Enric Juliana (Badalona, Barcelona, 1957) es un singular cronista político de la España del momento: es aparentemente ajeno al simétrico partidismo del periodismo escrito, se ha empeñado en descubrir a los lectores catalanes de La Vanguardia –de la que es director adjunto y delegado en la capital– un Madrid muy particular que es siempre moderno pero casi siempre también pintoresco, y practica la crónica y el ensayo de un modo levemente barroco pese a pertenecer al linaje más bien sobrio de su periódico y del gran periodismo catalán. Después de su reflexión de 2006 sobre la gritona política española y su posible redención, La España de los pingüinos, ahora publica nuevo libro, La deriva de España (RBA), una reflexión sobre la política, la geografía, la moral y el dinero de los españoles.
Una de las incógnitas más recurrentes que plantea en La deriva de España es la de cómo reaccionarán ante esta crisis los jóvenes españoles que nacieron más o menos con la democracia y no han conocido más que prosperidad.
España ha tenido una larga etapa de crecimiento. Un crecimiento que admite discusiones, porque para mucha gente ha sido más estadístico que real y ciertos estudios sociológicos indican que las desigualdades sociales han empezado a crecer en los últimos años. Eso es cierto, pero también lo es que el país ha vivido durante treinta años con una idea progresiva, la idea de que se iba a mejor, o en cualquier caso de que no se iba a peor. No sólo en un sentido económico, material, sino también por lo que respectaba a los espacios de libertad individual. Un período tan prolongado crea un marco psicológico muy fuerte. Y es el marco de las nuevas generaciones: los que vivimos en el franquismo, aunque en esa época fuéramos jóvenes, tenemos algunos elementos de contraste, de comparación. Pero ése no es su caso y eso hace que el interrogante en España sea más fuerte que en otros sitios. Italia, por ejemplo, lleva quince años con un crecimiento del 1 %. Para los italianos, la dolce vita es la prehistoria, mientras que la dolce vita española fue ayer. Por no hablar del caso estadounidense, una sociedad mucho más acostumbrada a la flexibilidad interna, con una gran capacidad de adaptación a las circunstancias.
Sin embargo, España ha salido de crisis muy duras, no sé si más o menos que ésta, pero pensemos en el país a principios de los años ochenta.
Cierto. Pero la sociedad funciona por medio de coaliciones, por un juego de coaliciones políticas, sociales, generacionales, en las que los elementos dominantes van transformándose en función de muchos factores. La desgracia secular española condensó en el final del franquismo algo irrepetible: unos deseos muy compartidos de salir de esa especie de destino trágico del país. Eso era compartido por una amplia coalición social que cruzaba las líneas de las clases sociales, que cruzaba la frontera entre izquierda y derecha y que cruzaba las generaciones. Esto explica en buena medida el hecho de que la Transición saliera bien. Lo que sucede es que, en buena medida, el programa de la Transición ya se ha realizado. Y lo que hace esta crisis es decirnos de una manera muy abrupta precisamente eso: que ya se ha llevado a cabo lo que se programó en la Transición. Lo que venga a partir de ahora ya no dispondrá de ese combustible. ¿Significa eso que volvemos al drama? No lo creo. En el subtítulo del libro afirmo que España es un país “vigoroso”. El nivel de riqueza material que hay hoy no había existido nunca. Sin duda, el país se verá puesto a prueba. Pero hay que evitar esa retórica tan propia de este país de “volvemos a las andadas”. Siempre está el riesgo. Pero no. Lo que sí debemos preguntarnos es si el cuerpo político tal como está funcionando y tal como está organizado puede responder a una situación así. Y yo creo que no.
Dice en el libro que una de las singularidades de la política española es que “el debate estratégico se halla fuertemente debilitado y suplantado por el debate supuestamente trágico sobre el devenir español”.
