“Los escritores son propensos a contar su propia vida, no porque tengan algo que contar, sino porque tienen la pluma siempre a mano”. Esta observación, que si no me equivoco es de Ruskin, debería ponernos en guardia frente a los textos autobiográficos de los escritores, pues siempre serán sospechosos de acometer su autobiografía movidos por el automatismo, la grafomanía o en el peor de los casos como un ejercicio escolar. (Desde luego también intervienen factores como el dinero y la vanidad, pero éstos intervienen siempre.)
Como si no todas las autobiografías fueran en algún sentido precoces, la osadía de Letras Libres de dar nueva vida al género de la autobiografía precoz desató una buena andanada de murmuraciones, muchas de ellas inspiradas en la irritación; una andanada que sin embargo no ha dado pie a una discusión pública. Ya que la autobiografía espiritista o post mortem no tiene muchos visos de prosperar, y en general se diría que una vida no está acabada o “redondeada” sino hasta el último suspiro, resulta un tanto ocioso discutir cuándo deja de ser precoz una autobiografía, cuándo un individuo ha vivido lo suficiente para estar en condiciones de contarse. La muerte llega sin avisar; lo que parecía precoz puede resultar postrero. ¿Por qué entonces las autobiografías precoces despiertan tanta animadversión?
En una crítica por lo visto olvidada, que se publicó en La palabra mágica, Augusto Monterroso hace un recuento de aquellas autobiografías precoces que llevaron a Salvador Elizondo, Juan García Ponce y Gustavo Sainz, entre otros, a voltear sobre sí mismos a esa edad simbólica pero quizá prematura de la muerte de Cristo. Allí Monterroso enumera, de la a a la h, los motivos que puede tener un lector para irritarse frente al subgénero atrevido y ahora reincidente de la autobiografía precoz. Yo recordaba el texto de Monterroso antes de leer el número de septiembre de Letras Libres, pero no recordaba sus argumentos, y cuando volví a ellos, me retorcí de risa cuando me di cuenta de que muchos de los comentarios más o menos irritados que he escuchado sobre las precocidades de Herbert, Rivera, Nettel y compañía, están ya allí, como en un guión más o menos vetusto. Monterroso apunta que tanto los autores consagrados como los no consagrados se encolerizan al leer autobiografías precoces porque nunca se han atrevido a hacerlo, porque pensaban que un requisito era precisamente la consagración, o porque entonces se dan cuenta de que están muy lejos de consagrarse. También la molestia puede llegar, según Monterroso, de otros lados: de la falta de humildad para ser modestos, de que el género de las memorias es bueno contra el alzheimer pero sólo cuando la enfermedad ya está avanzada (o eso me pareció entender), de constatar cuán doméstica es nuestra propia vida y al mismo tiempo cuán incontable.
Esta nota no tendría porqué ir más allá de la recomendación del texto jocoso y visionario de Monterroso, “Los escritores cuentan su vida”, pero ya una vez entrado en materia no resisto la tentación de aportar unas cuantas apostillas de mi ronco pecho. Es probable que el género de la autobiografía precoz haya sido concebido para irritar (confieso, para el que tenga curiosidad, que a lo que a mí me irritó está descrito en el inciso g de Monterroso), pero quizá no se ha subrayado lo suficiente que también puede llegar a ser pernicioso. Aquí algunas contribuciones al esclarecimiento de por qué, en cuanto subgénero, la autobiografía precoz es un mal ejemplo para la sociedad:
1) Habrá autores noveles que verán en la autobiografía precoz un atajo para consagrarse, de manera que el género pronto será indiscernible del relato de iniciación.
2) Los individuos precoces se darán cuenta de que su vida es más interesante de lo que pensaban, y entonces se dispondrán a ponerla sobre el papel, con lo cual los escritores, en especial los proclives a autobiografiarse, quedarán en franca desventaja.
3) Tenderá a desaparecer el género de la autobiografía senil, mejor conocido como autobiografía, hasta ahora muy inventivo por aquello de lo borroso y la distancia.
4) Quienes tengan vocación literaria comenzarán a vivir ya no su propia vida sino la que se disponen a contar, arrastrando en el impulso a sus parejas, que no tienen la culpa de nada.
5) Si la edad que dicta la UNESCO para ser considerado joven es de 35 años, será necesario crear comisiones para evaluar qué tan precoz es una autobiografía, y si por consiguiente el marbete de “postprecoz” resulta válido, como algunos aseguran.
6) Sé de un editor que ya piensa sacar su colección de “Memorias primerizas”, y de otro –no vaya a ser el mismo–, de “Arrepentimientos tardíos”.
7) Como la respuesta general frente a la autobiografía suele ser ¿y a mí qué?, no tardarán en llover las autobiografías precoces provenientes de la farándula. Allí viene la catarata de los Parchís y los Timbiriche, de los de Chiquilladas y Mundo de juguete.
8) Por el remordimiento de escribir la vida en lugar de vivirla, nos aguarda un futuro de paquetes vacacionales llenos de “Aventuras gagá”, “Tu primera vez en la madurez” y cosas semejantes.
No sugiero que haya vidas que no valga la pena contar, o que no sean “escribibles”; en alguna medida todas las vidas lo son; lo que me pregunto es por qué, si ya los escritores tienen por sí mismos esa manía, los editores se empeñan en cebarla y no se les ocurre que tal vez sea igual de atractivo conocer la vida, contada por ella misma, de una señorita cubana que a los treinta y pico no ha querido escapar de la isla, o la de alguien que no tiene nada que ver ni con Cuba ni con las letras: por ejemplo la de un don nadie que ha puesto todo su empeño para llegar a donde está y ahora nos enseña la fórmula.
– Luigi Amara
(ciudad de México, 1971) es poeta, ensayista y editor.