El texto es, ante todo, contenido. Cuando el lector se aproxima a una novela o un ensayo, lo que le interesa es enterarse de lo que el autor le quiere comunicar.
Mientras la comunicación se mantiene en el terreno de la oralidad —como en un discurso político o en una obra de teatro— hay una serie de factores ajenos a la sustancia del texto que, sin embargo, juegan un papel fundamental: la mirada, la entonación, la postura, los ademanes y hasta la vestimenta contribuyen a potenciar o socavar la credibilidad del emisor. Nadie será convencido por un orador que denote inseguridad o nerviosismo.
Si la comunicación abandona el terreno de lo oral y se presenta de forma impresa mediante esa representación mecánica del lenguaje que llamamos tipografía, el mensaje carece de estos apoyos «externos», que en realidad forman parte integral del mensaje mismo. No obstante, el texto sí se ayuda de dispositivos aparentemente neutros, entre los que destaca la forma misma de las letras y la disposición de ellas en el soporte (papel o pantalla). He ahí un arma secreta de persuasión, un recurso velado y potente que el mundo editorial en general y el diseño gráfico en particular han sabido aprovechar desde hace mucho tiempo.
En la era digital, todos los que poseemos una computadora somos un poco diseñadores gráficos y, por ende, manipuladores del aspecto de los textos. Ejemplo: al estudiante de secundaria le encargan escribir un ensayo y, como no sabe mucho sobre el tema, disimula la poca extensión de su escrito aumentando el tamaño de la letra (el puntaje, dicen los especialistas), aumenta la longitud de los márgenes, agrega blancos entre renglón y renglón, separa los párrafos con una línea adicional… El estudiante sabe que estas «ayudaditas» maquillan el hecho insoslayable de su ignorancia o su pereza.
No se piense que todos los maquillajes son igual de perversos. También existen los que, en vez de ocultar, resaltan las cualidades de la persona que lo usa. La tipografía puede apoyar un argumento, clarificar el pensamiento de un filósofo o, por el contrario, volverlo más opaco. Todos hemos sentido alguna vez que el libro antes ininteligible se vuelve diáfano cuando lo leemos en otra edición. Quizá sea la traducción o el tiempo transcurrido entre ambas lecturas. Propongo a la tipografía como otra causa posible.
El recurso preferido de la tipografía es la metaforización. Otro ejemplo: el ejecutivo prepara la presentación de un proyecto de cuya aprobación depende conservar su empleo. La aplicación informática en la que la realiza le permite elegir de entre cientos de fuentes tipográficas (también llamadas tipos). ¿Haría bien en escoger una que parezca dibujada por un niño o, por el contrario, una que se vea sobria y profesional? Lo más probable es que prefiera la segunda. Aunque no alcance a determinar con precisión qué características formales representan la sobriedad y el profesionalismo, intuye que lo infantil no es algo que deba relacionarse con lo que presenta —a menos, quizá, de que nuestro ejecutivo trabaje en un parque de diversiones—. La ecuación es bastante simple: si quiero que mi trabajo sea considerado por mi público como digno de crédito, sería pertinente una fuente tipográfica que apoye esa pretensión y no una que la contradiga.
Las fuentes tipográficas no surgen de la nada. La primera fue creada por Peter Schöffer a instancias de Johannes Gutenberg, cuya premisa fue emular las letras de los escribas medievales para hacer pasar sus impresos por manuscritos. La oferta ha ido creciendo a lo largo de los siglos y hoy, de nuevo gracias a la computadora, ha vivido un crecimiento exponencial, pues permite que, con una inversión relativamente pequeña, cualquier interesado pueda hacer sus pininos y publicar fuentes tipográficas digitales (tengan suficiente calidad o no: la facilidad de publicar es una característica de la vida digital, como sabe cualquier usuario de redes sociales). Después de un arduo proceso de aprendizaje, estará listo para publicar fuentes profesionales, aptas para comercializarse e incluso podrá recibir el encargo de diseñar una fuente tipográfica exclusiva para una empresa o institución (así es: hay gente y empresas que pagan por utilizar las creaciones de algunos tipos).
La diversidad presente en la tipografía ha llevado a algunos individuos al intento fatuo de clasificarlas. Probablemente el intento más famoso sea el de Maximilien Vox, retomado después por la Association Typographique Internationale. A mí me parece más enriquecedora la propuesta realizada por Robert Bringhurst en Los elementos del estilo tipográfico, la cual vincula a la tipografía con movimientos artísticos de Occidente: así, habría tipografía renacentista, manierista, barroca, rococó, neoclásica, romántica, realista, modernista (geométrica y lírica), expresionista y posmodernista (elegiaca y geométrica). Al igual que todas las demás clasificaciones, es imperfecta y su solidez tiende a desdibujarse en los periodos más recientes. Sin embargo, tiene el gran mérito de relacionar esta actividad con su contexto. No pretende que la tipografía sea considerada una de las bellas artes, mas hace hincapié en que los diseñadores de tipos viven en una sociedad determinada y experimentan las mismas influencias que pintores, músicos y arquitectos. Mencionaré sólo tres de sus divisiones:
—Estilo renacentista: Desarrollado por los escribas del norte de Italia en los siglos XIV y XV, y traducido a tipo móvil alrededor de 1465. Sus orígenes caligráficos son claramente perceptibles y es justamente esa humanidad lo que ha permitido su vigencia por más de quinientos años. En la actualidad, la mayor parte de los libros se componen con fuentes tipográficas pertenecientes a este estilo.
