La asesina de Alexandros Papadiamantis

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Gozó del aprecio de Constantino Cavafis, Odysseas Elytis y Giorgos Seferis y se constituyó en un referente inexcusable de la literatura griega moderna y contemporánea (“El mayor prosista de la Grecia moderna”, Kundera dixit), pero la obra de Alexandros Papadiamantis (1851-1911) también despertó pasiones encontradas entre sus contemporáneos. Según el crítico Francesc Passani, quizás porque el narrador se expresaba en kazarévusa o griego culto, una especie de lengua puente entre el griego clásico y el griego popular que ganaba terreno literario al compás de las corrientes románticas decimonónicas y la euforia de la independencia. Quizás porque los iniciales registros realistas de La asesina, publicada por entregas y considerada su obra magna, cedieron a una narrativa austera, minimalista y de gran fuerza dramática que no se correspondía con las expectativas.

Alexandros Papadiamantis nació en la isla de Skiathos y creció y fue educado en el seno de una familia de honda espiritualidad cristiana ortodoxa que había dado monjes y abades en abundancia. Por razones económicas, abandonó la escuela a los once años y en su juventud se matriculó en la facultad de filosofía de la Universidad de Atenas, donde solo estudió durante un par de años. Nunca se casó y tuvo que mantener a sus hermanas solteras. Para el monje ortodoxo Moses el Athonita, que ha abundado en la dimensión religiosa de la obra, Alexandros Papadiamantis fue “unteólogo”, no porque obtuviera ningún título, sino porque rezaba de corazón, según los preceptos de Neilos el Asceta; un hombre de fe que vivió una auténtica vida cristiana, amigo y asistente de Dios; una persona que observaba los mandamientos y conocía el poder de curación de la Iglesia a través del arrepentimiento sincero y la confesión.

Sorprende que la obra de Papadiamantis esté llena de pecadores, ladrones, usureros, glotones, borrachos, envidiosos y sacrílegos, de hipócritas, suicidas y asesinos, y sorprende más que el autor sea capaz de ponerse en la piel de esos antihéroes sin justificar sus actos, pero sin juzgarlos ni destilar moralina sobre ellos, por más que los conduzca a todos al arrepentimiento. Aunque no siempre.

La protagonista de La asesina es Frangoyanú, una vieja de casi sesenta años, “una mujer bien hecha, de rasgos hombrunos, de energía masculina y con un asomo de bigote sobre los labios”. Un personaje que recuerda en mucho a las mujerucas encorvadas, vestidas de negro y con pañuelo atado a la cabeza –sabias o alcahuetas, según la perspectiva– que habitaban pueblos y aldeas del Mediterráneo setenta u ochenta años atrás; el lector de cierta edad no podrá evitar esta imagen. Al haber ejercido de comadrona y curandera, la anciana sabe lo que vale la vida de una niña: “Hasta las niñas de buena familia (tan raras entre su sexo) mueren más que las incontables hembras de la pobreza. ¡Las niñas de esa clase son las únicas que tienen siete vidas! Parece que se multiplican a propósito, para castigar a sus padres, desde este mundo ya.”

La novela empieza con una Frangoyanú que ha pasado la noche en vela, cuidando de su nieta de quince días enferma de tos ferina. Un inicio evocador y convencionalmente realista que sitúa al lector en el ambiente de pobreza y miseria que ha rodeado a la protagonista. Sus padres la habían casado con Yanis Frangos y había ido a vivir con su cuñada viuda hasta que construyó casa propia, con dinero robado al padre. Frangoyanú no ha hecho otra cosa que servir a los demás: a sus padres, a su marido, a sus siete hijos y, ahora, a sus nietos. El mayor de los hijos varones, que son los únicos que cuentan, emigró a América y hace tiempo que no sabe de él. Otro varón, Mitros, llamado el Moro, se convirtió en fugitivo de la ley por haber acuchillado a su propia hermana, antes de cometer asesinato y ser encarcelado, a pesar de que Frangoyanú movió cielo y tierra para rescatarlo de los brazos de la justicia. A la nietecilla recién nacida la llaman Jadula, como a ella, y no merece más bendición que la corriente para todas las niñas, “¡Que no se salven, que no crezcan más!” La pequeña Jadula muere a manos de la abuela, pero nadie, ni la madre, se atreverá a decir nada.

Frangoyanú empieza a ir a la iglesia con frecuencia y hasta piensa en confesarse, pero nunca encuentra el momento. ¿Arrepentida? La vida sigue. La vieja va a casa de su vecino Yanis en busca de hierbas y encuentra a la mujer enferma: “¡Qué servicio puede ofrecerle alguien a la pobreza! La mayor bondad que tendría una es darle la hierba de la esterilidad. (Perdóname, Dios mío.) ¡O al menos la hierba de los niños! Porque nada más que pare niñas, la pobre…” La lógica delirante de la protagonista es implacable y por ello no puede más que empujar a las hijas de los vecinos al pozo.

Y así sigue, de infanticidio en infanticidio, hasta que se levantan las sospechas de la justicia, que toma medidas. Frangoyanú intenta esconderse en las montañas, en casa de una prima o en la de unos pastores. Mucha gente le debe favores a la vieja comadrona, que ha administrado hierbas medicinales, ha procurado salud en su entorno y ha practicado abortos de embarazos no deseados. Es tal su estado de enajenación que llega a pensar que Dios colma sus deseos: “En aquellos momentos, Frangoyanú había olvidado su idea inicial, a saber, que Dios había querido escuchar su deseo y ahogar a la niña. Después le volvió ese pensamiento, e involuntariamente rió con risa amarga.” Los vecinos la encubren, la advierten de la presencia de los guardias, la protegen. Parece arrepentirse: “Dentro de ella, se siente desfallecida y quiere ir al asciterio a confesarse, pero llegan los guardias y huye hacia el agua.”

El final es previsible.

A pesar de las dos ediciones en catalán de la novela, el narrador Alexandros Papadiamantis era prácticamente un desconocido en el ámbito literario hispánico. Se agradece que, de la mano de Periférica, Laura Salas nos haya acercado la gran novela del clásico griego. ~

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(Barcelona, 1969) es escritora. En 2011 publicó Enterrado mi corazón (Betania).


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