Hope (fragmentos de un diario americano, 2006)

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Laredo, Tejas, principios de octubre.

De parecer que estamos listos, parecemos, y a fin de empezar la aventura: rodar un largometraje mexicano cuya casi enteridad transcurre en los Estados Unidos de América. Un poco es como si fuéramos un crew vietnamita a las puertas de China, un equipo polaco a punto de ingresar a Rusia, con cámaras.

Somos dieciocho. El director, una actriz y dos actores, un director de fotografía, una script-girl, el director de sonido, una directora de arte, una directora de vestuario, dos directores asistentes, dos productores, el primer asistente de cámara, un key-grip, un gaffer, un loader y el guionista, que soy yo. Somos catorce mexicanos y una argentina, una húngara, un italocolombiano y un español. Un crew. Yo, que siempre he sido solitario, me hallo un poco confuso, aunque también muy entusiasmado. Sé que va a ser difícil, que me va a ser difícil. Espero que vaya a ser un viaje profundo, divertido, nuevo, alerta. Por lo menos, como me dice el director, significa salir todos de nuestras zonas de confort: la cama de uno, el baño de uno, el juguito de naranja, los taquitos, el cine. Hay dos miembros del crew que nunca han salido de México; otros dos más nunca han ido a los Estados Unidos de América. Catorce de nosotros nunca hemos hecho un largometraje. Ninguno hemos cruzado Estados Unidos en coche hasta el Continent’s End del poema, described & decried por Robinson Jeffers. Sabemos que podemos fracasar, que el camino guarda sus peligros y su enseñanza y, como querían los chinos, que el viajero no debe pretender mostrarse demasiado alto.

La película trata de tres mexicanos (dos hombres y una mujer) que están como muertos en México; deciden ir a Real de Catorce; de allí a Nueva York, y, ya allá, cruzar hasta California, hastiados como están de sus vidas en su propio país. Y de lo que les pasa en el camino. –Qué raro que tú, que no sabes manejar, hayas escrito un road movie, me dice un conocido. Es por amistad.

Vamos a recorrer, de acuerdo con el guión, diecinueve estados (y un distrito sin representación): Tejas, Luisiana, Misisipi, Alabama, Tenesí, Virginia, Washington dc, Maryland, Pensilvania, Nueva Jersey, Nueva York, Nueva Jersey y Pensilvania de regreso, Ohio, Indiana, Illinois, Misuri, Kansas, Colorado, Utah, Arizona y California. Vamos en una van dorada, una pick-up con placas de Tejas, que lleva el lowboy donde va amarrado el Mercedes Benz verde, 1975, que es un actor más, un jeep negro que atrás dice “Namasté” y trae placas del Distrito, y un camión rentado en Laredo mismo, donde va el equipo, también rentado.

 

Laredo, Tejas, 11 de octubre.

De día se descubre la vastedad, de noche el vacío.

 

Sabinas, Tejas, 12 de octubre.

Uno escoge; o no. El director sin duda es una especie de mezcla entre Frodo Bolsón, de la Comarca, Aragorn, hijo
de Arathorn en el Norte y Gandalf, llegado a la Tierra Media al mismo tiempo que los reyes de Númenor, que después dijeron Westernesse. Tiene una misión, guarda una misión. Y cada uno de los que vamos con él desempeñamos una función que en cierto sentido nos acerca a tal o cual personaje de El Señor de los Anillos (el libro, no la película); hay uno que es como Samsagaz, otro como Legolas, el elfo, otro como Gimlin hijo de Glóin, el enano, otro como Boromir, orgulloso y pronto a la ofensa. Pero todos, creo, estamos decididos a, sin importar el “rol” que “juegue” (porque qué mal habla uno luego), “que juéguemos”, hacer todo lo posible y dar no sólo nuestro mejor esfuerzo en aras del proyecto, sino ver a qué clase de límite se puede llegar, y cómo.

 

Concan Cave, Tejas, 12 de octubre.

Cuando escribí la secuencia en la cual los tres enamorados van a ver salir las criaturas vespernales pensé en muchas cosas: en el número de los animales (Artibeus brasiliensis, se llama), en cómo se recortarían los miles de quirópteros contra el cielo del atardecer. Es un espectáculo imponente, que incluso registran los satélites; los aviones supersónicos de la base cercana deben evitar cuidadosamente la entrada y la salida de los murciélagos. No pensé en el olor de los animales (de hecho esta cueva fue una de las primeras minas de guano, cuando Tejas aún era mexicano –nuestro Texas–; las tierras de no sé cuál duque inglés dieron, el primer año del uso del fertilizante, doble medida). El hecho es que nomás comenzar a salir los murciélagos, una peste, una verdadera peste, nos envolvió. Y antes todo había olido a pinos y hierbas.

Salen los miles y miles y miles de murciélagos, hacia los campos del valle; los halcones de Robinson Jeffers los esperan planeando en las alturas y de pronto descienden entre la ría de criaturas y atrapan uno y se van.

