Foto: Patricia Nieto

Línea 9: Arquitectura del subsuelo

La arquitectura de la línea 9 respeta la estética establecida en las líneas previamente construidas, una construcción de tendencia institucional.
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Del centro a la periferia, o de Tacubaya a Pantitlán y viceversa, el recorrido por la novena línea del metro parece recordarnos que la ciudad es un tejido de proporciones gigantescas dispuesto a expandirse en cualquier momento. En este trayecto, doce estaciones se uniforman de color café a lo largo de más de 15 kilómetros para incorporarse a la compleja geografía subterránea de la ciudad de México; miles de usuarios al día hacen del subsuelo un territorio de tránsitos e itinerarios en donde el espacio se consolida como un escenario para la movilidad. 

La línea 9 fue realizada a fines de la década de los ochentas, el tramo que va de Pantitlán a Centro Médico se inauguró en 1987 y un año más tarde se anexaron 3 estaciones al recorrido, desde Centro Médico hasta Tacubaya. Como una obra que daría continuidad al proyecto iniciado por Díaz Ordaz para dotar a la ciudad de un Sistema de Transporte Colectivo,  inaugurado oficialmente en 1969, la arquitectura de la línea 9 respeta la estética establecida en las líneas previamente construidas, una construcción de tendencia institucional, de formas simples aunque capaces de esbozar cierta monumentalidad; una  arquitectura oficial que respondía a un modelo económico desarrollista y que al mismo tiempo materializaba y difundía el enfoque social del partido oficial a través de obras urbanas que más que cubrir las necesidades propias de un acelerado crecimiento urbano, consolidaban una estrategia propagandística en la que el estado se perfilaba como un proveedor de servicios al alcance de los sectores amplios de la población.

Esta arquitectura de representación estatal, producto de una experiencia acumulada de sexenios priístas,  generó un lenguaje que permitió a la obra pública diferenciarse de aquella de capital privado, estandarizando las construcciones y haciendo casi posible identificar dichas obras de acuerdo al sexenio de su construcción, característica apreciable a lo largo del trayecto que cubre la novena línea del sistema de transporte metropolitano.

Bajo esta tendencia, la estación Tacubaya anuncia el gran descenso. Estructuras de concreto, alturas dobles y largas escaleras son el prólogo del trayecto por el túnel. El concreto y las losetas de mármol gris son la constante en cada uno de los andenes de una línea en donde cenefas y señalamientos marrones parecen el único indicio posible para poder ubicarnos.  El ícono de una bandera en movimiento, Patriotismo, la avispa que posa para anunciar la llegada a Chilpancingo, o el símbolo Caduceo, emblema de la medicina que identifica al mismo tiempo a la estación Centro Médico son algunos de los elementos que integran el código visual de la línea, referencias gráficas que más que orientarnos nos obligan a imaginar o recordar lo que hay en la superficie.

En el trayecto, líneas de diferentes colores irrumpen la continuidad del café en las estaciones de correspondencia: Tacubaya, Centro Médico, Chabacano, Jamaica y Pantitlán se transforman en  laberintos múltiples en donde la experiencia del tránsito encuentra un orden prolífico que sólo se entiende a través de los colores que inundan los mapas de la red. Cada pasillo de estas estaciones de correspondencia es una posibilidad de desplazamiento a lo largo de la urbe, transiciones interrumpidas a momentos por elementos plásticos o constructivos que intentan destacar la identidad oficial de la obra en puntos estratégicos del recorrido, es decir, en las plataformas con posibilidad de conexión. Chabacano es sin duda el punto más emblemático de la línea: mientras los murales de cerámica del autor portugués José de Guimarães, “Civilización y cultura”, aluden a un pasado prehispánico lleno de color y tradiciones, —el tema base o recurso que sirvió al estado para la conformación de una idea o imagen oficial de la modernidad mexicana desde inicios del siglo XX— en donde además aparecen los nombres de los personajes más emblemáticos de la cultura del país , por otro lado, subiendo dos niveles, una estructura metálica cuelga del techo ofreciendo una postal que, para la época de su construcción seguramente parecía futurista y que hoy en día solo puede representar  la promesa fallida de un futuro de desarrollo.

El predominio del concreto expuesto, la geometría de las estructuras y el juego de volumetrías y texturas subrayan la contundencia del espacio en los andenes haciendo que cada estación tenga una gramática visual propia. En las plataformas de estaciones como Lázaro Cárdenas, Jamaica y Mixiuhca el exterior se insinúa a través de rayos de luz natural que se filtran desde las alturas formando tramas y juegos de sombras que hacen particulares a estos espacios que en esencia son semejantes entre sí. A pesar de estas sutiles particularidades, la línea café del metro, zona de tránsito, se constituye bajo el principio de homogeneidad, espacios de movilidad establecidos como escenografías pasajeras a disposición de la infinidad de usuarios que sólo están ahí de paso.

La transición entre la oscuridad y la luz se hace presente al llegar a la estación Velódromo. El trayecto subterráneo iniciado en Tacubaya finalmente se eleva y desde las alturas el carácter de la línea cambia pues la promesa del exterior se hace patente a través de las ventanillas. En ellas se perfila parte del oriente de la ciudad, una zona que se configuró también a partir de un proyecto estatal: el equipamiento de instalaciones para los juegos Olímpicos. La cúpula de cobre del Palacio de los Deportes, del arquitecto Félix Candela, algunos de los campos de la Ciudad Deportiva y el propio velódromo testifican este proceso. La línea marrón que parecía infinita se corta, su fin es posiblemente el punto donde inicia otra ciudad, Pantitlán.

 

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Maestra en historiografía e historiadora de la arquitectura.


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