—Estilo romántico: La era de la Ilustración vio nacer fuentes tipográficas racionalistas, en las que el trazo manual fue suprimido hasta prácticamente desaparecer. El contraste dramático, esencial para el arte del periodo, se manifiesta en los trazos horizontales. El efecto es bello y diáfano, por lo que hoy es un estilo muy socorrido en libros de arte.
—Estilo modernista geométrico: Letras sintetizadas en figuras geométricas simples y despojadas de los remates, esos pequeños trazos horizontales, por ser considerados superfluos. Su florecimiento coincide con el de las vanguardias del siglo XX y el de la influyente escuela de la Bauhaus. La lectura en dispositivos electrónicos ha favorecido la hegemonía de los tipos sin remates, pues tienen la gran ventaja de carecer de sutilezas difíciles de representar por la baja resolución aún existente en este tipo de pantallas.
Yo, por mi parte, he contribuido mínimamente a la revaloración de nuestra herencia tipográfica ocupándome de la obra de Antonio de Espinosa, segundo impresor novohispano (su taller entra en operación en 1559), sólo detrás de Juan Pablos (en 1539). Hay pruebas indirectas que sugieren que él podría ser también el primer diseñador de tipos del continente. Durante varios años, me dediqué a dar vida digital a los tipos que aparecen en los impresos de Espinosa, lo cual significó analizar los libros que de él se conservan en la Biblioteca Nacional de México y, después, con muchísima paciencia y esmero, dibujar en la computadora aquellas letras de hace cuatro siglos, completar los signos que no se ocupaban entonces, verificar que los espacios entre caracteres sean óptimos y cuidar su desempeño técnico. Hoy la familia Espinosa Nova consta de 12 fuentes digitales —redonda, cursiva, negrita, negrita cursiva, gótica rotunda, fuente de títulos, ornamentos, cursiva aldina y cuatro fuentes de capitulares— y aunque, en estricto sentido, no todas las fuentes provienen de la mano de Espinosa, el resultado en su conjunto ha merecido el comentario de ser «inusualmente respetuoso con sus materiales de referencia».
El principal problema con todas las clasificaciones, incluida la de Bringhurst, es que hay fuentes que echan por tierra los cajones prefabricados. Para no ir más lejos, ¿Espinosa Nova es una fuente renacentista porque actualiza el trabajo de un impresor novohispano? ¿O es posmodernista elegiaca, porque yo vivo en el siglo XXI y le agregué negritas, las cuales no existían en el Renacimiento? Dilemas semejantes avivan encendidos debates entre los afectos a etiquetar todo lo que ven. Yo prefiero no tomármelo tan en serio y disfrutar la diversidad que se me presenta… lo cual, por cierto, debe ser también una característica típica del siglo XXI.
Es difícil precisar el número de fuentes digitales que existen, pero la cifra sin duda supera los varios miles. Hay quien piensa que son demasiadas. Quienes se dedican a esta actividad consideran que hacen falta muchas más. Para decirlo con las palabras de Bringhurst, «La tipografía es escritura idealizada: por eso no hay límite para el diseño de tipos, como no lo hay para las expresiones de un ideal». En algún sentido, son como escritores de novelas. ¿Qué se puede narrar que no haya sido narrado ya? Sin embargo, muchos consideran que aún queda algo por decir y lo siguen intentando. Los resultados muchas veces son mediocres y ocasionalmente sublimes. Los diseñadores de tipos también pretenden encontrar una veta novedosa. También, por cierto, a veces la creación de nuevas fuentes obedece a necesidades tan fundamentales como la inclusión de signos que permitan la escritura de lenguas minoritarias, no consideradas por los grandes corporativos. En ese tipo de proyectos la actividad del diseñador de tipos adquiere una de sus más loables justificaciones.
Es cierto que el texto es ante todo contenido, pero también que, para existir, el contenido debe tomar una forma. La tipografía es esa bisagra que vincula forma y contenido.
(ciudad de México, 1979) es diseñador de tipos. Es coautor de Cómo crear tipografías. Ha diseñado familias tipográficas para el Fondo de Cultura Económica, Librerías Gandhi y el gobierno federal de Mé