Hagen en Moscú (Rusia en el siglo digital)

Putin ha iniciado esta guerra con el objetivo de frenar el inexorable declive de Rusia en un siglo XXI marcado por la digitalización de la economía que la nomenclatura no comprende. Sin embargo, lo que va a conseguir es acelerar la caída del país en la irrelevancia.
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En medio de una situación bélica como en la que nos encontramos, inédita en la Europa posterior a la caída del muro de Berlín (la guerra de los Balcanes tuvo un carácter muy diferente), es un ejercicio tan incierto como necesario asomarse a la ventana, intentar comprender el contexto y analizar la situación desde alguna perspectiva diferente: la posición de Rusia en la economía y la sociedad del siglo XXI –el siglo digital–, sus fortalezas y debilidades, y así poder entender, o al menos intuir, la posible evolución y consecuencias a corto y medio plazo del drama que estamos viviendo.

Más allá de las apariencias y los lugares comunes periodísticos, es bueno saber qué hay de verdad detrás del país que ha provocado la mayor amenaza política y militar de lo que llevamos recorrido del siglo XXI.

Hay que empezar admirándonos de la capacidad de Rusia para situarse en el centro del tablero mundial manejando tanto la propaganda –algo en lo que tantas muestras de talento dio en la época soviética– como la consciencia ventajista de que los límites de la democracia y la opinión pública son, para los países europeos y Estados Unidos, al menos de momento, un inhibidor en la toma de determinadas decisiones –inhibición que no se produce en el modelo autoritario de la Rusia de Putin–. Y ello sin minusvalorar el factor esencial de que Rusia es todavía una potencia nuclear. Rusia quiere aparecer hoy como el imperio que dejó de ser y quiere recuperar su espacio, injustamente arrebatado por Occidente. Pero nada más lejos de la realidad.

¿Qué es Rusia hoy?

Numerosos análisis ponen de manifiesto que en el ámbito económico Rusia no pasa de ser una potencia media, con un PIB inferior al italiano, muy cercano al español y sin otra base de competitividad global que la propia de una economía de materias primas, especialmente en el ámbito energético. La importancia geopolítica de Rusia no se corresponde con su importancia económica, y este decoupling entre su relevancia económica y sus ambiciones geoestratégicas, brecha insostenible en el tiempo, acabará pasando una onerosa factura y no por primera vez: la guerra de las galaxias no fue primordialmente un desafío militar sino un desafío para la decadente economía soviética.

Esto Rusia lo sabe mejor que nadie porque fue este y no otro el factor que ocasionó el derrumbe de la URSS, que no se produjo tanto por el agotamiento del modelo político comunista como por la incapacidad económica para sustentar un imperio apto para competir de tú a tú con los estadounidenses en el desarrollo de la tecnología militar de frontera.

Las fortalezas económicas rusas –baja deuda, amplias reservas y autosuficiencia energética– no parecen suficientes para mantener, en una potencia media, el esfuerzo bélico al que va a someter al país y a la economía. Tampoco para detener el deterioro del nivel de vida de una población ya muy castigada.

Pero hay un aspecto no menos importante sobre el que no se ha hecho gran hincapié: Rusia está muy atrás en el proceso de digitalización de su economía, un proceso que está dominando el siglo XXI y que, como he sostenido en artículos anteriores publicados en esta revista, no solo determinará el modelo económico sino también el desarrollo social. Y ello sin olvidar que la tecnología es, inteligencia artificial y computación cuántica mediante, el campo de batalla en el que se está librando la pugna por la hegemonía estratégica global. Además, el tamaño en esta economía digital importa, y mucho, y un país que era grande en el siglo XX puede resultar pequeño en el XXI para generar el entorno adecuado que ese desarrollo digital exige. No parece que en el siglo XXI un país pueda aspirar a ser relevante política y económicamente sin contar con un alto nivel de digitalización y de desarollo tecnológico, de la misma manera que la hegemonía política en el siglo XIX dependía directamente de la capacidad de protagonizar o adaptarse a la Revolución industrial. Esto Rusia lo sabe bien: en el siglo XIX arrastró un modelo feudal y preindustrial que le impidió perseverar mucho tiempo en sus ambiciones geopolíticas, lo que desembocó en la Revolución de 1917.

