La Librería de los Escritores

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(Marina Tsvietáieva)

La Librería de los Escritores (2007), coeditado por la editorial mexicana Sexto Piso y por La Central, la librería española, es una joya bibliográfica: una edición a la vez modesta y magnífica que remite a un pequeño capítulo, que yo ignoraba del todo, en la historia de la resistencia intelectual contra el totalitarismo. La Librería de los Escritores ofrece el testimonio de Mijaíl Osorguín sobre cómo se las ingeniaron un grupo de intelectuales, escritores y bibliófilos rusos para enfrentar, entre 1918 y 1922, la penuria económica y moral que fue desecando la cultura rusa tras el triunfo de la revolución bolchevique de 1917. Al dulce testimonio de Osorguín, se suma la reproducción de las ilustraciones que el cuentista e ilustrador Alexéi Rémizov (1877–1957) hizo para acompañar lo que, al parecer, fue el último proyecto de la Librería de los Escritores: publicar libros manuscritos, un puñado de originales, que algunos de los más tenaces escritores rusos, como Marina Tsvietáieva (1892–1941), caligrafiaron. De la gran poeta se ofrece, en La Librería de los Escritores, el facsímil de tres poemas, traducidos por Selma Ancira con la ayuda de Francisco Segovia.

El testimonio de Osorguín, publicado originalmente en italiano por la revista Adelphiana (septiembre de 2001) y a cuyo original en ruso tuvo acceso Ancira, comienza mostrando el estupor de los escritores rusos, la gran mayoría partidarios de la revolución, cuando ésta suprimió todo tipo de censura en 1917. “No supimos qué hacer”, dice Osorguín (1879–1942), él mismo un novelista de simpatías revolucionarias, un literato italianizante que había sido el introductor de Marinetti al ruso. Poco duró el aprendizaje de la libertad y el régimen bolchevique dio inicio casi de inmediato al juego del gato y el ratón, la censura y la atracción que caracterizó durante los años veinte su trato con la vanguardia artística. Es notorio, en el relato que hace Osorguín, que las dificultades sufridas por los escritores que decidieron mantener abierta en Moscú, a como diera lugar, una librería, no se debían tanto a la persecución ideológica sino a la estatización emprendida por los bolcheviques, tan brutal que en 1923 hubieron de reintroducir parcialmente la economía de mercado para salvar a la joven URSS de la hambruna y de la bancarrota. Paradójicamente, fueron los impuestos los que acaban por quebrar a la Librería de los Escritores que mantuvo hasta su cierre una relación más que oficiosa con la Unión de Escritores.

En el testimonio de Osorguín todo es heroísmo, un heroísmo que tiene por protagonistas y por beneficiarios a una peculiar especie humana, la de los bibliófilos, entendiendo por éstos no sólo a los aristócratas desesperados que se acercaban a la librería a cambiar cartas manuscritas de la emperatriz Catalina por una bolsa de arenques, sino a todos quienes amaban los libros en la situación menos favorable para hacerlo y que iban con Osorguín pidiendo un poco de dinero por un libro, por una biblioteca. En el sentido inverso, aparecían los lectores incurables que se decidían a renunciar a la leña o al vodka o al té a cambio de leer a un clásico o a un vanguardista. Verdadera hermandad, la de Osorguín tenía levantado todo un sistema cooperativo, con fondos secretos, primitivos pero eficaces cálculos de mercadeo y actividades altruistas o trueques por alimentos, que permitieron, durante esos cuatro años, que los amantes de los libros, escritores o no, sobreviviesen, nutriéndose de literatura. Otro rasgo, señalado en la memoria de Osorguín, es el rescate que él y sus amigos hicieron de fondos editoriales confiscados por el Estado soviético, voraz y hambriento, y que ellos alcanzaron a resguardar, ya fuese en sus propias bibliotecas o en las pocas instituciones en condiciones de recibirlas. Los propios ideólogos bolcheviques necesitaban de esas librerías de barrio (la Librería de los Escritores no fue la única) para abastecerse de lo que ellos casi habían erradicado.

Entre quienes formaron parte de la Librería de los Escritores, pocos rebasan el marco de las enciclopedias especializadas en la Edad de Plata de la literatura rusa y sobresale el filósofo Nicolas Berdiáev (1874–1948), que murió exiliado en París, como el intérprete de la Rusia derrotada al que Occidente recurría. A sus 45 años, Berdiáev fue un librero desesperado, según lo pinta Osorguín, al no poder satisfacer a su clientela, lectores que se marchaban desconsolados al no encontrar, por ejemplo, a Nietzsche en ruso.

El destierro de Osorguín y Berdiáev está reconstruido por Leslie Chamberlain en Lenin’s Private War. The Voyage of the Philosophy Steamer and The Exile of the Intelligentsia (St. Press, Nueva York, 2006), libro que compré, casualmente, apenas unos días antes de que me obsequiaran La Librería de los Escritores. En el otoño de 1922, Lenin, artesano filosófico que decidió deshacerse de los filósofos rivales, expulsó de Rusia como indeseables a 220 de los más destacados intelectuales. Cristianos, socialistas o liberales, fueron de las primeras víctimas del totalitarismo soviético.

Un par de barcos salieron de Petrogrado y tomaron el golfo de Finlandia rumbo al Báltico, con los principales escritores–libreros, que vivieron para saber que Lenin había sido en extremo clemente con ellos, en comparación con el exterminio de sus colegas que ocurriría en los años treinta, como fue el caso de Marina Tsvietáieva. “Mi camino”, escribió ella en uno de los poemas de La Librería de los Escritores, “no pasa delante de tu casa/ delante de la casa de nadie pasa.”

(Texto publicado el 27 de enero de 2008 en El Ángel de Reforma)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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