Los españoles tenemos el estereotipo de que los italianos tienen una política muy teatral, y es así, pero es posible que nosotros les superemos. En una clave distinta: siempre melodramática, recreando tragedias, un poco quizá por el peso de la tradición barroca. A eso se le añade que la visión electoral de la situación pesa mucho. La política se ha sofisticado enormemente en todas partes. No estoy de acuerdo con quienes dicen que la política se ha devaluado. No, se ha sofisticado. Ha acabado siendo una disciplina dedicada a la victoria electoral, que es lo que hace que la política funcione.
Así que confía poco en la capacidad de los políticos para trabajar por el bien común con talento y desinterés.
En la Transición pasó algo que no pasa ahora, pero no sé si lo excepcional fue lo de entonces o es lo de ahora. En ese momento, la sensación que se tenía es que los hombres mejores no es que fueran reclutados para la política, sino que querían estar en política. Lo que mueve a las personas es la ambición, las ganas de realizar ideas y de conquistar prestigio, eso está fuera de toda duda. En ese momento, ser un político de primera fila era un elemento de prestigio social importante. Estar ahí, en el nacimiento de la patria, la autonomía o la municipalidad, estar en la foto del cambio, era un elemento de realización personal y de ambición en un sentido amplio. Lo que pasa es que el sistema que salió de la Transición hizo un extraordinario esfuerzo para proteger a los partidos políticos después de que durante el franquismo se desprestigiara sistemáticamente al sistema de partidos. Treinta años después, estamos viviendo los óxidos de este sistema. Y ahora los mejores hombres se buscan la vida fuera de la política.
Sin embargo, y aunque estoy de acuerdo en que la Transición fue magnífica, quizá la hayamos embellecido. En cualquier libro sobre la época se ve que los cuchillazos, las traiciones y lo que hoy llamamos la crispación fueron enormes. Hoy todo el mundo reconoce a Adolfo Suárez como un padre de la patria, pero recibió un trato brutal por parte de todo el mundo.
Hay algo en la política española que lleva a tratar de destruir al adversario. Hay quien lo considera una herencia del “morbo gótico” del que la máxima expresión, naturalmente, es la Guerra Civil. Y sí, Suárez las pasó muy putas. Pero fíjese también en los siguientes presidentes. A Felipe González intentaron meterlo en la cárcel, aunque el propio sistema después lo impidiera. A Aznar, si pudieran, lo meterían en la cárcel; ya hay una plataforma que pide su juicio. Y a Zapatero, el día que se retire o pierda las elecciones… Un país en el que cada vez que un presidente deja el poder tiene que mirar a su espalda porque hay unos que se están organizando para meterle en la cárcel… Sin embargo, el sistema es fuerte, no soy de ideas trágicas en eso. Y además la Constitución es un buen artefacto, un artefacto sólido.
Recuerda usted en La deriva de España que, por una mezcla de orgullo y desmemoria, los españoles hemos querido olvidar que parte de nuestra prosperidad se explica por los 118.000 millones de euros que España ha recibido en ayudas europeas.
De eso se habla poco. Es una cantidad muy importante. Es cierto que España ha contribuido a Europa: ha sumado parte de sus impuestos, el consumo de más de cuarenta millones de personas. Pero lo que sí es cierto es que el nivel de ayudas finalistas europeas ha sido muy importante, una cifra que define la configuración de estos años. La relación de España con Europa, sin embargo, no deja de ser sui generis: es cierto que hay un sentimiento positivo –y sólo faltaría que no fuera así– pero persiste algo: el hecho de que España haya estado ausente en las dos guerras civiles europeas sigue determinando la política española. Cada vez que hay algún conflicto en Europa, seguimos reaccionando como si, de alguna forma, fuera algo que tiene que ver con nosotros pero un poco menos que con los demás. Por ejemplo la cuestión de Kósovo: España ha tomado una decisión única y exclusivamente por el mercado electoral interno. Sí, hemos ido, hemos mandado soldados, nos hemos interesado por el tema porque había que hacerlo, pero en el momento en que la cosa se pone complicada…
Sí, no parece muy definida la política exterior española.