 

Victoria, Tejas, 13 de octubre.

Toque de queda en un motel junto a la vía del tren; raids policiacos; es el tren que viene de México y, como ha de atenuar su marcha para cruzar el poblado, es un buen lugar para apearse y perderse en la noche de Tejas y, ya, estar del otro lado. Antes, en la tienda pobretona, a buscar cigarros y cervezas: Planning to go out tonight?, una pregunta en un cartel con una patrulla blanca de luces encendidas y un policía anglosajón y uno afroamericano; y la respuesta: So are we.

 

Houston, Tejas, 14 de octubre.

¿Son la fotografía y el cine artes del Enemigo? La pregunta merece plantearse, y muchos pensadores lo han hecho; no es mera retórica, ni tampoco está allí para ser negada, ignorada. Yo creería que no, aunque lo parecen. Es curioso que una de estas artes sea “pura verdad” y el otro “pura mentira”. Lo que es cierto es que la fotografía devoró a la pintura mientras la arrinconaba en las márgenes y el cine sigue deglutiendo al teatro, y ¿qué arte era el fundamento del teatro y de la pintura? La poesía. A la poesía la mataron entre los dos, cómplice y calladamente. Ah, entonces hubo un asesinato…

Hay algo de raro en el cine, creyó el antiguo estudiante de cine James Douglas Morrison, quien dejó en su libro The Lords algunas de las observaciones más pertinentes que haya yo leído acerca del cine; pueden competir con Bresson en concisión.

Y sin embargo…

 

Más allá de Houston, Tejas, 15 de octubre.

Un restaurante mexicano que es además estación de Greyhound (van desde las Carolinas hasta Querétaro) mejora nuestro ánimo muchísimo: hay tacos de carnitas y de suadero, frijoles, chiles rellenos, aguas frescas, licuados, chaparritas (de El Naranjo).

 

Port Arthur, Tejas, 16 de octubre.

Qué descubrir, qué nos regala Dios. Un cielo, unas nubes, un tímido sol entre las rafagueadas de lluvia. Muchísima lluvia. De aquí eran Janis Joplin y los hermanos Winter.

De pronto siento una comezón muy fuerte, que comienza en el cuello y se extiende al pecho, los brazos, los pies; y aunque la directora de arte me da un antihistamínico, luego se me dificulta respirar (¡hay que sacarlo de aquí!), pero lo que más me preocupa es que, en el camino de regreso a la parte habitada de Port Arthur, comienzo a no entender las palabras que me dicen y a no saber quién me las dice. Están preocupados, pero disimulan. Nos alejamos de las refinerías y de los columpios en ese barrio afroamericano plagado de templos de muy distintas denominaciones y letreros que dicen Poisonous Water. Do not drink.

Por la tormenta se pierde el camión. Ninguno de los que van en él, con su salsa “Cholula” y sus pork skins, habla inglés. Gracias a Dios, a pesar de la tormenta (en Houston murieron lamentablemente un anciano, una madre y su hija ese día por la lluvia) llegan, espantados y con alivio también, pero espantados. A partir de ahora alguien que hable inglés deberá ir en cada uno de los coches de la caravana.

Al día siguiente la directora de arte (que estudió medicina en Budapest) me dice tranquilamente que si hubiera yo tenido problemas para respirar, me habría tenido que abrir un agujero en la tráquea, con una tijera.

Yo no estaba allí cuando el cortés agente de Homeland Security fue a preguntarle al crew que qué hacían allí y a decirles que tenían unas pocas horas más para filmar, porque ponían nerviosa a la gente de las refinerías y que él estaba a nuestras órdenes, pero que entendiéramos que era un área estratégica.

 

Cerca de Sulphur, Tejas, yendo a Baton Rouge, Luisiana,

16 de octubre.

En Luisiana no son condados, sino parroquias. Pantanos, increíbles, y donde hay terreno firme, espectaculares que prometen ganancias en los casinos. En Tejas no se puede jugar.

 

Nueva Orleans, Luisiana, 17 de octubre.

Estamos hospedados en el Vieux Carré, en la Rue Dauphine, a dos cuadras de la catedral de San Luis, Rey de Francia, quien, al acercarse con sus tropas a Sidón (año 1253), vio a los cruzados muertos bajo las murallas; y como nadie quisiera arrostrar el entierro de estos cadáveres en descomposición, tomó sobre sí la ingrata tarea, un deber cristiano, después de todo, y con su ejemplo logró que algunos de los pares y de los barones y los padres y los soldados lo secundaran.

Tell people it’s safe now, me dice un chavo afroamericano encantador. Muchísimos mexicanos, plantando palmeras, arreglando los camellones, picando piedra.

Una camiseta: New Orleans. Est. 1718. Re-established 8-29-05. Un libro de imágenes: Katrina. The One We Feared. 08/29/2005.

