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Acostumbrados los españoles a hacer las cosas a lo grande, cuando se trata de inventarnos conflictos que pueden acabar por convertirse en embrollos finalmente inmanejables, lo cierto es que cualquier acercamiento a la cuestión de la reforma de nuestro modelo de organización territorial debe partir de un hecho ya por desgracia irrefutable: que, territorialmente hablando, en España –¡genio y figura!– no tenemos un problema… sino dos. La cabal comprensión de esta aparente paradoja resulta esencial, en mi opinión, para tratar de resolverlos
¿Dos problemas, pues? Sí, dos, sin ningún género de dudas. El primero, que conoce todo el mundo, no es otro que el que plantean desde hace años los nacionalismos vasco y catalán, y no plantean, al menos de momento, los nacionalismos gallego, valenciano, canario o balear, porque carecen de la fuerza política y electoral que para ello sería necesaria. El segundo problema, que guarda con el primero escasa relación, resulta, sin duda, menos acuciante, pero no menos peligroso a medio plazo: tras más de tres décadas de funcionamiento, nuestro Estado autonómico presenta serios desajustes que es necesario corregir para evitar que los vicios derivados de la descentralización acaben devorando sus virtudes.
Los nacionalismos, la peculiaridad del federalismo español
He repetido muchas veces que España es un Estado federal, tesis que, ampliamente compartida entre los especialistas extranjeros, traté de ilustrar por lo menudo en un extenso libro sobre Los rostros del federalismo publicado en 2012. Es suficiente con detenerse en la contemplación comparada de esos rostros para obtener dos conclusiones: por un lado, que las diferencias entre el federalismo español y la mayoría de los existentes en el mundo occidental no son mayores que las que estos presentan entre sí; por el otro, que la auténtica peculiaridad de nuestro federalismo no se deriva de esta o aquella característica constitucional sino de un elemento político de indudable trascendencia: la existencia en España de poderosos nacionalismos interiores. De hecho, ha sido la deriva secesionista de esos nacionalismos tras el desafío que supusieron, primero, el frustrado Plan Ibarretxe y, después, el secesionismo catalán con su proyecto de referéndum la que ha generado un conflicto de muy difícil solución. Para decirlo con toda claridad: ese primer problema (el de los separatismos) será sencillamente irresoluble en tanto quienes lo plantean no renuncien de plano a una reivindicación –la secesión– que ningún gobierno de España hoy imaginable va a acceder a negociar. Por eso insistir, como lo hace el psoe más allá de toda lógica, en que el actual problema catalán se resolverá con una reforma de la Constitución en sentido federal resulta doblemente falso: falso porque nuestro Estado ya es federal y esa federalización, lejos de haber servido para aquietar la reivindicación secesionista de los nacionalismos vasco y catalán, ha corrido paralela a su imparable deriva hacia el independentismo; y falso, además, porque la oferta que según los socialistas debería hacérsele a ciu y pnv desde las instituciones del Estado a cambio de su renuncia a la secesión –en esencia, un sistema autonómico fuertemente asimétrico, que privilegiase a Cataluña y el País Vasco respecto de los restantes territorios– resultaría inaceptable para las otras comunidades. Esa asimetría no cuajó cuando intentó construirse el Estado de las autonomías y fracasaría hoy, con más motivos, una vez que las comunidades se han asentado como sujetos esenciales de la vida política española. Los nacionalistas deberían ser conscientes de esta evidencia si no quieren llevar sus respectivas sociedades a una tremenda frustración y, a la postre, a una ruptura de la convivencia civil que podría resultar irreparable.
