Cuando el viejo actor Alonso Quijano, después de haber actuado los más heroicos y nobles papeles del repertorio caballeresco, se retiró a su aldea para vivir en el ocio y la remembranza sus últimos años, un tal Sancho Panza que, aburrido de las zafias labores de la tierra, soñaba ser cómico y tener una compañía teatral, lo visitó, lo mareó con elogios y logró persuadirlo de volver a las tablas e irse los dos en sociedad por los pueblos de la Mancha, de Castilla y, por qué no, de España toda, levantando tablados y representando un selecto repertorio de dramas de caballería.
La Compañía Trebisonda se formó con ellos dos, más un caballo para montarlo don Alonso y un asno para cargar los bártulos, mientras Sancho se transportaría a pie. Y se fueron por los caminos, dando funciones en las ventas, los mesones, las posadas, las plazas, los corralones y (alguna rara aunque inolvidable vez) en un castillo señorial, que todavía quedaban algunos. Quijano interpretaba un andante caballero de ideales sublimes si bien algo anacrónicos, y Panza un rústico escudero de aspiraciones menos nobles, más a ras de tierra, pues, como él mismo decía, trastocando adrede el refrán, no se hizo el hocico del asno para la miel.
Pero sucedía que Quijano, por su edad, tenía ya muy mal barajada la memoria, de modo que confundía los papeles que interpretaba, ponía lagunas y errores en sus monólogos, y, para cubrir esas fallas, extremaba los efectos truculentos hasta llevarlos a la parodia involuntaria. Para disimular esos defectos de su compañero, Sancho, que al principio había querido actuar en registro serio pero iba descubriéndose una vena cómica, metía chistes improvisados que llamaba “morcillas” (las únicas que suelen llenarme la boca, decía sonriéndose), e iba logrando que dramas y tragedias regocijaran al bajo pueblo.
Al acabar la función, Sancho pasaba el sombrero y colectaba las monedas.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.