Cruzar el Misisipi es muy emocionante: hubimos de hacerlo muchas veces, para filmar a los actores en el carro. La repetición. Es algo en lo que pienso. Pero no logro aún descubrir qué. Había tráfico, tráfico de mañana; en las noticias se refería el descubrimiento del cuerpo de un hombre que había saltado de la azotea del hotel Omni la noche anterior. Una historia escalofriante; en los bolsillos del suicida encontraron una nota en la que explicaba que había destazado a su novia y la había cocinado (aunque no comido) y que en la calle Rampart, in their one-bedroom apartment over a French Quarter Voodoo-shop, hallaría la policía los restos de la desdichada mujer, en el horno y el refrigerador. Dos cosas me llamaron mucho la atención: una, que ambos eran sobrevivientes de Katrina, de los que nunca abandonaron la ciudad ni en el peor momento: la otra es que él se suicidó porque no sentía remordimiento alguno al asesinar a su novia, ni al descuartizarla y, por lo tanto, concluyendo que era un monstruo, se quitó la vida.

 

La devastación, Saint Bernard’s Parish,

Nueva Orleans, 18 de octubre.

¿Qué se puede decir de un lugar donde murieron tantas y tantas personas y donde miles y miles perdieron todo lo que tenían: su ropa, sus juguetes, su templo, su máquina para hacer abdominales, su computadora, su recuerdo, su familia? Decir, no se puede decir nada. Se puede llorar, se puede orar, se puede callar. Ya es uno un testigo.

Y las “temibles cámaras de acero” que todo lo registran. Menos a unas voluntarias metodistas que llevaron de comer a todo el crew, lunch-bags, conmoviéndonos hasta las raíces.

 

Cementerio de Metairie, Nueva Orleans,

19 de octubre.

El cementerio limpísimo, cuidado, después de la marea de lodo y trozos y ramas. Se filmó con muchísimo respeto, como es natural. Había una encargada de relaciones y permisos, una mujer muy agradable, con la que desayuné sentado a la vera de una tumba de mármol, mientras iba saliendo el sol, y hablábamos, los muertos lo exigen, de lo divino y de lo humano. Pero lo que más me sorprendió fue la tranquila aquiescencia de la gente de un velorio real frente a nosotros, que éramos, por mucho respeto que tuviéramos, una molestia; y nos trataron increíble, con una cortesía callada, nada hiriente.

Los nombres de este antiguo camposanto: Casteix, Dumas, Roubion, Viavant, Sequin, Livandais, Belou. Otra lápida conmemoraba vida y muerte de la señora Erexine Brumfield Rabelais.

 

Mobile, Alabama, 19 de octubre.

El cansancio. Las millas. Los errores llegando a las ciudades.

 

Birmingham, Alabama, 20 de octubre.

Creo que varios del crew piensan aquello que escribió alguna vez José Fuentes Mares: “… el vaso de agua con hielo es el gran obstáculo para que yo pueda pasar una temporada en los Estados Unidos, país admirable por tantos conceptos, entre otros porque sus urinarios huelen a ice cream soda de vainilla y los ice cream soda de vainilla a urinarios positivamente deliciosos” (Nueva guía de descarriados, 1977).

Y de entre las agudezas mexicanas, Salvador Elizondo, quien describe así su Museo poético, “un instrumento didáctico ad usum barbarii (empleo esta designación en el sentido por el que con ella se define a quienes no son de nuestra lengua)”.

 

Birmingham, Alabama, 21 de octubre.

“Pablito, los hombres no dormimos… los hombres no comemos…”, me dice el primer asistente de cámara.

 

Alrededores de Sycalauga, Alabama,

23 de octubre.

Nunca había yo visto un camino tan bonito en toda mi vida, tal vez con la excepción de ese camino rural morelense que va por Jumiltepec. Y los nombres: Owaesa, Grace, Garland, Letohatchee, Wetumpka, Hanover, Coosa.

 

Nashville, Tenesí, 25 de octubre.

La Biblia de Gedeón, en cada cajón de cada cuarto, aunque el hotel sea indio (Ramada, por ejemplo). Puede uno, sea mítico viajante de comercio, trailero, o miembro de un crew, sin necesidad de llevarla consigo, leer la Escritura, un poco cada noche o cada mañana. Y la profunda sobrenaturalidad del salmista. We spend our years as a tale that is told. El salmo 90 del Salterio. The Bible Belt.

Hungry Mother Park, Virginia, 26 de octubre.

