perfección), y para mover los hilos se valió de la violencia, el exilio y los impuestos arbitrarios. En medio del conocido florecimiento artístico y cultural, escritores y artistas habían de rebajarse para conseguir la protección de los poderosos, casi sin excepción —porque así lo marcaba la época— hombres orgullosos y crueles. La tortura era común, las ejecuciones se convertían en un espectáculo, los ciudadanos estaban sujetos a préstamos forzosos, y la vestimenta estaba reglamentada. La tesis que defiende Lauro Martines es que la genialidad florentina se extendió también a la política, y en este planteamiento reside la originalidad de este magnífico estudio sobre la conspiración de los Pazzi, el intento de asesinar en 1478 a Lorenzo y Juliano, cabezas visibles de los Médicis. En 1476, una conspiración semejante había terminado con la vida del melómano y tiránico Galeazzo Maria Sforza, duque de Milán, tradicional protector de Florencia (o de sus clases dominantes). Para dar una idea del personaje y de la época, Martines cuenta que, bajo su mandato, un cazador furtivo murió tras ser obligado a tragarse una liebre viva (piel incluida). El cuerpo de uno de los magnicidas fue arrastrado y golpeado, y uno de sus enloquecidos vejadores comió algo de su hígado y corazón. Con humor negro, podríamos decir que este atentado anterior al de los Pazzi le sirve al autor para abrir boca.
     Florencia, a principios del XV, era el principal centro financiero europeo, pero se había quedado demasiado pequeña para dos familias tan ambiciosas como las de los Médicis y los Pazzi. Martines dedica varias páginas a explicar el entramado de sus bancos y empresas, de una complejidad que prefigura la del capitalismo moderno. Los Pazzi se sentían con más derechos que los Médicis (el primer cruzado que escaló las murallas de Jerusalén, en 1088, fue un Pazzi, y con las tres supuestas piedras del Santo Sepulcro que recibió como recompensa se encendía en Florencia el fuego sagrado del Sábado Santo) y, relegados, decidieron pasar a la acción. Para ello, contaron con la ayuda en la sombra de Sixto IV y de Ferrante, rey de Nápoles. Ese día de abril de 1478, en el que Botticelli y Leonardo se hallaban en Florencia (Leonardo dibujaría ahorcado a Bernardo Bandini Baroncelli, y Botticelli pintaría a los principales conspiradores en la fachada de un edificio principal, como parte del castigo), los Pazzi y sus aliados sólo consiguieron asesinar, en la catedral, a Juliano. Lorenzo escapó, un baño de sangre inundó la ciudad (se sucedieron “tantas muertes”, escribiría Maquiavelo, “que las calles se llenaron de restos humanos”), y el linaje de los Pazzi, perseguido con saña, a punto estuvo de ser extinguido y olvidado para siempre. Martines simpatiza más con ellos que con los Médicis —de ahí que el título sea “la conspiración contra los Médicis”, en lugar de “la conspiración de los Pazzi”—, y es fácil que al lector le ocurra otro tanto. En realidad, eran linajes semejantes, con semejantes virtudes y vicios. Lo que ocurre es que los perdedores suelen contar con nuestra piadosa simpatía, qué menos.
     Política, pasiones (bajas) y economía se funden en este fresco que analiza los motivos de la famosa conspiración, sus consecuencias y la vida florentina, muy cercana en muchos aspectos a los entramados mafiosos que el cine ha hecho populares. Sangre de abril, en cuya edición se agradecen el plano de Florencia, las ilustraciones, los árboles genealógicos y el índice onomástico, es uno de esos libros que despiertan en el lector nuevos interrogantes, aplicables a cualquier momento histórico y referidos tanto a la política como a la cultura. Por ejemplo, recorriendo sus páginas me asaltó la duda de si los mecenas favorecieron realmente las artes, como siempre había aceptado hasta ahora, o si excluyeron a los mejores artistas (al menos, a algunos de ellos), al aplicar un criterio no de excelencia, sino de pleitesía, como ocurrió en la política, algo que Martines ilustra con el perfil de Giannozzo Manetti, rico, culto y patriota, por cuyo único pecado, no hincar la rodilla, fue metódicamente esquilmado. Uno piensa que con sus ingredientes —poder, traición, venganza, violencia— se podría escribir una gran novela. Pensando un poco más, uno se da cuenta de que esa novela ya está escrita, se llama, precisamente, Sangre de abril, y es, además, un ejemplo de riguroso estudio histórico. –

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