El estado de la cuestión
A doscientos años de su redacción, se puede constatar el gran avance de los últimos años en las investigaciones sobre la Constitución de 1812. Atrás quedaron los tiempos en que una parte de la historiografía española e iberoamericana saldaba la temática repitiendo tópicos decimonónicos, muchos de ellos fraguados desde el antiliberalismo absolutista y conservador, y retomados por la historiografía franquista. Entre ellos, se acostumbraba tildar la obra constitucional de notorio “fracaso”, de tener escasa repercusión, de estar alejada de la sociedad, de ser un “experimento” fallido, de pensarse al margen de la realidad… También se la ha descalificado en función de tecnicismos jurídicos: ser poco dúctil, tener un articulado muy extenso, o ser una “copia” de la Constitución francesa de 1791.
Por lo que respecta a la historiografía iberoamericana, también quedan ya obsoletos los tiempos interpretativos que calificaban los estudios doceañistas de conservadores, clericales e hispanófilos en sentido colonizador e imperialista. Esa interpretación era más ideológica que historiográfica y resultaba ya mediatizada antes de su valoración y análisis. Se trataba, en fin, de interpretaciones hijas de “otros” tiempos historiográficos, ideológicos y políticos. Resulta paradójico que las “descalificaciones” llegaran tanto de la vertiente de las historiografías nacionales y nacionalistas como desde las ciencias sociales y humanas, deudoras de ciertos marxismos y de la teoría de la dependencia. Ambas confluían en sus argumentos al calificar la Constitución “española” de poco representativa. O bien, simplemente, la omitían en sus estudios.
A partir de los años ochenta del siglo XX, una floreciente historiografía, tanto española como americana, rescató desde diversas metodologías y desde variadas conclusiones el valor histórico de la Constitución de 1812. Y conviene destacar el término historiografía, porque la primera novedad es que estaba constituida no por profesionales de la historia del derecho o de las ciencias sociales y humanas, sino por historiadores. Era una historiografía heterogénea que bebió de diversas fuentes, que tuvo diferente formación, pero que llegó a conclusiones similares en cuanto al valor trascendental que las Cortes y la Constitución de 1812 tuvieron en España, en Europa y, especialmente, en América. Ese es uno de los “valores” del liberalismo gaditano y doceañista que mayor progreso historiográfico ha experimentado desde los años ochenta: la visión e interpretación de su dimensión y trascendencia parlamentaria y constitucional bihemisférica, es decir, en Iberoamérica y España.
El segundo rasgo que caracteriza los estudios de las Cortes y la Constitución doceañista es su interpretación poliédrica. Esto es, no solo se abordan los diversos ángulos temáticos que ofrece la Constitución, sino que se estudian desde las diversas disciplinas de las ciencias humanas y sociales: la historia, la historia del derecho, el derecho constitucionalista, la politología, la literatura, la iconografía, por decir algunas.
El valorpoliédrico doceañista hace divergentes y, a veces, contrapuestos los diferentes planteamientos de los especialistas. Podemos encontrar interpretaciones que niegan el matiz revolucionario del liberalismo doceañista y lo encuadran en planteamientos reformistas dentro de un largo Antiguo Régimen. En este caso, la Constitución de 1812 no sería el comienzo de una nueva época, sino el final de la antigua. Por el contrario, hay autores que interpretan el gaditanismo doceañista como propio de unas Cortes y Constitución liberales, revolucionarias y rupturistas que supusieron el inicio del Estado nación. La novedad historiográfica en los últimos años, de la cual participo, es que esta revolución constitucional impactó tanto en la península como en partes importantes de la América española.
La singularidad que define a la Constitución de 1812, según esta visión, es que fue una carta bihemisférica, lo cual condicionó los debates, sus artículos, sus planteamientos, sus características, sus consecuencias. Es decir, no solo fue redactada por plumas americanas –cinco diputados americanos pertenecían a la comisión de redacción constitucional–, sino que fue debatida y aprobada por representantes americanos en las Cortes de Cádiz. Es más, recientes estudios demuestran que la Constitución fue jurada y publicada en la Nueva España, Centroamérica, Perú, el Reino de Quito, Chile, Cuba, Puerto Rico, Panamá, Santo Domingo, Filipinas, la Banda Oriental, partes de Venezuela y de Nueva Granada.
En miles de pueblos americanos se repartieron ejemplares de la Constitución, que fue acatada, jurada, puesta en práctica y sancionada. Se leyó en las plazas de pueblos y ciudades, su articulado se difundió en la prensa, se comentó en la literatura y en cartas particulares, se explicó mediante catecismos políticos, odas, canciones y obras teatrales. Y también sabemos hoy, a través de estos estudios, que su legado fue perdurable. Incluso fue la Constitución que estuvo en vigor en el México independiente desde 1821 a 1823.
