Fue a la playa para pensar en la nada. No es que fuera esa su intención (en realidad, buscaba lo contrario), pero el destino dispuso todo para que, echada sobre la tumbona y ante el majestuoso paisaje de la bahía, acabara teniendo la impresión de que había ido hasta ahí para sentirse miserable.
Imagino esta escena mientras leo un artículo sobre la depresión de la tumbona, una rara amenaza psicológica que acecha a los vacacionistas del nuevo milenio, el síndrome irónico de un mundo que ha perdido su capacidad para refocilar. Ahí está la jefa de recursos financieros en bikini, lejos del memorándum de último minuto y liberada al fin del apremio y las llamadas telefónicas. Pero ella se siente desfallecer. Intenta leer y no puede, quisiera contemplar la puesta de sol pero no tiene ánimo, un vodka apenas aminora sus incomprensibles ganas de llorar. Añoraba esas vacaciones, tantas veces postergadas, pero ahora que han llegado no las puede disfrutar. El ocio le causa un incomprensible dolor. Y así, inquieta, se revuelca sin parar en su tumbona, fustigada por un insecto invisible, menos prosaico que las pulgas de arena, más lacerante, metafísico incluso: el mosquito del vacío. “Nada tan insoportable para un hombre como estar en reposo absoluto”, escribió Pascal. Entonces siente su nada, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia. Lo único que desea la jefa en vacaciones es volver a trabajar. Porque así, inmóvil y puesta a contemplar su paisaje interior, le ha llegado de pronto la sensación recalcitrante de haber desperdiciado una vida, la certeza de que, lejos de la oficina, ya no es nadie. La insatisfacción se adueña de ella mientras se aplica el bronceador y no puede dejar de pensar en lo que habría llegado a ser si hubiera sido fiel a sus impulsos de juventud. Se trata del Angst, sobre el que tanto escribió Cyril Connolly en La tumba sin sosiego, el remordimiento por haber aceptado hábitos convencionales de existencia, debido a un conocimiento superficial de nosotros mismos.
Los psicólogos austriacos que acuñaron el término “depresión de la tumbona” lo atribuyen a la incapacidad de los trabajadores para liberarse del estrés acumulado durante el año, la fatiga como causa de angustia. Pero esta experiencia de sinsentido súbito podría asociarse también a lo que sucede con los jubilados que mueren de tristeza lejos del trabajo, hombres y mujeres en la última recta del camino para quienes la vida se revela, descargada de pronto de su mecánica estéril, como una habitación inabarcable y vacía, una estancia tan larga que ni el arquero más diestro sería capaz de clavar su flecha en la pared del fondo. Los jubilados podrían convertirse en los artistas organizadores de ese vacío, esculpir al fin su propia existencia, pero no tienen ánimo para hacerlo. Después de tomar el coche cada mañana, después de entrar en la oficina, clasificar archivos, almorzar rápido y mal, volver a clasificar archivos, dejar el trabajo, beber una cerveza, regresar acasa, encontrar al cónyuge, besar a los niños, comer un sándwich con la televisión de fondo, acostarse y dormir, desempeñando el mismo papel durante cuarenta años, sin salidas de tono ni variaciones reales, al jubilado se le expulsa de la escena laboral para que sea, finalmente, él mismo. Pero ignora cuál es su parlamento auténtico, pues ha vivido bajo una lastimosa continuidad de clichés. Además, tiene poco tiempo, apenas lo que queda entre la salida del público y el inicio de la nueva función. Poco tiempo y el cuerpo gastado y la memoria roída para amueblar de nuevo la habitación vacía, para comenzar de cero. ¿Tiene eso sentido?
Al trabajo se le ha concedido en todas partes el lugar de la identidad, nos atareamos para ser alguien a la vista de los demás. Y si el trabajo es la única forma de realización personal, entonces la jubilación se convierte en una repentina supresión del rostro, la entrada en la existencia sin mérito. Por eso, para muchos jubilados, que nunca fueron educados en el uso fecundo de su tiempo, el retiro es como un arribo anticipado a la fosa común. El asunto empeora cuando son despojados de sus fondos de retiro, hoy expuestos a las veleidades de Wall Street, también llamadas fluctuaciones financieras. La economía de mercado desprecia a la vejez, torpe, maniaca e improductiva, tanto como la despreciaban los jóvenes del Diario de la guerra del cerdo, la perturbadora novela de Bioy Casares donde un batallón de muchachos se empeña en exterminar de una vez por todas a los ancianos. No veo diferencia alguna entre el cinismo soslayado de este sistema de locura y fraude en el que vivimos, su crueldad implícita, y aquella cacería sin cuartel de viejos lentos y encorvados por las calles de Buenos Aires: después de haberle exprimido hasta el último centavo, la sociedad despacha al jubilado hacia la muerte por la puerta de atrás, desnudo. Ha dejado de ser empleado y consumidor, ahora es un ocioso, y de él lo único que interesa al banco es especular con su pensión. ¿Y si lo pierde todo en un revés bursátil? Qué más da, el viejo estaba a un paso de la tumba.
Me he quedado pensando todo el día en la tristeza de los jubilados y la depresión de los vacacionistas, dos mundos que solo pueden tener un final siniestro cuando se funden inevitablemente, como intuyó Michel Houellebecq en una crónica sobre un contingente de jubilados en vacaciones que aparece hacia el final de El mundo como supermercado. Lo escalofriante es que ese grupo de hombres y mujeres retirados de la vida activa alguna vez fueron jóvenes animadores destinados a entretener vacacionistas de todo tipo, pero sobre todo jubilados, en el Holiday Inn Resort de Safaga, en la costa del Mar Rojo, un hotel inmenso con más de trescientas habitaciones y discoteca y coffee-shop y terraza de espectáculos y hasta centro comercial, una ciudad con todo a la mano, incluido un clima de ensueño y animadores infatigables que un día, sin embargo, se convierten en animadores retirados, es decir, en viejos de apenas cincuenta años reemplazados por jóvenes atléticos destinados a entretener vacacionistas de todo tipo pero, también, animadores jubilados. Como en las familias circenses, en la ronda generacional de los animadores parece que no hay variación posible; ni pasado ni presente ni futuro: cada día vuelve a empezar, idéntico a sí mismo, el círculo perverso donde el pseudoocio de nuestra época se ha convertido en una extensión del trabajo. Hace tiempo, éramos animadores de los lugares de vacaciones; nos pagaban para entretener a la gente, para intentar entretener a la gente.
Después, ya casados (o más a menudo divorciados), volvemos a esos lugares de vacaciones, esta vez como clientes. Los jóvenes, otros jóvenes, intentan divertirnos. Por nuestra parte, intentamos tener relaciones sexuales con algunos miembros del lugar de vacaciones (a veces exanimadores y a veces no). A veces lo conseguimos; la mayoría de las veces fracasamos. No nos divertimos mucho. Nuestra vida ya no tiene sentido. De ese modo, el tedio deposita en la playa los restos del ocio destruido. Y nadie se sorprende cuando alguien encuentra el cadáver de un exanimador entre dos aguas en la piscina que miraba al mar.
En fin. Miro por mi ventana que no da al mar y no puedo dejar de pensar en la jubilación y las vacaciones (yo que no tengo cuenta de retiro y vivo en mis vacaciones permanentes, que para eso me hice escritora), dos rostros desoladores y mórbidos del falso ocio de nuestra época, la forma en que los tiempos cada vez más estrechos que la sociedad concede al hombre para el auténtico disfrute de sí se transforman en su reverso: una temporada en el infierno. ~