En este nuevo mundo bipolar/digital solo hay y habrá, por mucho tiempo, dos contendientes: China y EEUU. Únicamente estos dos países tienen el tamaño y las capacidades científicas y económicas para pugnar por el liderazgo. Solo ellos pueden liderar el desarrollo de la inteligencia artificial y la computación cuántica. Rusia puede olvidarse de cualquier sueño sobre un mundo tripolar que haga reverdecer las añejas glorias imperiales de la Guerra Fría.

¿ Cómo es la Rusia digital?

En los tres grandes índices de comparación de ciberdesarrollo –Economist Intelligence Unit, ITU y National Ciberpower del Belief Center (Kennedy School de Harvard)– Rusia está ausente de los primeros puestos y aparece muy por detrás de los países más desarrollados. El índice de digitalización Digix que publica el servicio de estudios del BBVA sitúa a Rusia en el puesto 22, entre Uruguay y México, muy por detrás de países como India o Turquía. La Rusia digital es un país de desarrollo medio/bajo, con escasas infraestructuras de alta capacidad, huérfana de industria tecnológica, con un gran retraso en el proceso de digitalización de su economía y con un mercado carente del tamaño adecuado para desarrollar un entorno digital autónomo.

En esta contienda digital hay países y regiones que, conscientes de que el liderazgo es cosa de dos, están buscando su hueco en el siglo XXI: Europa, a través de un marco regulatorio de vocación expansiva y una digitalización competitiva de toda su economía; Japón, con una estrategia similar; u otros países que, apalancándose en su pequeño tamaño (Israel o Singapur), buscan un lugar bajo el sol a través del cultivo de una economía altamente innovadora y sofisticada tecnológicamente.

La aceleración del proceso de digitalización causada por la pandemia de la covid-19 ha hecho que la necesidad de una estrategia digital sea aún más acuciante. Dicha aceleración hará que las brechas digitales entre países se ensanchen y que los países rezagados lo sean aún más. Hemos vivido un inesperado experimento social de digitalización en todo el mundo que ha impulsado el desarrollo del teletrabajo y el comercio electrónico, especialmente en aquellos países que ya habían sentado las bases de la economía digital. Pues bien, en este proceso de digitalización que va a determinar la posición de los países en la economía global del siglo XXI, Rusia ni está ni se la espera: con un grado de digitalización inferior a la media, con un uso muy limitado de internet entre la población, con unas redes de banda ancha precarias, hoy Rusia se sitúa en la periferia del proceso de desarrollo de la economía digital. Y sin que nadie conozca más allá del papel –que lo aguanta todo– una estrategia solvente de digitalización del país y de su economía, desde el punto de vista científico, económico o regulatorio.

El único campo del desarrollo tecnológico donde Rusia se muestra competitiva es en el de la ciberseguridad –aunque quizá habría que decir la ciberdelincuencia–, pero estas capacidades no son suficientes para sentar las bases de un proceso de digitalización o desarrollo de la economía digital.

Como hemos visto, Rusia no se encuentra en ningún puesto destacado de los índices de desarrollo en materia de digitalización, salvo en el caso, muy significativo, del HackerRank, donde Rusia, solo detrás de China, está en una posición privilegiada en cuanto al desarrollo de tecnologías y conocimientos en la materia. Estamos hablando además de un país muy vulnerable que desde el punto de vista tecnológico depende totalmente de suministros americanos y europeos –por ejemplo, en materia de redes de telefonía o de software– sin que una rápida sustitución por proveedores chinos sea posible o viable. En el contexto digital, Rusia estaba y está inexorablemente abocada a ser una potencia periférica que irá perdiendo relieve e importancia. Y sin un modelo propio de desarrollo digital, está condenada a actuar de vicaria de una de las dos grandes potencias, China y EEUU; justo lo que se está tratando de evitar desde el Kremlin.

