Hace no mucho, paseando cerca del Metropolitan Museum, vi a un joven de la edad de un estudiante universitario con una camiseta que rezaba: “I ♥ Adorno”. Ignoro si el eslogan tenía una intención irónica, pero captura perfectamente la ambigüedad que todavía rodea el nombre de Theodor Adorno casi cuarenta años después de su muerte. Por un lado, es la clase de intelectual que no sólo tiene lectores, sino fans que se definen a sí mismos, en parte, por su lealtad a él. La amplitud y el absolutismo de sus juicios, el modo en que parece mirar desde las alturas, desde las cumbres de la teoría, toda la cultura y la historia inspiran una devoción propia de los cultos que los pensadores más modestos ni suscitan ni desean.
La teoría crítica de Adorno, que permite a quien la esgrime descubrir los estigmas de la historia en los más triviales productos de la cultura, es especialmente atractiva en nuestra era postideológica, en la que el análisis cultural marxista resulta más convincente que la economía marxista. (Para ejemplos, vean cualquier número de la revista n + 1, de la que Adorno es un espíritu tutelar.) Hasta la famosa dificultad de la prosa de Adorno, que retiene en las traducciones la abstracción aureolar del alemán, contribuye a aumentar su atractivo. Como el gurú sentado en la cima de una montaña, su enseñanza resulta más seductora por las penalidades que el buscador sufre a lo largo del camino.
Pero al mismo tiempo, esa camiseta demuestra –dialécticamente, habría dicho Adorno– que su celebridad es de una naturaleza que se cancela a sí misma. Elevar su nombre a un eslogan es al mismo tiempo reducirlo a una marca, una de las señales intercambiables con las que el consumidor construye su identidad ilusoria. Es un ejemplo de manual de lo que Adorno llamaba “reificación”, la reducción de una experiencia vital subjetiva a una mera cosa muerta. Las casi insoportables exigencias del pensamiento de Adorno –que es agotadoramente consecuente en su recelo ante el placer, su anhelo de una utopía inalcanzable– son silenciadas y traicionadas por el símbolo kitsch del corazón.
No. Adorno, que escribió que “incluso el árbol que florece miente en el momento en que su flor es vista sin la sombra del terror”, no querría sin duda que le “quisieran”. En el mejor de los casos, sentiría un placer lúgubre al ver esa confirmación del poder de lo que él llamó Industria Cultural, que neutraliza incluso los más poderosos desafíos a su dominio. Y quizá sea justo añadir que su vanidad se habría visto complacida. Pues como en una ocasión observó la esposa de Max Horkheimer, su colega de la Escuela de Frankfurt, “Teddie es el narcisista más monstruoso que puede hallarse en el Viejo Mundo y en el Nuevo”.
La crudeza de esa afirmación es excepcional entre las muchas opiniones sobre Adorno citadas en Theodor W. Adorno: One Last Genius (Harvard University Press), pero el sentimiento no es único. El fascinante estudio de Detlev Claussen no es exactamente una biografía, no narra los acontecimientos de la vida de Adorno en orden cronológico, sino que prefiere saltar temáticamente a lo largo de las décadas y da por hecho un importante conocimiento previo de su obra y su entorno. Podría describirse como la biografía de las amistades de Adorno, o incluso mejor: sus relaciones, puesto que incluso sus amigos parecían pasar épocas en las que le tenían aversión.
Claussen, que tuvo la ocasión de estudiar con Adorno, escribe como discípulo, siempre se pone de lado de su maestro contra las maliciosas críticas que con frecuencia inspiraba. Pero lo que unía a Adorno con las brillantes figuras que pueblan este libro –desde artistas como Alban Berg, Fritz Lang y Thomas Mann hasta idiosincrásicos pensadores como Siegfried Kracauer, Ernst Bloch y Walter Benjamin– era algo más poderoso que el afecto. Era la historia: la historia de Alemania y de los judíos alemanes en el siglo XX, que arrojó a Adorno de Frankfurt a Los Ángeles y de vuelta y convirtió la obra de su vida en una sostenida meditación sobre el desastre.
“El pasado reciente siempre se presenta como si estuviera destruido por catástrofes”, anotó Adorno en Minima Moralia, la colección de aforismos que escribió durante la Segunda Guerra Mundial. Para sentir la fuerza de esta máxima, es necesario entender el curso de la vida de Adorno. Nació en Frankfurt en 1903, hijo de Oscar Wiesengrund, un comerciante de vinos judío, y Maria Calvelli-Adorno, una cantante profesional procedente de una familia italiana católica. (Su decisión de cambiarse el apellido ostensiblemente judío de su padre por el de su madre cuando era un refugiado en América, durante la guerra, es débilmente defendida por Claussen, pero a pesar de ello parece deshonrosa.) Hijo único, Teddie fue mimado por unos padres que le consideraban un prodigio. Al final de su vida, hizo hincapié en el acusado contraste que experimentó entre su casa familiar –segura, amante, libre– y el mundo de la escuela, donde se reían y abusaban de él.