El lugar es, nuevamente, muy hermoso. El Gran Espíritu no quería que llegaran a él. Se llama así por un ataque indio, en el cual una madre y su hijo al huir se perdieron en los bosques rojos y los lagos negros de por aquí; y sólo sobrevivió el niño, cuyas únicas palabras, al encontrarlo famélico otros colonos eran esas: “Madre hambrienta.” Nosotros teníamos que encontrar, mientras el crew seguía filmando en Nashville, un venado muerto, para la siguiente secuencia. Una chava muy agradable nos dijo que tal vez su abuelo tenía uno en el cobertizo. Un guardia forestal nos dijo que habláramos al servicio de las carreteras, pues como es período de celo, hay más venados atropellados en las cunetas, y que tal vez ellos nos podrían ayudar. Pero no había reporte de ninguno. La Film Comission del Estado soberano de Virginia nos dio por fin un tip. Para nuestra suerte, que no la del animal, se había abierto la temporada de caza en Virginia; y, después de muchas averiguaciones, conseguimos el teléfono de Danny, el cazador. Sí, él tenía un venado muerto, acabado de matar, la madrugada anterior. Un venado muerto. Fuimos a verlo fuera de los límites del Hungry Mother Park, nerviosos, como si fuéramos a hacer un shady deal; allí, entre árboles y tennis viejos, llantas, un perro atado, había una de estas construcciones de madera que sirven de refrigeradores. Había sangre en la puerta. Nos previno que la escena era fuerte. Dentro había tres ciervos, dos destazados y una venada, entera. Yo me hice el valiente, pero la verdad es que siempre que veo sangre me tiemblan las piernas. Quedamos en un precio, una hora, un lugar. El crew devoraba ya millas para llegar, y hacer el shot, y seguir. Dice Eisenstein esto que recordé: “El sueño se ha desarrollado para convertirse en una cosa… difícil de manejar.”

 

Blue Ridge Parkway, Virginia, 26 de octubre.

Esta niebla, estos riachuelos que golpean en blanco sobre las piedras negras; a su lado, un arce rojo. Árboles de color borgoña, solferino, magenta. Troncos negros o blancos de agua. Pienso en los espíritus de los guerreros de las Siete Naciones. Pienso en mi madre. En don Salvador, en el padre Miguel. Seguimos subiendo, buscando el paraje donde filmar. Estoy triste. La actriz, que es mi comadre, se da cuenta y sencillamente toca mi brazo con su mano.

La niebla espesísima. Temo que nos desbarranquemos, aunque vamos a menos de cinco millas por hora, pero el productor es un conductor excelente. La carretera es sinuosa y serpentina; de pronto hemos bajado lo suficiente para que la niebla ya se haya levantado. Llovizna. Un chavo, en un lodge; va caminando por Virginia, sin otra compañía que un ejemplar de Moby Dick.

 

Washington, dc, 27 de octubre.

“Yo adoraba América antes de conocerla. Todo me gustaba: las costumbres, las películas, los rascacielos y hasta los uniformes de los policías…” escribió Luis Buñuel. Ésta es la ciudad más bonita de Estados Unidos, tal vez.

 

Washington, dc, 28 de octubre.

En Kramer Books, en el Círculo de Dupont. Hace sol. Veo con deseo los libros del British Film Institute; luego, un libro de Ray Bradbury. Me habría gustado tanto que le hubieran dado el Premio Nobel a Bradbury en lugar de dárselo a Pamuk, que es más joven: todos los Nobel otorgados en Suecia en el 2006 habrían sido para los norteamericanos. Me impresionan mucho. Sus museos. Sus mármoles. Sus letreros. Sus muertos.

Me doy cuenta de que es una película de tesis (Estados Unidos es Roma) como las que tanto aborrecí de adolescente. Pero no, me digo, el guión es el que tiene las tesis. Y el guión no es la película, como me dijo el director. Y el director es un hombre más inteligente que yo.

 

Washington, dc, día de Todos Santos.

La única diferencia que veo entre Roma y los Estados Unidos es que unos destruyeron el templo; los otros quieren reconstruirlo.

 

Camden, Nueva Jersey, día de los Fieles Difuntos.

El actor declama unos difíciles versos sobre la camaradería de “Hojas de hierba” de Walt Whitman (We two boys together clinging, One the other never leaving… power enjoying –elbows stretching –fingers clutching… Cities wrenching, ease scoring, statutes mocking, feebleness chasing. Fullfilling our foray) frente a su tumba, en inglés. Me dicen que el cuidador por poco y saca los huesos del poeta, de pura emoción.

 

Nueva York, 4 de noviembre.

Marvellous boy’, Odysseus says.

You can do what you like with us except make men fight

hungry.

Well… you could do that too, but…’

(La Ilíada, en versión de Christopher Logue).

 

Nueva York, 5 de noviembre.

Y los que llegan a nosotros y los que se van del grupo. Los que llegan deben enfrentarse al hecho de que son recién venidos. Y eso es duro. Creería que los grupos forjan armaduras de recuerdos comunes y las usan, y sólo mediante el compartir los momentos que crean la memoria, y sufrirlos, accede uno, aunque no siempre, al rango de titular. El “nuevo” debe enfrentar problemas de toda índole y además hacer bien su trabajo.

 

Nueva York, 6 de noviembre.

Un crew es como un pelotón en tierras ajenas, como un barco en el ajeno mar. Todo el que te ayuda se convierte en tu amigo y en tu aliado; todo el que no te ayuda, o te interrumpe, o molesta, es un enemigo jurado de la consecución de las cosas que hay que mantener con vida como crew: el sentido de la película, su realización, las pequeñas miserias y glorias de los días ya vividos, y el ánimo y el esfuerzo que representarán los días que aún faltan para finalizar la película; el sacrificio, la tolerancia, el estado de alerta.

