Una manera de vivir
Es una casa antigua suspendida en el valle,
bajo la protección de los cerezos.
Aún cree que la mañana, por costumbre,
la sostienen los pájaros
y en voz baja me habla de sus manos,
de aquellos mismos árboles;
del estremecimiento
visible de sus hojas, que es como la belleza
de las cosas perdidas, hecho sólo
de pequeños reflejos.
El agua se detiene,
me dice algunas veces,
bajo el puente de piedra, se hace más oscura,
con el tiempo más íntima.
Casi toda su vida
ha transcurrido aquí, en este espacio,
y ahora siente el cansancio de una luz sin secretos.
Nada puede ofenderme, reconoce,
ni la lluvia ni sus restituciones,
nada de esta vida, nada de la otra.
Con los años
se ha ido acostumbrando a la felicidad,
esa gran veta blanca que conmueve
el corazón nocturno de las cosas.
Los trabajos del día
El brillo de las uvas al final de la noche
como un agua estancada.
El humo, la mañana, la ciudad que se asoma
con los ojos cerrados,
amparada en el sueño, en la inocencia
suavemente fingida de los amaneceres.
El paso de las nubes sobre un paisaje inmóvil
que se va esclareciendo.
La inquietud de la savia como el roce
de la mano de un niño, como un ruido
que sube desde dentro, que amortiguan las hojas.
La luz que se refleja en la ventana y que nos hace mirar,
su pequeño destello imperceptible
sobre la santidad de la madera.
Las ramas de la acacia,
la ceniza aún caliente del espino,
el hombre que envejece sobre la misma piedra
que tú y yo colocamos
y que hemos decidido guardar para nosotros.
Es lo mismo de siempre:
el vuelo circular de las palabras
sobre todas las cosas; el trabajo,
antes de que la noche se vuelva imprescindible,
de organizar a solas, con un poco de luz,
otra vez el paisaje. ~