La necesaria racionalización del Estado autonómico
Sostenía líneas más arriba que el problema suscitado por los nacionalismos guarda escasa relación con el que a continuación abordaré. Escasa, pero no nula, por una razón que no puede dejar de subrayarse: porque la necesidad de enfrentarse a los múltiples conflictos expresivos del desafío nacionalista tras la consolidación del Estado de las autonomías ha supuesto un inmenso consumo de energías sociales y políticas que ha impedido en gran medida abordar la reforma racionalizadora que aquel necesita desde hace mucho tiempo. Nuestra Constitución no contenía un modelo definido de organización territorial, modelo que fue la consecuencia final, no solo de lo previsto en la ley fundamental sino también de dos pactos políticos (los firmados en 1981 entre el gobierno y el psoe y en 1992 entre el gobierno, el psoe y el pp) y de una dinámica de constante competencia entre las llamadas comunidades de primera y de segunda: las constituidas por la vía del artículo 151 y el 143 de la Constitución. De todo ello se dedujeron diversas consecuencias que iban a tener gran influencia tanto en la estructura como en el funcionamiento del tipo de Estado que se asentó en España finalmente: en primer lugar, una notable falta de claridad en el modelo, que iba a exigir la permanente intervención del Tribunal Constitucional para resolver los conflictos de competencias surgidos entre el Estado y sus comunidades e iba a poner en sus manos, por lo tanto, un gran poder; además, un proceso constante de descentralización, fruto tanto de la dinámica de competencia entre comunidades que acabo de citar como de la dialéctica que en cada una de ellas se produjo entre organización y competencias: la ampliación de las segundas exigía la extensión de la estructura organizativa de cada comunidad y esta, a su vez, en un círculo que se retroalimentaba sin parar, daba lugar a nuevas exigencias de poder; finalmente, y como consecuencia de todo ello, se produciría el progresivo asentamiento de una clase política autonómica que, incluso cuando estaba lejos de cualquier planteamiento nacionalista, identificó muy pronto, sin embargo, los objetivos de futuro coherentes con su supervivencia: la progresiva ampliación del poder autonómico mediante el fortalecimiento competencial y orgánico de las diecisiete comunidades españolas.
Sin tener presente todo este complejo proceso, que tan sucintamente he debido resumir, no es posible entender por qué nuestro Estado de las autonomías necesita un ajuste urgente ni el sentido hacia el que este debe dirigirse. En cuanto a lo primero, la necesidad del ajuste se deriva del hecho cierto de que llevamos más de tres decenios literalmente enganchados a un discurso territorial en el que los nacionalistas consiguieron imponer desde muy pronto su idea política matriz (cuanta más descentralización mejor), idea tan falsa como la contraria, que resulta incompatible con un abordaje sereno de las consecuencias que ha tenido el fortísimo adelgazamiento del Estado que se ha producido en España en un periodo muy corto. De hecho, ha sido ese proceso el que exige ahora proceder a una reforma que, desde mi punto de vista, debería perseguir, al menos, cuatro objetivos prioritarios.
1. Más claridad, lo que exige, desde luego, modificar el sistema de distribución de competencias mediante una reforma constitucional que implante el mejor de los modelos existentes en el derecho comparado: aquel que reserva al Estado los poderes esenciales para garantizar su unidad y cohesión y pone todas las restantes en manos de las unidades descentralizadas. Esa reforma constitucional debería, además, proceder a derogar el disparate contenido en el artículo 150.2 de nuestra ley fundamental, que regula unas leyes de delegación o transferencia de competencias que pura y simplemente posibilitan un abuso inadmisible: que se cambie de hecho la Constitución, sin modificarla de derecho, es decir, sin seguir el procedimiento que aquella establece a tal efecto.
2. Más cohesión, pues no hay Estado descentralizado que pueda pervivir sin instrumentos efectivos destinados a reforzar los vínculos políticos y culturales entre sus territorios y quienes los habitan. En este sentido existen dos esferas que considero prioritarias: la educación, que debe contribuir a crear lazos de unión y no a aminorarlos o disolverlos; y la lengua común, cuya oficialidad, respetando, por supuesto, la de las otras lenguas existentes en España, no puede ser sistemáticamente vulnerada incumpliendo las leyes vigentes y las sentencias de los tribunales. Una reforma constitucional que estableciese un principio similar al contenido en la Constitución de 1931 (que el castellano se usaría también como instrumento de enseñanza, junto a las lenguas regionales, en todos los centros de instrucción primaria y secundaria) podría ser en este sentido de indudable utilidad.
3. Más colaboración, de modo que las comunidades, lejos de competir unas con otras, se ayuden mutuamente y ayuden al Estado a la consecución de los intereses generales. Las relaciones entre las comunidades y estas y el Estado deben basarse en el permanente trasvase de información, la colaboración institucional, la planificación conjunta y la mutua lealtad sin la cual todo lo anterior resulta sencillamente imposible.
4. Más solidaridad, garantizando que los mecanismos esenciales que la aseguran estén especificados en el texto de la Constitución. El sistema de financiación autonómica ni puede estar en permanente cambio, ni depender de las presiones de las comunidades a las que nuestro peculiar sistema de partidos ofrece más posibilidades de presión y de consecuente beneficio.
Conozco, por supuesto, que la consecución de estos objetivos, y la adopción de las medidas necesarias para hacerlos efectivos, irá en sentido contrario a las aspiraciones de los nacionalistas. Pero, llegados al punto en que se han puesto las cosas en España, creo que constituiría un auténtico suicidio seguir esperando a que resolvamos un problema nacional, de cuya persistencia viven quienes lo provocan, para afrontar las urgentes reformas que la racionalización de nuestro Estado de las autonomías necesita. ~