“En un sentido real”, escribió en 1935, “debería ser capaz de deducir el fascismo a partir de los recuerdos de mi infancia. Del mismo modo en que un conquistador manda enviados a las provincias más remotas, el fascismo había mandado allí a su guarda de avanzadilla mucho antes de llegar: mis compañeros de escuela… Los cinco patriotas que pegaban a un solo compañero de clase, que le destrozaban, y cuando él se quejaba al maestro, le difamaban llamándole traidor a la clase… ¿no son ellos como esos [nazis] que torturaban a los prisioneros para refutar a los extranjeros que decían que se torturaba a los prisioneros?”
Claussen confirma lo que ya debería ser evidente: que el niño que era pegado por sus compañeros de clase era el propio Adorno. Fue víctima de un grupo de cinco niños que formaban el llamado “Grupo inofensivo”, que atacaban a su compañero de clase con gritos antisemitas: “¡Saludos al padre Abraham!” El cariz maniqueo de su infancia –la utopía del amor atacada por la crueldad del mundo y su deseo de dominación– sobrevive en el pensamiento maduro de Adorno. Incluso después de doctorarse a la excepcionalmente precoz edad de veintiún años, Adorno tenía la esperanza de que su futuro estuviera en la música, en consonancia con las tradiciones de la familia de su madre. Fue a Viena a estudiar las más modernas técnicas de composición atonal y se convirtió en pupilo de un discípulo de Arnold Schoenberg, Alban Berg. Pero como muestra Claussen, Adorno se vio eclipsado en el medio intensamente competitivo de la Segunda Escuela Vienesa por Hanns Eisler, que se convertiría en su amigo para toda la vida.
Finalmente, las ambiciones de Adorno le dieron la espalda a la composición y se volvieron hacia la crítica musical. (Es raro, y una pena, que los años treinta, en muchos sentidos los fundamentales de la vida de Adorno, sean casi completamente ignorados por Claussen.) Pero sus escritos sobre música estuvieron desde el principio movidos por su interés en la sociedad y la política. Con el tiempo, la música en particular y la cultura en general darían a Adorno el perfecto lugar privilegiado desde el que criticar lo que él veía como la alienación y la falsa conciencia de la sociedad burguesa. Así fue, aún en mayor medida, cuando Adorno llegó a Los Ángeles en los años cuarenta, desde donde pudo observar de primera mano la industria de la radio y el cine.
Pero incluso Claussen se sonroja por el ignorante y esnob desdén de Adorno por la música popular americana, que reunía bajo la etiqueta única de “jazz”. Esto “parece ser un punto flaco de su obra”, reconoce Claussen, pero en realidad es más que eso. El desdén de Adorno por el jazz y los que lo escuchaban, su creencia en que la música popular es simplemente la herramienta que utiliza la Industria Cultural para colonizar la conciencia de las masas, es indicativa del arrogante absolutismo que caracteriza su pensamiento en general.
Dado que consideraba la música como un progreso hegeliano de Beethoven a Schoenberg, al ritmo de la inexorable alienación de la sociedad burguesa, Adorno consideraba cualquier música del siglo XX menos alienada que la de Schoenberg una cobarde vuelta atrás, un rechazo al conocimiento difícil. (Éste era el caso del neoclasicismo de Stravinsky y de las Andrews Sisters por igual.) De un modo análogo, la teoría crítica trata de explicar toda la historia contemporánea como la inevitable resolución de una dialéctica histórica que culmina en el nazismo. Adorno es Hegel al revés: en lugar de tratar de demostrar que la historia se mueve por el ingenio de la razón, trata de mostrar que marcha con paso firme hacia el sinsentido. En Minima Moralia reescribió el dictum de Hegel: “la verdad es el todo” como “todo es falso”.
Pese a la habilidad intelectual que Adorno volcó en este esfuerzo, y sus indudables nuevas percepciones de la historia y la cultura, es precisamente la naturaleza totalizante de su pensamiento lo que lo hace tan cuestionable. Con la sutileza de un escolástico, Adorno trató de demostrar que todos los aspectos de la vida del siglo XX estaban implicados en el mismo proceso de alienación, explotación y sufrimiento. “La vida equivocada no puede ser vivida correctamente”, decretó, y de ahí que cualquiera que creyera estar viviendo correctamente o disfrutando de los “placeres falsos” de la cultura burguesa estuviera miserablemente engañado. Adorno niega, efectivamente, la posibilidad de espontaneidad y pluralismo, de libertad y nuevos comienzos. En otras palabras, todas las capacidades humanas que hacen posible el humanismo genuino.
Sólo al otro lado de la redención, en la utopía que Adorno vagamente vislumbró, habría de nuevo lugar para la felicidad. Podía escribir muy conmovedoramente sobre esa utopía, evocando frecuentemente imágenes de la infancia, como cuando sugiere que el amor de los niños por los animales tiene que ver con su indiferencia al provecho y la pérdida de los humanos. “Al existir sin ninguna finalidad visible para los hombres”, escribe, “los animales ofrecen, como a modo de expresión, sus propios nombres, totalmente imposibles de intercambiar.” Lo mejor del libro de Claussen es cómo nos ayuda a comprender los extremos de la experiencia de Adorno, que dieron pie a tanta esperanza y tanta desesperación. ~
Traducción de Ramón González Férriz
Con autorización de The New York Sun