Domingo, mañana soleada. Salgo en bicicleta. Tal vez buscando una alternativa literal a ¿Cómo leer en bicicleta?, de Gabriel Zaid, «sin un amigo que lleve el pesadísimo volumen al galope, él a pie y uno en bicicleta, o si ha de ponerse un atril sobre la misma para ir leyendo», escucho un audio libro en el iPod. Votaré, pero antes un paseo en bicicleta escuchando a Proust en voz de Santiago Munevar. Desde la bicicleta observo un kínder, una casa y el estacionamiento de un edificio que esta mañana acogen las casillas de votación. Ya hay gente, unos en pants, otros con jugo de naranja en mano, haciendo fila para votar. Votaré, pero antes un café. En la cafetería, veo algunos pulgares entintados ayudando a hojear los periódicos. Vuelvo a la bicicleta, a los audífonos. Me dirijo a la casilla que me corresponde, antes de cruzar una avenida, me quito los audífonos pues, sabemos, en esta ciudad un conductor ve su reloj antes que a una bicicleta. Escucho una conversación breve entre dos jóvenes a mi lado. Votarán porque la panadería que está en frente, veo el cartel improvisado, ofrece dos panes dulces al precio de uno si se muestra el pulgar entintado. No es un mal intercambio si se piensan las opciones que tenemos, dice uno de ellos.
Luego de una larga fila, recibo tres boletas. “Marque un solo recuadro, el del partido político de su preferencia”. Leo y releo los nombres en las boletas. Al leer los nombres recuerdo algunas caras. La que parece hombre, el que tiene el bigote pintado, la actriz de televisión, la que tiene un copete cilíndrico en vías de extinción, el que tiene mirada de asesino en potencia. Leo y releo las boletas. Diputados federales, diputados para la asamblea legislativa, jefe delegacional. Salta, en las boletas, la falta de acentos. Pareciera que a la bella máxima de Fernando Pessoa, “la ortografía es más importante que la política”, le cambiaron el sentido. He tomado la decisión, recuerdo lo que leí sobre ellos. Mi alma quiere anular el voto, pero yo marco tres cruces con un crayón negro esperando que ése no sea el color del porvenir.
Vuelvo a la bicicleta, voy al parque. Me espera Patricio, que tiene catorce años y que es mi primo más joven. Él, que es, en todo caso, un analista de los postes, me pregunta si voté por la pista de hielo, por la corredora y su grupo de especialistas, por la niña que cocina un logotipo o por la escritora. Cuando voy de regreso a casa, cuando me pongo los audífonos, ésta es la frase que dice Proust en voz de Munevar: “Ahora en casa ya no nos hacemos ilusiones”.
– Brenda Lozano