Un imperio low cost

Esta situación de retraso digital es quizá uno de los motivos principales para que la dirigencia postsoviética intente reverdecer sus sueños imperiales usando la única arma al alcance de un Estado autoritario y militarista del siglo XX y una clase dirigente perpleja con el rumbo del siglo XXI: la fuerza militar y la vulneración de los principios del derecho internacional, junto a la nada tranquilizadora, en este contexto, condición de ser una superpotencia nuclear.

Para la nueva nomenclatura,la única opción para adquirir relevancia en este contexto de descuelgue del desarrollo económico y tecnológico en el que solo se puede aspirar a ser un imperio low cost es utilizar los medios a su alcance para obtener, bajo la última ratio de la amenaza nuclear, la relevancia que la economía no le da en el presente y de la que su competitividad digital le privará en el futuro. Ante un mundo digital que esta dirigencia no comprende más allá de sus posibilidades en la ciberguerra, no debe extrañar la perpleja añoranza del pasado imperial dos veces perdido. Quizá hablamos de una nostalgia analógica y deberíamos hablar de la nostalgia digital. Una especie de neoludismo geopolítico. En mi opinión, detrás de esta estrategia rusa ciertamente suicida a medio plazo, tan importante como la anacrónica añoranza del Imperio soviético es esta pérdida de relevancia en el proceso de digitalización de la economía.

El canto del cisne

Todo parece indicar que esta estrategia bélica está condenada, en el siglo XXI, al fracaso a medio y largo plazo: como hemos visto, fue la incapacidad económica de competir con EEUU en la guerra de las galaxias y no otra cosa la clave de la caída del muro y el desmembramiento de la URSS. A la debilidad económica de Rusia se añade hoy el retraso digital. Rusia caminaba decididamente hacia la periferia de la economía y la geopolítica mundiales y esta operación militar, por brutal que sea, puede ser el canto del cisne de un país que no ha encontrado su sitio en el siglo XXI y que no va a tener otra opción que arrojarse en los brazos de China, uno de los dos verdaderos contendientes del great game del siglo XXI.

Con su doble alma eslava y europea, Rusia habría podido elegir otra estrategia para este siglo: la cooperación con el mundo europeo en los valores y también para desarrollar un modelo digital común. Pero ha elegido su alma eslava, y esta elección, lejos de llevar al país de nuevo a la primera línea global, va a condenar definitivamente a Rusia a una decadencia que esta guerra no va a detener sino a acelerar.

En el contexto en que nos encontramos quizá es poco heroico decirlo, pero parece que en esta situación la estrategia de asfixia económica y bloqueo es la más adecuada y efectiva a medio plazo, puesto que se trata de un país de economía precaria, incapaz de competir en la digitalización y que más pronto que tarde se tendrá que enfrentar, como ya le pasó a finales del siglo XX, a sus propias ineficiencias económicas. Unas deficiencias que si en el pasado le impidieron competir en la guerra de la galaxias,le impedirán en el futuro involucrarse en una contienda en un país mucho más relevante como lo fue el caso de Afganistán.

La respuesta de Occidente solo tiene una exigencia: cualquier política de aislamiento tiene que ser seria, sin titubeos, contundente, sostenida en el tiempo y capaz de causar daños importantes a corto, medio y largo plazo, y dar especial relevancia a todo lo que tiene que ver con la tecnología, con el objetivo de acrecentar el déficit digital de la economía rusa.

Solo hay un país, China, que puede ralentizar o paliar este proceso, y eso, lejos de dar mayor relevancia a Rusia, acelerará su pérdida de importancia en el mundo del siglo XXI. Además, cuanto más débil sea Rusia, menos incentivos tendrá China para afrontar el desgaste que le provoca apoyar situaciones tan complicadas como la presente. La abstención de China en el Consejo de Seguridad de la ONU es una muestra elocuente de que el apoyo chino no va a ser ni irrestricto ni incondicional. Una Rusia analógica es un anacronismo y un lastre en el siglo XXI, incluso para China.

