Del agua mansa líbrame

La glándula de Ícaro. El libro de las metamorfosis

Anna Starobinets

Traducción por Fernando Otero Macías

Impedimenta

Madrid, 2023, 256pp.

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Hay un refrán que dice “Del agua mansa líbrame Dios, que de la brava me libro yo”, y que podría definir no solo nuestros tiempos llenos de inquietantes buenas intenciones, sino también La glándula de Ícaro. El libro de las metamorfosis, conjunto de relatos de la escritora rusa Anna Starobinets, editado ahora impecablemente por Impedimenta con una estupenda traducción de Fernando Otero Macías y un prólogo de Laura Fernández que tiene la virtud de invitar a su lectura sin descorrer velos. Aunque se publicó originariamente en 2013, no ha perdido vigencia en lo que se refiere a su dimensión crítica con el presente. Más bien al contrario. La glándula de Ícaro trata de todo tipo de metamorfosis para conseguir una humanidad nueva y buena, de moralidad intachable, que es el horizonte de toda dictadura, incluida la que se enmascara bajo el lema de la libertad. La autora moscovita no solo carga contra el autoritarismo que no se disimula, sino también contra ese otro más sutil que se da en países libres donde la tiranía está interiorizada y la ejerce, valga la redundancia, libremente toda la ciudadanía.

En el relato que abre el libro, y que da título al conjunto, a los hombres se les extirpa una glándula llamada de Ícaro para controlar su mentalidad y temperamento eliminando las conductas masculinas supuestamente instintivas que llevan a los varones a actos socialmente reprobables: “afición a las armas, propensión al riesgo y la vida errante, dependencia de los narcóticos, infidelidad matrimonial”. En este primer cuento la autora despliega todos los elementos que vamos a encontrar en los siguientes: nitidez compositiva, diálogos vivísimos, rapidez, imágenes brillantes, extrañamiento, audaces giros argumentales introducidos con total naturalidad y la presencia devoradora de internet y de avances científicos que determinan, deshumanizándolas, las vidas minúsculas de unos personajes siempre impotentes ante las circunstancias.

“Siti” es el título del segundo de los relatos, en referencia a New York City, al corazón de un imperio cuyo reinado se asienta en la autodomesticación, protagonizado por un escritor que llega de un país del Este al que se le hacen pruebas secretas para ver si es buena persona. En Siti la gente lleva una existencia de rata, pero convenciéndose de que se trata del mejor lugar del mundo –¿les suena a lo que ocurre hoy en cualquier megalópolis?–. A tal fin, se eliminan las palabras críticas con el sistema –“El verbo ‘delatar’ no existe en nuestro idioma”, afirma uno de los personajes sobre esta neolengua que recuerda a la de la célebre 1984 de George Orwell–. En la capital del imperio se es libre –de nuevo esta palabra– de tener sexo con quien se desee, y aquí la referencia es a Un mundo feliz de Huxley y a sus inanes relaciones. El relato es un festival de situaciones donde se ridiculizan salvajemente los valores del mundo globalizado. La caricatura de la corrección política, la hipervigilancia, la supuesta libertad y el estilo de vida healthy que rigen Siti está llevada tan al extremo que incluso estar enfermo es ser sospechoso de no practicar buenos hábitos, y las farmacias están pensadas únicamente para la gente sana.

El tercer cuento, “El Lazarillo”, versa sobre un guionista citado a extrañas horas por un productor artístico; en el transcurso de la conversación, el lector irá descubriendo que lo que inicialmente parece una oferta de trabajo es en verdad una fatal invitación a formar parte de una repulsiva sociedad mutante. “El parásito”, cuarto relato y mi favorito junto con “Siti”, tiene como protagonista a un pobre ser indefinible, una suerte de insecto que antes fue humano, convertido por un experimento en un bicho al que presentan a la sociedad como un triunfo de la ciencia, como la superación del ser humano. La gente cree que es una suerte de dios y enloquece por verle, y la narración es afiladísima en lo que concierne a evidenciar la delgada línea que hay entre la religión y la ciencia por su aspiración a la verdad. También es un prodigio la construcción del personaje principal a través de un testigo, logrando en el lector un sentimiento de piedad tal que el sorprendente y monstruoso desenlace es acogido con alivio. En “La frontera” se hacen viajes en el tiempo, y en “Delicados pastos” es posible lograr la inmortalidad digitalizando la conciencia y trasplantándola en otro cuerpo, aunque solo para quien tiene dinero. El libro se cierra con “Spoki”, una videoconsola que parasita las cabezas de los niños. En estos dos últimos cuentos destaca el contraste producido por la introducción de fragmentos o referencias de clásicos (Pushkin, Tolstói o la Biblia), cuyo lenguaje pinta un mundo perdido para siempre.

Starobinets es profundamente rusa en su ejecución. Resulta imposible no pensar en Chéjov por su perfección escénica, su precisión y economía, pero también por el retrato social, el humor negro y la crueldad compasiva. También resuena Gógol en la tragedia de unos personajes anodinos que son tan esperpénticos como entrañables. Y aunque la problemática planteada en estos siete cuentos recorre buena parte de las aberraciones del poshumanismo, los textos son de factura clásica y sin el afán, a veces forzado, de cerrarlos que había en su anterior libro de relatos, Una edad difícil. En La glándula de Ícaro a la autora le basta con plantear la situación, sin resolverla si la trama no lo pide, lo cual está en sintonía con lo que el libro plantea: el retablo de un universo distópico desoladoramente parecido a nuestro presente. ~

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(Huelva, 1978) es escritora. Ha publicado 'La ciudad en invierno' (Caballo de Troya, 2007) y 'La ciudad feliz' (Mondadori, 2009).


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