Esto es lo que sé:
que era hombre al salir a dar la vuelta
y al regresar a casa era mujer.
Por la puerta trasera, con su palo
y el perro;
se había puesto sus shorts para el jardín,
una camisa con el cuello abierto
y un saco de tweed Harris cuyos codos yo había remendado.
Silbaba.
A él le gustaba oír
el primer cuco de la primavera,
luego escribirle al Times.
Yo, por lo general,
días antes que él,
lo oía pero nunca dije nada.
Esa mañana oí
un cuco mientras él dormía,
como también,
casi a las 6 p. m.,
la vaga insinuación de un trueno allá en el bosque
y percibí
un súbito calor detrás de las rodillas.
Ya se estaba tardando en regresar.
Me cepillaba el pelo ante el espejo
y preparaba un baño
cuando una cara
me saltó a la vista
junto a mi propia cara.
Eran los mismos ojos.
Pero en la escandalosa v de su camisa había unos senos.
Cuando dijo mi nombre con la voz de mujer, me desmayé.
Pero la vida debe continuar.
Dejé correr la voz de que él era un gemelo
y esta era su hermana
que se había venido a vivir mientras
él se encontraba fuera, trabajando.
E intenté ser amable en un principio:
le sequé el pelo a mano hasta que aprendió a hacerlo,
le presté ropa hasta que comenzó a comprar por su cuenta
y abracé, como hermana, su nueva y suave forma
[por las noches.
Entonces empezó a menstruar.
Una semana en cama,
dos doctores ahí,
tres analgésicos cuatro veces al día.
Y después
una carta
a las autoridades
donde solicitaba doce veces al año su licencia menstrual
[y con goce de sueldo.
Lo puedo ver ahora
con su rostro egoísta y desvaído mirando hacia la luna
por la pequeña ventana del baño.
La regla, me decía, la regla.
No me beses en público,
me espetó al otro día.
No quiero que la gente me tenga en un concepto equivocado.
Y la cosa empeoró.
Después de que se fue, me lo topaba
por aquí y por allá,
entrando a restaurantes ostentosos
del brazo de hombres influyentes
–aunque estaba segura
de que nada de eso
pasaría
si llegaba a salirse con la suya–
o en la televisión,
comentando con todas las mujeres
lo mucho que él sabía, siendo también mujer,
de cómo nos sentíamos nosotras.
Su sonrisa coqueta.
Lo único que nunca
le salió era la voz.
Un durazno que escapa de su envase.
Yo apretaba los dientes.
Y este es mi amante, dije
cuando nos conocimos
en un baile de gala,
bajo las luces, entre
cristales tintineantes,
y observé la manera en que él miraba
fijamente los ojos color violeta de ella,
la lumbre de su piel,
esa lenta caricia de su mano en mi nuca,
y lo vi imaginarse
la mordida de ella,
su mordida a la fruta de mis labios,
y oír
mi grito rojo y húmedo en la noche
mientras ella lo saludaba a él
de mano y le decía Cómo estás.
Y entonces me fijé en las manos de ambos,
en cómo sus anillos relucientes y sus uñas pintadas
[chocaban entre sí. ~
Versión de Hernán Bravo Varela.