 

Nueva York, 7 de noviembre.

Algo que me llamó poderosamente la atención: los jóvenes exilados mexicanos, gente de muchísimo talento, decididos a todo. Y los mixtecos que en sus bicicletas suben por las avenidas, ya tarde por la noche.

 

Nueva York, 8 de noviembre.

En una servilleta en un bar en el Lower East Side: “El glamour del cine no es nada. Esperar, estarse, estarse callado, después hablar alto, y cargar la carga. Buscar una silla o un banquito o un escalón o de perdida la caja negra de cantos de plata de los magazines. Esperar. ‘Buscar donde sentarse –nos dijo un día famosamente Alain Robbe-Grillet– es el hecho más importante de hacer una película.’ El cine presta poder a cosas sin poder; embellece cosas que no son bellas, entristece otras que no son tristes. Pero es conmovedor.”

Todo medio indie y medio ravero, pero diluido. Something wicked this way comes.

Nueva Orleans y Nueva York han sido las únicas ciudades en las que ha habido pleitos, o casi pleitos, de alguien del crew, en las calles, con homeless, con turistas borrachos, con gente ociosa.

 

Nueva York, 9 de noviembre.

Ciudad confusa y ordenada, llena, irritada, desplegada, hambrienta, ahíta, desesperada, esperanzada, molesta, ruidosa, obligada, rica, desperdiciada, indolente, pobre, miserable, mísera, elegante: cine, descampado, refugio, muerte, placer, diván, tea-room, sentido, sinsentido, “mariposa equivocada”, grosería, hielo, ternura, todo al tiempo, todo como en un intrincado laboratorio más que en un enclave humano. Es un sótano pestilente y peligroso y un pent-house de palmeras iluminadas.

Don Orlando y don Andrés: cubanos, cuidadores del lote de coches de un extremo de la isla, junto a un hospital cuyos pisos superiores funcionan como penitenciaría: don Orlando es altísimo y serio; don Andrés es una gente menuda, como en El tambor de hojalata, lleno de humor y de chispa: me contó de una nevada que lo sepultó en la calle, riéndose a grandes carcajadas.

 

Cambridge, Ohio, 10 de noviembre.

Un trayecto larguísimo, agotador. Pero también el alivio de estar de nuevo on the road. Mapas, gasolineras, redbulls, ípodos. A las once y media de la noche estoy tan exhausto que veo nebulosas visiones de cansancio; y aún nos falta pasar Pittsburgh y su estadio de los Tres Ríos.

El crew: ¿un pelotón?, ¿un barco?, ¿una compañía? No, un equipo de futbol americano, juego que se juega en cada estación donde paramos, en lo que se ponen o se quitan los straps, se baja o se sube el coche, en lo que se fija la cámara, se pone el maquillaje, se traen los centurys o las bolsas de arena, o la pizarra de sol, en lo que se decide, se aguarda, se prueba.

 

Camino de Indianápolis, 10 de noviembre.

En las Crónicas marcianas es particularmente notable el pasaje que se narra cuando las legiones y los colonos empiezan a ponerle nombres al melancólico paisaje de Marte. Es como aquí: todo era indio. Toledo. Machineburg. Resaca.

Leyendo un curso de literatura norteamericana, muy interesante (Henry A. Beers, Initial Studies in American Letters, Chautauquia Course 1891-1892) doy con este pasaje: Ohio had been admitted as a State in 1802… Between 1810 and 1840 the center of population in the United States had moved from the Potomac to the neighborhood of Clarcksburg in West Virginia, and the population itself had increased from seven to seventeen million… In 1827, the Indian tribes, numbering now about one hundred and thirty thousand souls, were moved across the Mississippi.

La profecía Delaware. La profecía algonquina. Black Elk.

 

Indianápolis, Indiana, 11 de noviembre.

Naturalmente hay disensiones. Hay incluso, nebulosamente, un grupo de inconformes, que pueden o no convertirse en un partido.

Parecería que todo dependiera del director, pero existe también lo que hemos de llamar la naturaleza del proyecto. Y el azar, la oportunidad, las equivocaciones, los errores. Barcos, quejidos, chirridos, látigos. Equipos. Estrellas. El personalismo. El espíritu de gremio y el espíritu de sacrificio.

Por otro lado la ciudad, grande, bonita; hay una especie de Ángel de la Independencia en medio, y se puede caminar el centro muy bien; tiene también un templo o lodge masónico de rito escocés inmenso. No tan grande como una catedral, pero grande, sin duda, más que el de Nashville, allá en el estado voluntario.

 

En Illinois, 11 de noviembre.