Putin ha dado este paso para frenar el inexorable declive de Rusia en un mundo, el digital del siglo XXI, que no comprende. Pero, muy al contrario, esta guerra, lejos de frenarle, a medio plazo va a acelerar su decadencia e irrelevancia.

Cuando uno visitaba Rusia en la época postsoviética lo primero que llamaba su atención era que frente al prestigio del que Gorbachov disfrutaba en Occidente, la visión que de él se tenía y se tiene en Rusia era y es tremendamente negativa. Pues bien, que nadie se extrañe si las próximas generaciones de rusos ven a Putin no como el salvador del imperio sino como el artífice de la definitiva decadencia de Rusia y su irreversible pérdida de relevancia en un mundo dominado por lo digital.

Una reflexión: son legendarias la docilidad de la sociedad rusa y su capacidad de sufrimiento, pero no lo es menos su disposición a estallar súbitamente y de manera inadvertida para sus dirigentes. Parece que en los próximos años a la sociedad rusa le esperan más deterioro y pobreza económica; eso en un país ya muy castigado y en el que la inflación de los productos básicos se ha disparado en los últimos años.

En el siglo XXI los países ricos y pobres, relevantes e irrelevantes, no serán los que cuenten con materias primas o fuerza militar, sino los que mejor hayan sabido aprovechar las posibilidades de la digitalización. Y cuesta mucho ver a Rusia en un lugar destacado. Solo su capacidad nuclear le permite, a través de la amenaza, mantenerse en el primer plano de la geoestrategia mundial y ejercer el matonismo pretendiendo un statu quo que ni su economía ni su desarrollo social permiten fundamentar.

Una sociedad que debería afrontar en los próximos años los retos del siglo XXI se va a ver arrojada a revivir los sufrimientos del siglo XX. Putin y su camarilla se precipitan por este abismo para detener una decadencia en un mundo digital que no comprenden, y lejos de detenerla van a acelerarla, convirtiendo a su antiguo país en una potencia secundaria bajo el nada cómodo manto chino.

Un comentario adicional: hemos dejado fuera de este análisis la posibilidad de que en este conflicto bélico se produzca una escalada que derive en una amenaza relevante en cuanto al uso de armas nucleares: mejor dejémoslo así…

Tampoco podemos olvidar el efecto boomerang: si una de las intenciones declaradas de Putin era debilitar la cohesión europea y del eje transatlántico, del mismo modo que el Brexit permitió entender el sentido de la ue y reforzar su cohesión, la agresión rusa está permitiendo hacer entender a buena parte de la opinión pública la importancia de la otan en el mundo de hoy. Y esta agresión, lejos de debilitar la cohesión occidental, la puede reforzar, a condición de que nuestras sociedades entiendan que lo que está en juego son los valores democráticos y la necesidad de defenderlos, afrontando los sacrificios necesarios. No hay que olvidar que el fracaso y la humillación de Múnich no impidieron a la postre la victoria en la Segunda Guerra Mundial.

Los que tienen la paciencia de leer a quien firma este artículo saben de su querencia por la analogía wagneriana como explicación del mundo pasado, presente y futuro. Rebuscando en el inacabable repertorio de personajes de El anillo del nibelungo, nadie mejor para esta analogía con Rusia que Hagen: mitad gibichungo y mitad nibelungo, hijo de Alberich, inteligente, taimado y vengativo. Presa del resentimiento y la codicia, sus consejos llevarán a sus hermanos al desastre y la destrucción sin conseguir por ello su anhelado anillo. Parece claro en quién podría haber estado pensando Richard Wagner de haber sido contemporáneo de Vladímir Putin. ~

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es abogado del Estado (en excedencia) y experto en regulación y economía digital. Ha sido secretario de Estado de telecomunicaciones y director general de asuntos públicos de Telefónica. Preside la Comisión de
Digitalización de la Cámara de Comercio de España.


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