James Salter, en escorzo

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Hay cosas que parecen insignificantes en su momento y que luego resultan serlo. Hay otras cosas que son como una pistola en una mesilla de noche, no sólo serias sino inesperadamente fatales. En la vida uno se encuentra con ambos tipos de cosas; distinguirlas al principio no es fácil pero, con el tiempo, uno acaba aprendiendo. Esto podría estar pensando el joven cuya figura se recorta en la bahía de Manila un día de 1946. La capital filipina está arrasada, en ruinas, y en la superficie de las aguas del puerto, del color de la herrumbre, flotan aún mástiles y chimeneas de barcos hundidos. La desolación impone su vacío. Este joven pensativo se llama James Salter, tiene 21 años y es oficial de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Todavía no sabe que algún día habrá de convertirse en escritor, pero lo intuye. Antes, sin embargo, habrá pasado por rutinas irrelevantes, misiones especiales y situaciones comprometidas. Habrá reído con sus amigos de escuadrón y llorado con ellos por el compañero desparecido. Se habrá emborrachado y sentido el zarpazo del miedo durante un vuelo nocturno en el norte de África. Habrá participado en la guerra de Corea. Allí conocerá la estimulación y el entumecimiento del combate; la soledad del piloto en la carlinga y el rostro insensible de la muerte. También el tedio y el horror. Luego, terminada la guerra, tendrá más destinos: Hawai, Alemania, Nueva Jersey; y un buen día de 1957 pedirá la baja y pasará a la vida civil en un giro incierto.
     En su fascinante libro de memorias Burning the Days (1997), Salter cuenta que, en cierta ocasión, durante una cena, una mujer le preguntó qué demonios había encontrado en la vida militar. No supo responderle; fue incapaz de sintetizar en unas pocas palabras todo lo que había visto y vivido en sus años de uniforme: el aprendizaje y la disciplina de West Point; los destinos lejanos de Oriente; la sacudida eléctrica al divisar en el aire un reactor mig-15; el idealismo; la camaradería; los grandes días de la juventud en que se negocian los sueños.
     Para entonces, sin embargo, el aguijón de la escritura ya había hecho su efecto. Un año antes de su retiro Salter había publicado su primera novela, The Hunters, en la que recrea experiencias de su vida militar. De la novela —publicada en España con el título de Pilotos de caza (El Aleph, 2003)— se hizo en 1958 una versión cinematográfica un tanto convencional pero no desdeñable, dirigida por Dick Powell e interpretada por Robert Mitchum y May Britt, que en España se tituló Entre dos pasiones. Curiosamente ni de la novela ni de la película habla Salter en su libro de memorias. De lo que sí nos habla es del ambiente del París de los años sesenta, donde vivió varios años antes de regresar definitivamente a su país; del círculo de expatriados americanos que allí tuvo ocasión de frecuentar —James Jones, William Styron, James Baldwin…— y de su afición al cine, que le llevó a escribir diversos guiones y a dirigir en 1969 una película, Three, basada en un relato de su mentor y amigo Irwin Shaw. La película, con Charlotte Rampling de principal protagonista, no pasó desapercibida en Cannes y obtuvo críticas halagüeñas en su estreno, pero no funcionó en taquilla.
     No todos los escritores pueden presumir de una vida llena de acción y emociones fuertes; pero pocos habrían sido capaces de sacar provecho de ella como lo ha sabido hacer James Salter, sin jactancia y con pasmosa eficacia. Novelas como Juego y distracción o Años luz y libros de relatos como Anochecer se nutren de jirones de recuerdos y se hallan poblados de personajes apenas entrevistos y con más zonas de sombra que destellos; tal vez porque, como dice el propio Salter, escribir de alguien con detalle es destruirlo, agotarlo.
     James Salter ha sido calificado por algunos críticos de “escritor de escritores”, dudosa categoría que suele utilizarse para distinguir a aquellos autores por lo general poco conocidos del público y de escasas ventas, pero de gran prestigio entre sus colegas. No es de extrañar que quienes más elogios vierten hacia esta clase de escritores sean autores que gozan de asentada fama, sustanciosos ingresos y —nadie es perfecto— parco reconocimiento crítico. En el fondo, sin embargo, pocos de ellos intercambiarían sus respectivos estatus. Y hacen bien, porque cada escritor es como es y escribe lo que escribe, y cuando quiere aparentar lo que no es, o lo que no sabe, acaba en la mayoría de los casos en rotundo fracaso. A pesar de todo, la literatura necesita de ambas clases de cultivadores, porque la república de las letras es suficientemente amplia y acogedora como para que quepan en ella todos los tipos de escritura. No creo, sin embargo, que Salter deba de ser considerado un escritor de escritores. Cierto que su magistral prosa, nítida y certera como un escalpelo, es un ejemplo a tener en cuenta; aunque, como toda prosa con una personalidad muy definida, no admite imitaciones. En cualquier caso, su peculiar narrativa es lo bastante sugerente como para que pueda llegar y satisfacer a un gran público; o al menos esto sería lo deseable. ~

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