La espigada y rubia cantante Mashany usa un vestido con los colores de la bandera rusa, es verano, está en un soleado y frondoso bosque como los que rodean las dachas rusas y canta "Mi Putin". Se contonea al ritmo de una tonadilla pop dedicada al presidente ruso Vladímir Putin, en la que elogia su sex appeal, la fortaleza de su carácter para remover obstáculos y librar batallas "en todos los frentes", recuperar Crimea, revivir la Unión y andar en moto.
Eres mi Putin, mi querido Putin, llévame contigo, quiero estar contigo, canta en su pegajoso estribillo. En otra escena, la rusa se lamenta contra las paredes de un callejón sin salida vestida con los colores de la bandera Ucraniana. Y en otra, espera a un misterioso motociclista (se supone que es Putin) mientras dibuja y mira un álbum de fotos del presidente.
El video de la hasta ahora desconocida cantante de Novosibirsk fue subido a YouTube a finales de enero y está por alcanzar los dos millones y medio de visitas. Es la última manifestación "espontánea" de un fenómeno surrealista de la actual política rusa: la Putinmanía. Un aparato de propaganda creado por el mismo Putin para dar a Rusia, y al mundo, la certeza de que nuevamente hay orden. El mundo tiene un nuevo líder.
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Vladímir Valdímirovich Putin es un hombre pequeño. Su metro sesenta y cinco de estatura ya no es un secreto de Estado, pues está convencido de que su grandeza se medirá en otras escalas.
En marzo de 2012 se convirtió por tercera vez en el presidente de la nación más grande del mundo –gracias a una reforma Constitucional promovida por Medvédev en 2008, su mandato será de 6 años y no de cuatro– y las manifestaciones en su contra fueron violentamente acalladas.
La estrategia de Putin para contrarrestar las protestas masivas de la nueva clase media rusa inconforme por vivir al día, en ciudades caras, con bajos salarios y sin posibilidad de expresarse libremente ha sido alimentar sistemáticamente un culto a su personalidad. Jóvenes periodistas se desnudan en calendarios y lavan autos para promoverlo, las abuelas de regiones remotas le cantan canciones de amor, los cantantes de moda le dedican sus hits de discotek, los clubes de motociclistas más rudos lo invitan a rodar por las carreteras. Aparece en los medios pescando, durmiendo tigres y osos polares, montando caballos con el torso desnudo, buceando para rescatar joyas arqueológicas, como personaje del año y hasta en las tiendas de souvenires.
En la televisión es el peleador judoca cinta negra que combate con los mejores de las especialidad; el que confronta a sus subalternos y exige respuestas expeditas; el que amenaza a los terroristas chechenos con exterminarlos de las faz de la tierra "aún si los encuentra en el baño". Actores como Gerard de Pardieu, Sharon Stone, Steven Seagal y Micky Rourke lo admiran, usan camisetas con su imagen y aplauden desaforados cuando canta en inglés cursis canciones para eventos filantrópicos.
Y lo más sorprendente: millones de rusos se han rendido ante su personalidad autoritaria y arrogante, a su discurso bélico y supremacista y a sus ansias de gloria. ¿Por qué?
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Tal vez todo se deba a la nostalgia de la atormentada alma rusa, acostumbrada a sobrevivir en rudas condiciones. Si uno no apela a ese abandono existencial no se entendería cómo, en tan solo 20 años, el despertar democrático se transformó en una pesadilla de absoluto poder presidencialista.
El único presidente elegido democráticamente en su historia, Boris Yeltsin, los dejó en la orfandad económica, sin ahorros, sin confianza en las instituciones y sin futuro. Y el único que les ha garantizado cierta estabilidad y rumbo les demanda cada vez mas sumisión. Los que atestiguaron el sorprendente ascenso de Vladímir Putin al poder no pueden más que calificarlo de surrealista y perverso. El "hombrecillo gris" y mediocre espía de la KGB se ha convertido en un político agresivo, macho y codicioso que ha acallado sin piedad a sus opositores, amasado una fortuna incuantificable y reposicionado a Rusia en la palestra mundial aunque sea solo por sus iracundas, amenazadoras y homófobas declaraciones. "Ha logrado en tres gobiernos llevar a Rusia de vuelta a la URSS", dice Masha Gessen, la periodista estadounidense de origen ruso en su libro "El hombre sin rosto".
El blogger anticorrupción Alexei Navalny que exhibe documentos, cheques y correos de las corruptelas de los amigos de Putin, está acusado interminablemente en los juzgados. Periodistas que han documentado la consolidación de un Estado mafioso que hace negocios con dinero público, encumbra a una clase oligarca corrupta e inescrupulosa y se vale de una poderosa policía secreta para sembrar el miedo y la sumisión, viven a salto de mata.
A estas alturas muchos rusos ya tienen claro que son "soldados de la patria" y que el nuevo sistema económico "socializa las pérdidas y privatiza las ganancias", pero es mejor eso que la desmoralización y la depresión de los 90. Para los que creen que se pueden hacer las cosas de otra manera la única opción es el destierro.
Detrás de la Putinmanía está el delirio de un hombre que ha logrado dirigir las miradas de los rusos hacia el espejismo del pasado, esa gloria dudosa de una postal que se sostiene por los alfileres de la nostalgia.
(ciudad de México, 1972). Periodista. Escribió "Vodka Naka" (Producciones Salario del Miedo/Almadía), un libro de crónicas en la Rusia de Putin.