Además de su trascendencia americana, la Constitución doceañista también impactó e irradió en el espectro del constitucionalismo europeo y americano en las siguientes décadas. Influyó en la Constitución de Noruega –la de Eidsvoll– de 1814, en la de Nápoles y Sicilia de 1820, en la colombiana de 1821, en la portuguesa de 1822, en la chilena de 1822, en el Acta Federal mexicana de 1824, en la de El Salvador de 1824, en la de Perú de 1826 o en la de Bélgica de 1831.
Durante el siglo XIX y principios del XX, la Constitución de 1812 se convirtió en un auténtico mito de la lucha por la democracia. No solo porque fue proclamada tres veces –1812, 1820, 1836–, sino porque los liberales y los demócratas, e incluso los republicanos, consideraron a los liberales doceañistas los verdaderos Padres de la Patria. Una patria gaditana que representaba banderas revolucionarias contra el “despotismo”, que en estos años postreros del ochocientos y primeros del novecientos se seguía identificando con los Borbones, la dinastía que en 1814 y 1823 derrotó al doceañismo mediante las armas. Héroes parlamentarios y constitucionales, liberales y democráticos, que el franquismo eliminó sustituyéndolos por otros cuyos valores no eran la pluma y la oratoria, sino la bayoneta y el sable.
La Constitución doceañista, no obstante, generó múltiples contradicciones, conflictos, antagonismos y, evidentemente, un sismo en ambos hemisferios. En América porque, entre otras consideraciones, quienes tenían que aplicarla (virreyes, capitanes y generales) sabían que su poder omnímodo se desvanecería, sus rentas se mermarían y sus privilegios se abolirían con la entrada en vigor de la Constitución. Por lo tanto, hubo múltiples resistencias, bloqueos y restricciones a su puesta en marcha, en especial porque en América fueron los representantes del Antiguo Régimen colonial quienes tuvieron el encargo parlamentario de poner en marcha el régimen constitucional. Quizá ahí radique uno de los problemas para explicar la lentitud del arranque del constitucionalismo doceañista en América. Por eso, en la mayor parte de las ocasiones, estas autoridades van a provocar, prolongar, crear o incentivar situaciones de guerra contra determinadas juntas pretextando sus veleidades independentistas. Es el caso, por ejemplo, de las actuaciones del virrey José de Abascal o del capitán general Francisco Javier Elío contra las juntas de Quito y de Buenos Aires.
Un Estado constitucional de dos hemisferios
Hay que destacar como característica singular de la Constitución de 1812 que se elaboró, pensó, debatió e ideó con un propósito claro, directo y posibilista: una Constitución para ambos hemisferios. Y así se plantea no solo porque el artículo 1 expresa lo que es la “Nación española” (“la reunión de los españoles de ambos hemisferios”), sino porque esa dinámica hispana que decretaron las Cortes desde el primer día de su instalación fue una constante de la que no se pudo escapar el texto constitucional.
En este sentido, la revolución parlamentaria y constitucional que se estaba llevando a cabo en las Cortes, primero en la Isla de León, luego en la ciudad de Cádiz y más tarde en Madrid, se propuso convertir la monarquía española –absolutista– en una monarquía constitucional y parlamentaria.
Por lo que respecta a la creación del Estado, al menos en partes fundamentales, quedaba implícita en la Constitución. Los constituyentes liberales tuvieron en cuenta incluir en la Constitución un articulado en el que se convocaban las Cortes el primero de marzo. De esta forma se escapaba de la dependencia, como hasta entonces, de la voluntad del rey para convocarlas. En segundo lugar, la Constitución se pensó como un articulado capaz de recoger la mayor parte de los elementos constitutivos de un Estado: los hacendísticos –fiscalidad–, los militares –milicia nacional–, los territoriales –creación de las provincias como ente homogeneizador– y los poderes locales –ayuntamientos–. Todas estas atribuciones del nuevo Estado llevaron a un enfrentamiento con el rey. A pesar de la “confusión” en la que se incurría al tener la misma denominación que en el régimen absolutista, monarquía, la diferencia era sustancial: ahora la hacienda, las milicias, el territorio, los tribunales de justicia, entre otras instancias, pasaban a llamarse “de la Nación” y no del rey.
Esta Constitución llevó a la creación de un nuevo Estado que incluía territorios y habitantes americanos al margen del rey, dado que de súbditos pasaron a ser ciudadanos. Es por ello que podemos hablar de una revolución constitucional bihemisférica.
Los problemas aparecieron cuando al Estado se le apellidó nación. Dilucidar quién pertenecía a la nación y qué nación era la que se estaba constituyendo fue el quid de buena parte de las grandes discusiones y de la trascendencia que tendrá esta Constitución. Así, en la Constitución de este Estado nación de ambos hemisferios, partes de la monarquía española –como eran las americanas– pasaban a ser ahora territorios de la nación española (artículos 1 y 10). Este cambio revolucionario hizo que el Imperio se convirtiera en un Estado nación transoceánico, una Commonwealth hispana ochenta años antes que la británica. La Constitución de 1812 fue mucho más allá que otras constituciones de la época: integró a las colonias dentro del nuevo Estado nación. La consecuencia fue que arrebató a la Corona, es decir, a la casa dinástica de los Borbones españoles, sus territorios, sus súbditos y sus rentas americanas.
