Premios de consolación

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Quizás en Madrid no existan lugares más extraordinarios que esas tiendas a las que se conoce como “los chinos”. Las hay de todos tipos y las mejores están ubicadas en la calle Atocha o en sus inmediaciones. En ellas se puede encontrar casi cualquier cosa imaginable por un precio irrisorio. Desde un utensilio indispensable de la cocina hasta una antena que roba señales de televisión, por no hablar de la infinidad de cosas insólitas que se pueden encontrar en medio de las estanterías atestadas de chucherías y baratijas: sostenes diseñados para albergar hasta tres tetas, libros sagrados con capítulos apócrifos (tendrían que ver mi ejemplar en chino de La Biblia, con dos versiones opcionales del Apocalipsis), películas porno chipriotas, ropa interior para gigantes, gatos de plástico que son teléfonos, gatos que son lámparas, gatos que son teléfono y lámpara al mismo tiempo, figuritas navideñas del niño Jesús que bostezan y hacen pipí, recopilatorios de los últimos éxitos musicales en Shangai, flores de plástico misteriosamente regadas por el dependiente cada cierto tiempo, santos con aureolas que recuerdan la iluminación de las discotecas. En conjunto todos esos objetos componen una especie de santuario popular de la baratija (iba a decir museo, pero me doy cuenta de que en los museos los objetos y las personas están separados por el fetichismo cultural). Aquí la relación que se establece con las cosas vuelve a ser amable, desprovista del instinto depredador propio del consumidor de las grandes superficies o de los centros comerciales: aquí la gente “recupera” las cosas.
     Lo curioso es que estos sitios son el reino de la falsificación y la banalidad. Aquí es posible hallar, reproducidas al infinito, las réplicas de las porcelanas Lladró, de los Rolex, de los zapatos deportivos de moda, de los electrodomésticos más novedosos. Clones sospechosamente baratos de casi cualquier producto que en la actualidad represente poder o prestigio. Alguien podría aducir que recuperar la relación con los objetos es imposible de este modo si, como decía Benjamin, la técnica de la reproductibilidad le roba el aura a lo reproducido, lo desvincula de la tradición y lo descoloca en el espacio y en el tiempo. Pero lo cierto es que todos estos objetos, en su calidad de falsificaciones, de impostores de iconos que delimitan las jerarquías, representan verdaderas provocaciones al orden de nuestras relaciones actuales con la mercancía. Es como si involuntariamente se instituyera la baratija sin aura, el cadáver del objeto, como símbolo paródico de las desigualdades económicas, mediante una acción que simultáneamente le inyecta una suerte de vida artificial al objeto cutre, un aura postiza que a veces se muestra capaz de ponernos ante una revelación (como ocurre por ejemplo con unas cajitas del tamaño de una tabaquera, que al abrirse nos dejan ver un paisaje lacustre donde croa un puñado de ranitas de hojalata en medio de una noche estrellada).
     Por si fuera poco, la otra tarde vi en la tele que en el barrio de Lavapiés una señora viuda devolvió una imagen holográfica de Jesucristo —de esas que cierran o abren los ojos, dependiendo de la posición del espectador— con el argumento de que el Redentor a ratos le hacía guiños obscenos. Y en otro programa del canal comunitario, en el que se denunciaban los casos de infravivienda en Madrid, vi con terror y perplejidad la historia de un viejo de setenta años que, para mitigar la opresión de sus nueve metros cuadrados sin ventanas, no dudó en recurrir a las fabulosas tiendas de chinos: en una de las minúsculas paredes había colgado un cuadro “animado”, con cascadas que simulaban el movimiento de aguas cristalinas gracias a un artificio oculto de luces y aspas. “Para tener algo que ver”, explicó el señor.
     Lo que se vende en las tiendas de chinos son como “premios de consolación” que da la sociedad de consumo a los perdedores. Pero la clave está en saber que los premios principales no son mejores sino solamente más caros —esos objetos son tanto víctimas como victimarios en el juego fetichista de sus propietarios— y que las baratijas de los chinos, en cambio, son auténticas armas-juguetes de resistencia. ~

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