Cerditas de narices peludas aceleran el paso por bosques de robles y de encinas en el Piamonte italiano y el Périgord francés. Un tufo a cerdo cachondo emana de la tierra durante el otoño sin levantar sospecha entre las hembras. En medio del ansia reproductora, ninguna se pregunta si es posible que haya un macho vivo enterrado, solo cavan con sus hocicos, palpitan, hozan, gruñen y justo cuando creen que un cerdo aparecerá entre las raíces de los árboles la evolución se convierte en decepción.
Es la tragedia de ser una cerda trufera.
Desde Egipto y Grecia y Roma los seres humanos han sabido que sobre la faz de la tierra nada hay más lujoso que una trufa. Afrodisíaco, se le ha dicho a ese hongo excepcional y aromático desde siempre. Costoso. Nunca ha dejado de valer lo que hoy: tres mil dólares por cuatrocientos gramos de trufas blancas de Alba. ¿Cuándo han escuchado de un afrodisíaco que sea barato? Billetera mata galán, se dice también desde Egipto y Grecia y Roma.
La relación entre las trufas y el sexo es histórica, y pocos han escrito tan bien sobre el tema como el gran Jean Anthelme Brillat-Savarin. En 1825 publicó La fisiología del gusto, algo así como el Antiguo Testamento de la ensayística gastronómica. En esas páginas asegura que las trufas francesas no son tan buenas, que ni siquiera las italianas se comparan a las libias, pero sobre todo se explaya en el mito afrodisíaco. Cuenta que una mujer comía trufas con su esposo y un amigo. Al terminar, el esposo se excusó y fue a descansar, y ya solos ella y el otro hombre empezó un forcejeo incómodo. Se intuye que ambos querían tener sexo pero la moral le gana a la mujer, quien le dice algo así como “Hoy no, pero mañana sí”.
Al día siguiente –sigue la anécdota– la mujer se arrepiente de haber resistido con semejante timidez. ¿A quién culpar? ¿Al otro hombre? ¿A la inocencia de su esposo? ¿A ella? Pues no, la culpa es de las trufas, esos hongos afrodisíacos del demonio. Brillat-Savarin no cuenta si finalmente tuvieron sexo, aunque entonces no se sabía que a las pobres trufas no les va bien en la cama.
Lo de las cerdas truferas viene de que las trufas huelen a cerdo en celo. De eso y de que es prácticamente imposible cultivarlas. Crecen de forma salvaje y errática bajo la tierra y mientras la mayoría de hongos se reproducen asexualmente o sin necesidad de un sexo opuesto, las trufas son una suerte de hermafroditas disfuncionales. Cuando se agrupan en las raíces de un árbol, la colonia termina asimilando el mismo sexo, por lo que no pueden reproducirse, y solo insectos, perros y los propios cerdos llevan accidentalmente esporas de comunidades femeninas a comunidades masculinas.
Nada de afrodisíacas. Las trufas no saben tener sexo.
Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.