Siempre pensando en los indios. Releo un libro que había leído cuando estudiaba en el Recinto, The Ghost-Dance Religion and the Sioux Outbreak of 1890 de James Mooney, un libro publicado en 1896, cargado con la tristeza de los hombres mortales por el recuerdo de una Arcadia o un Anáhuac paradisíacos, colmado con las terribles palabras de los profetas de las naciones indias y con los hechos tremendos que los colonos, el ejército y el gobierno les inflingieron.

 

San Luis, Misuri, 11 de noviembre.

Es Día del Veterano, fiesta que fuera solemnísima en Roma.
Hay un desfile en toda ciudad, y todo pueblo, aunque nomás desfilen dos. Todo está cerrado. Camino por St. Louis. La filatelia en la que compro algunas piezas ha de estar también cerrada. Hace frío. Encuentro un lugar para comer, el único abierto, pena me ha de dar, un Hooters, que es como una chelería soft-porn. Pido una Corona y una torta cubana. Al rato, terminado el desfile, se estacionan fuera las reliquias de la Segunda Guerra Mundial, con las que cruzaron Europa y vencieron a los nazis: un jeep, un tanque, dos camiones, un vehículo anfibio; y bajan tropa y oficiales, disfrazados de entonces, a beberse unas cervezas y comer nachos. No sé si son voluntarios o soldados reales, o una mezcla, pero entran unos treinta o cuarenta, incluido un almirante, y entran con sus armas (me imagino que descargadas) y sus cascos. Hay un cuate idéntico a Brad Pitt, civil y joven, que mira con velada envidia a los uniformados. Su novia, nerviosa. El lugar se pone interesante.

Pasa media hora y pasa por la calle una boda, de muy muy jóvenes, camino del Capitolio estatal a tomarse fotografías; el novio pide permiso al capitán para que la novia y sus damas de honor se trepen al jeep militar, para tomarles fotos; y dicho y hecho: la desposada y sus amigas se suben; y posan con la ametralladora, mientras los soldados, los pocos peatones, el best man, toman fotos.

Saliendo de San Luis, otros nombres de Misuri: Mexico, Sedalia, Houstonia, Napoleon, Great Lake of the Cherokees, Fort Osage.

 

Kansas City, 12 de noviembre.

Qué rara ciudad es Kansas, de verdad. No lo digo sino porque es rara. Verdaderamente no tiene centro, sino el tren, y cada colina es un centro en sí mismo; hay grandísimas excavaciones, para un estadio nuevo y más edificios. La piedra es bellísima y me recuerda un poco, aunque parece más porosa, a la de las cercanías de Oxford. Hay un pueblo español de los años veinte, el primer mall abierto en los Estados Unidos, y primer mall de tema.

Filmamos en el Liberty Memorial, un inmenso falo, con un hall dedicado a los héroes y dos torres que contienen banderas propias y banderas capturadas. Una flama eterna, me imagino, y veteranos de guardia, y pantallas donde aparecen fotografías de los caídos, y placas de mármol. Oh you know, me dice un tocayo mío, condecorado, que hace guardia: It all started with an idea.

Camino de vuelta al estacionamiento que es nuestra “base”; yendo oigo a un homeless blanco que me sigue discurrir acerca de lo dura y triste que es la vida.

Recuerdo a un policía aquí: alguien lo había llamado (tal vez los abogados cruzando la carretera) porque llevábamos ya varias horas en ese estacionamiento vacío. What are you people doing here?, preguntó con el gesto clásico de quitarse los lentes obscuros y dorados. We are making a film, officer, le dijimos. Nos miró y luego dijo: Ok, that’s none of my business. Esa escueta claridad. Duda un momento cuando ya va a la patrulla. Voltea y dice. –What’s the name of the movie? –It’s called “Hope”. La palabra vuelve a ejercer su efecto; el policía sonríe, y cuando, una hora más tarde, a ver qué seguíamos haciendo, llegaron el dueño del predio y su sobrino, en un coche rojo y malencarado, el título de nuevo cambió la situación. Venían de negro, y el sobrino me sacaba una cabeza. Venían muy enojados. Pero esta cosa gringa: siempre preguntan, luego obran en consecuencia (y te pueden dar un balazo o poner una venda). Pero siempre preguntan. Y el sobrino, un verdadero refrigerador, se calmó casi enseguida al oír el nombre de la película, y saber que no estábamos filmando su propiedad, sino tan sólo la estábamos usando como campamento, y que, además, ya nos íbamos a ir pronto. Y se despidieron ya en otro tono. Hacía sol, un sol de noviembre.

Cazadores en la carretera: pick-ups que nos rebasan: en la tina, ciervos muertos. Y los lazos to support our troops.

 

Topeka, Kansas, 13 de noviembre.

Yo pensaba que los hermanos Coen eran exagerados y que su afán irónico rozaba demasiado la caricatura: acabo de salir, después de cenar, del Denny’s de Topeka (se puede fumar adentro), y pienso ahora que los Cohen son como Zola o, más aún, como Pérez Galdós: de un realismo absoluto, a ratos insufrible, pero que muestra en cada una de sus facetas la viva aprehensión de eso que ocurre y que, sin más, es nuestra no siempre nítida realidad: chocante tal vez, bizarre, pero aún así parte, componente, something to reckon.