En el aspecto económico, implicó que la hacienda del rey perdía los ingresos indianos que le llegaban de sus “posesiones americanas”, fruto del derecho de conquista desde el siglo xvi: capitales comerciales, metales preciosos, materias primas, rentas tributarias, alcabalas, diezmos, etc. Se ha calculado que, en 1800, dos tercios de la hacienda del rey español provenían de la Nueva España. Es obvio que las rentas americanas eran indispensables para sostener hacendísticamente a la monarquía absoluta. Por ello, especialmente por la cuestión americana, Fernando VII se opuso sistemáticamente y mediante las armas al liberalismo doceañista. Y fue por ello también que en la discusión de estos artículos en las Cortes, los diputados absolutistas peninsulares se opusieron manifestando, para enfado de los americanos, que América no pertenecía a la nación española, sino al rey.
La Constitución también actuó creando mecanismos de identidades al dotar a los habitantes, antes súbditos del rey, de una nacionalidad –“españoles de ambos hemisferios”– y al establecer en la educación y en el ejército nacional los instrumentos para obtenerla. La alfabetización en escuelas dependientes de municipios y diputaciones, y no de la Iglesia, será un factor decisivo para construir nuevos ciudadanos.
Obviamente, en esta nación doceañista quedó un tema pendiente respecto a la cuestión americana: la inclusión en los derechos de ciudadanía de las castas. Pero también hay que destacar que esta Constitución fue una de las pocas que pospuso durante treinta años el requisito de saber leer y escribir para poder ejercer el derecho al voto, es decir, para poder tener derechos políticos.
La propia configuración de ese nuevo Estado nación hizo que especialmente los diputados americanos abogaran por parcelas de autonomismo en cuanto a la organización del poder provincial o regional. Se generó toda una dinámica de planteamientos diversos entre los propios diputados liberales de uno y otro hemisferio, porque una vez resuelta y conseguida la igualdad de derechos y libertades políticas, los diputados americanos querían que el nuevo Estado constitucional se proyectara de forma autonomista, dadas sus colosales dimensiones, la distancia entre regiones, la diversidad de población, razas, etnias e, incluso, diferencias culturales.
Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz propusieron que muchas de estas acciones liberales contenidas en la Constitución fueran desarrolladas por las diputaciones provinciales, que los representantes americanos interpretaban como instituciones depositarias de la soberanía de la provincia capaces de administrar política y económicamente sus regiones.
En reacción a estas propuestas de los representantes americanos, los diputados liberales peninsulares rediseñaron las diputaciones provinciales como instituciones centralistas, a la vez que acusaron de federales a los diputados americanos por pretender que fueran las diputaciones las encargadas de desarrollar un autonomismo de las provincias dentro del Estado nación. Y el conflicto político, teórico, económico e ideológico estalló. Los peninsulares se encastillaron en posiciones cada vez más centralistas, acusando a los diputados americanos poco menos que de secesionistas. Por su parte, los americanos no veían contradicción alguna en asumir una doble soberanía: la provincial y la nacional.
En este momento el concepto federal remitía a la praxis de los Estados Unidos de Norteamérica, cuya forma de Estado era republicana. Y, en ese aspecto, república en el mundo hispano de 1811 era sinónimo de jacobinismo: es decir, aludía a la experiencia francesa mucho más que a la estadounidense. Y, claro, este era otro tipo de problema. En ese sentido y planteada en estos términos, los americanos tenían la batalla perdida. La monarquía, para la mayor parte de los diputados en las Cortes de Cádiz, era incuestionable.
Se mezclaban dos fórmulas muy diferentes que marcaron la historia de España y en parte de los países iberoamericanos. A partir de ese momento, centralismo fue sinónimo de monarquismo, a la par que federalismo significaba república. Esa fue la historia de España hasta la presente monarquía constitucional. Mientras que, para Iberoamérica, los centralistas fueron los conservadores y los federales los liberales.
Quedan, sin duda, una pluralidad de temas de suma importancia en el doceañismo, como la religión católica, el valor del sufragio universal indirecto, el desarrollo e impacto del poder local –es decir, los ayuntamientos–, la supremacía de las Cortes frente al rey… Con todo, uno de los valores intrínsecos de la Constitución fue que cambió el Estado del Antiguo Régimen por uno liberal y parlamentario. Esa abolición de lo “antiguo” se realizó en ambos hemisferios. ~
Es catedrático de historia contemporánea de América Latina en la Universidad Jaume I de Castellón.