Pero es que ésa es la política de Zapatero: parece que se haya quedado con No pienses en un elefante, de Lakoff, y que cuando lo termina vuelve a empezarlo. Y alguien debe haberle dicho que el frame es derecha / izquierda, Bush / Obama, y que si mantienen ese cuadro tienen posibilidades de volver a ganar, pero que si se les rompe… Quizá sea cierto. Por lo tanto la prioridad del presidente ahora es aparecer como el hombre de Obama en Europa. Pero cuidado con el momento de crisis en el que nos encontramos: están emergiendo unas discusiones de fondo entre la posición europea –la posición franco-alemana– y Estados Unidos que no son de tipo ideológico, sino económico: usted se dedica a meter dinero en su sistema, le puede decir Merkel a Obama, cae el dólar, el euro sale disparado y me fastidia las exportaciones. Y él puede responder: si yo pongo mucho dinero y ustedes no tanto y esta fórmula mía acaba resultando y se pone el motor en marcha, resultará que la reparación del coche la habré pagado yo y usted no habrá pagado nada. Ahora bien: ¿cuál es la posición española sobre esto? ¿Usted la conoce? Yo no. Seguimos siendo ausentistas. ¿En España interesa o no el dólar bajo y el euro alto? No, aquí lo único que interesa es estar con Obama. ¿Los debates? No, los debates los hacen los demás. A nosotros déjennos en nuestra cocción.
Déjeme ir a uno de los asuntos importantes de su libro: los problemas territoriales de España, que usted vincula fuertemente a la geografía.
Creo, de entrada, que la crisis de alguna forma pone en cuestión el discurso de la globalización más hagiográfico: que las nuevas tecnologías y la nueva velocidad de la economía relativizan el lugar, que internet desubica porque estás en todas partes, que los transportes son baratos, que los negocios se pueden hacer en todas direcciones, que lo importante es que estés conectado a la globalidad. No digo que no sea así. Pero la crisis hace que el lugar vuelva a ser importante. La geografía vuelve a mandar. El transporte no será más barato y el flujo de capitales está parado. La energía es el nuevo elemento mítico. Se está volviendo a hablar de agricultura. Se destacan las virtudes de los mercados de proximidad. Se va a un nuevo equilibrio entre lo global y lo local. La geografía política adquiere más importancia. Y sí, las tensiones territoriales pueden empeorar, pero también puede ser que pierdan sentido. No lo sé, porque en este momento las pulsiones son contradictorias. Por un lado, los sentimientos nacionales son fuertes, la gente tiene unos fuertes sentimientos de pertenencia, pero no hay más que fijarse en lo que ha pasado en el País Vasco: en el momento en el que el pnv ha introducido medianamente en serio el tema de la independencia, no ha podido coagular una mayoría. Parte de la sociedad nacionalista se ha inhibido. Y es que, la verdad, no hay precedentes de un país rico que declare la independencia.
¿Y en Cataluña?
Cataluña es distinta. Creo que se cruzan dos cosas. Es cierto que la cuestión nacionalista, singularmente entre los jóvenes, ha prendido con fuerza, pero además de eso hay un cierto sentimiento transversal, que va más allá del nacionalismo, de cabreo. Alimentado por varias cosas: por las campañas oportunistas desde España para tratar de jugar con el enfrentamiento con Cataluña, los errores de la propia política catalana y la cuestión fiscal y de las inversiones, que la gente ha acabado asimilando. Creo que en este momento no hay ningún catalán que se considere bien tratado por el Estado, ni un señor de derechas que no quiera saber nada de la independencia ni de la ruptura con España. Cómo se articulará esto en Cataluña es otro de los grandes misterios. En España hay quien empieza a creerse el discurso de que esto del nacionalismo se ha acabado. Cuidado: no nos precipitemos. ~
(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).