 

Caminos de Kansas, 14 de noviembre.

Smile! Your mom chose life (un cartel cerca de Radium, Ka.).

 

Big Bend, Kansas, 15 de noviembre.

La extensión de tierra: el viento, o así siento, aún llora por los indios y los bisontes. Los trenes callan su lamento. Junto a las vías, clavos y otras maravillas oxidadas.

 

Denver, Colorado, 16 de noviembre.

A rough smack of resin was in the air, and a crystal mountain purity, escribe Robert Louis Stevenson en The Silverado Squatters (que en buen castellano sería “Los paracaidistas de Silverado”). Denver es la ciudad más bonita que he conocido en mi vida y, después de la larga planicie, doy la bienvenida a las montañas. Una expedición hispanomexicana, que se adentró en el “gran océano de hierba” de entonces, respiró de alivio cuando, después de días sin cuento, encontraron rocas y cañadas y montes.

De toda la compañía, sólo tres, y no todo el tiempo, han rehusado a disfrutar del viaje. Alguno los llamaría patriotas, tal vez. Yo los veo cerrados y veo cómo, a medida que pasa el día, se cierran más sobre sí mismos, para no ver la cortesía, ni atender la atención, ni dejarse enamorar por el deslumbrante paisaje. De veras que no creo que sean ya tiempos de Alamán, ni de Zavala, ni de Bustamante: necesitamos puentes, palabras, entendimiento. Por ejemplo, es hermoso ver crecer, durante el viaje, a los más jóvenes, y los más humildes.

 

Vail, Colorado, 18 de noviembre.

Antes de Vail, otro lugar: No Name, Colorado. Toda mi infancia soñé venir, pero no éramos tan pudientes, ni tan deportistas para este paraíso del esquí. Pero no soy el más asombrado, ni el más contento. El key grip jamás había visto nieve en su vida. La expresión de sus ojos, dijo luego el director, valió todo el viaje.

 

Moab, Utah, 19 de noviembre.

Los ríos Verde y Colorado. Los cañones y desfiladeros. Los pinos retorcidos por el viento, huellas de pumas y venados y conejos. Águilas y lagartos. El paisaje es de una belleza que da serenidad, que presta salud, que hace ver las cosas de manera distinta.

 

Mexican Hat, Arizona, 21 de noviembre.

“Pablito, el que se ríe se lleva. Y el que se lleva se aguanta. Y el que se aguanta, se chinga.”

Acerca del albur. Ahora tengo “una mente más cochambrosa” que la de la Celestina. Octavio Paz, al hablar de La picardía mexicana de Armando Jiménez, dice que es “una colección de las fantasías y delirios verbales de los mexicanos, un florilegio de sus picardías imaginarias”; allí iba uno. Una vez, en un viaje también muy difícil, de backpackero en China, hace doce años, habíamos encontrado mi amigo y yo que había días en que, sólo encerrándonos en el lenguaje más abstruso de los barrios de la ciudad de México, podíamos sobrevivir en medio del Imperio de En Medio, como si fuera necesario oponer un delirio verbal, que bien dijo Paz, al delirio de una civilización vasta e incomprensible. No otra cosa harían los hobbits, perdón por decirlo: no necesariamente caer en la grosería, pero sí en cierta simpleza, mezcla de añoranzas y de acuerdos, y de bromas insignificantes, pero comunes.

 

Kayenta, Nación Navajo, Arizona,

22 de noviembre.

Lo pobres que son los navajo. Es impresionante. El museo del “Navajo Code Talk” está en un Burger King. Dentro. Una vitrinita.

Necesitamos filmar un velorio. Por estar en la Nación Navajo pensamos que los usos y costumbres (y las supersticiones y los gustos) de la gente allá no nos permitirían hacerlo, más que en condiciones muy difíciles. Y es verdad: la mayoría se niega, cortésmente. Pero de pronto la productora conoce en un restaurancito a una chava que atiende y que nos dice que sí, que no hay problema, y allá vamos, con dos actores más, llegados por la noche, por el monte, hasta una casa, donde nos esperan señoras vestidas de pants y niños y un hombre, y nos dejan hacer y deshacer como queramos, mientras ellas se ríen de nosotros y de nuestros apuros. Compartimos papitas y refrescos.

En la novela Los perros de Cook Inlet de Alberto López Fernández, una novela que a mí me gusta mucho, novela sobre la búsqueda del sueño americano en Alaska, aparece, en la oficina de un capataz blackfeet o shoshone, no recuerdo, este letrero: There is only one Chief: all the Rest are Indians.

El padre Jerome, en la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe. El Cristo es navajo. Hay una fuentecita: el padre la prende, y prende las luces, y nos hace sentir en casa. La Última Cena es navajo también, en una casa de adobe, y Cristo como “The Medicine Man”. Le pedimos una bendición y nos la da. Él nos pide que firmemos el libro de visitas de su parroquia. Luego nos dice que tengamos cuidado con los coyotes en la carretera, porque pasan muy rápido, al atardecer, ya anocheciendo, y causan muchos accidentes.

 

Thanksgiving.

La mejor fiesta norteamericana. Y en este motel en medio de una de las dos reservaciones que ostentan el título de “nación”, el director, luego de cenar el pavo y la salsa de arándanos y el pie de nueces y el pie de calabaza (no hay alcohol, está prohibido aquí en la Nación Navajo), el director nos da a cada uno las gracias, en voz alta, colmándonos de epítetos y virtudes; todavía nos falta, pero como habría dicho Samsagaz: “Por lo menos ya estamos viendo hacia casa.”

 

Fénix, Arizona, 24 de noviembre.

Hay dos escuelas, dos formas en las cuales los directores ven a sus actores: la de Bresson y Mamet, en la cual un actor sólo tiene que hacer lo que se le dice, y luego la otra, como de “la nave va” o del Terence Malick de Badlands (pero quién no consentiría a Sissy Spacek, o en su caso, al joven Martin Sheen). La preocupación del director de Hope: que todos, aunque exhaustos, regresemos con bien a nuestras casas, sin que nos falte una uña, un cabello.

La Tricolor. 1035 de fm en Fénix, Arizona. Más delirios verbales mexicanos.

 

Yuma, Arizona, 26 de noviembre.

Mis hermanos, they cross themselves to cross the desert.

 

Imperial Dunes, California, 29 de noviembre.

Inmensas dunas movientes, y, en ellas, una visión como de Mad Max, aunque en buena onda y sin armas: motocicletas de muchas formas, buggies y otros que no sé como se llaman, puntiagudos, como dragsters, todos con altos banderines de vivos colores plásticos para evitar chocar, pues las nubes de arena de los tantos otros vehículos impiden ver de frente. Era un cliché. El hormiguero. Pero no dejaba de ser extrañamente emocionante.

¿Cuántas banderas ondearán en los Estados Unidos de América?

 

San Diego, California, fines de noviembre.

Me duelen terriblemente los oídos y el pulmón izquierdo y una muela que traigo rota. Los últimos días he bebido de más. Pero, aquí, en Chulavista, estoy feliz. Casi tanto como en Yuma.

 

Tijuana, Baja California Norte, fines de noviembre.

Es un infierno; y no creo que la “t” de taco la haya puesto Tijuana. “¡Qué onda güero… Güero, qué onda!” Beck (Güero) capta el relajo a medias simpático y a medias siniestro del border. “Ya ves como eres…”; “Yeah, bro”. “¿Porqué te tatuatis? Pus nomás… ¿porqué te rayatis? Pus nomás… ¡Ya te desgraciatis, you stupid fat ass!” Don Cheto, y su canción del “Tatuado”.

 

Bahía de la Soledad, Baja California Norte, un día antes del 1º de diciembre.

La belleza frágil de México. Una poza de medusas y anémonas, en un castillo de piedra en el borde de las olas, en La Soledad. No hay un graffiti, ni basura, más que un envase de plástico, que retiramos. Pero sabe uno que está así, prístino, porque está retirado, y nadie viene.

Último día de viaje; acaba la secuencia de la playa. Es el último rollo que se va a filmar hasta la ciudad de México, donde faltan escenas; el primer asistente de cámara, el decano del crew, pone la cámara sobre una piedra en el acantilado, apuntando al mar y filma en silencio, la puesta de sol.

Me siento más fuerte; ojalá no degenere en pura prepotencia: más tolerante; ojalá no sea simplemente frívolo cinismo. Pero siento que aprendí a hacer amigos de nuevo, que logré vencer algunos miedos, que sé por fin la diferencia entre un grip y un gaffer; que de alguna manera, como creen todos los viajeros, regreso mejor; y, como consideran casi to-
dos los viajeros, regreso a un lugar donde nada ha cambiado, y donde a nadie le interesa qué hizo uno mientras estuvo fuera. Mientras que uno es ya otro.

 

Centro histórico, ciudad de México, 17 de diciembre.

Lo logramos, me dice, guapa, llena de felicidad, la productora. Estamos en la fiesta del término. Hay luces, tragos, un dj, meseros de desgastados chalecos rojos e impecable cortesía, amigos. Cosa curiosa, ando más bien callado. Doy gracias por la oportunidad que he tenido, y gracias a todos los santos del cielo que todos estamos de regreso con bien. Habrá tal vez otros viajes, otras películas. Quién lo sabe, sino Dios.

Pienso en lo que nos dijo Nunca: Hacer cine es un privilegio. Y lo que me dijo el director: En México el cine se hace de rodillas. Porque es un milagro. ~

 

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(México, 1965) es editor, escritor y guionista de cine. Entre sus libros recientes se encuentran La soldadesca ebria del emperador (Jus, 2010) y El reloj de Moctezuma (Aldus, 2010).


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