Es fácil que un traductor exagere la importancia de la obra en la que está trabajando. A principios de los años ochenta, mientras me encontraba traduciendo Vida y destino –la novela épica de Vasili Grossman sobre la Segunda Guerra Mundial y el totalitarismo–, estaba convencido de que se trataba de una obra extraordinaria. Sin embargo, a medida que transcurrían los años y poca gente, tanto en Rusia como en Occidente, parecía prestarle atención, empecé a dudar de mi valoración. Fue toda una alegría, por lo tanto, releer la novela el invierno pasado, por primera vez en veinte años, y darme cuenta de que había subestimado la grandeza de Grossman. Vida y destino no es sólo un libro valiente y sabio, sino que está escrito con una sutileza chejoviana.
Collins Harvill publicó mi traducción de Vida y destino en 1985. Las reseñas fueron positivas en su mayoría, pero las ventas resultaron decepcionantes, especialmente a la vista de que había sido un éxito editorial en Francia; uno de los temas centrales de Grossman -–la identidad del fascismo y el comunismo– era claramente un asunto más acuciante en un país en que el comunismo contaba todavía con una fuerza política significativa. Y hubo críticos ingleses que consideraron que Grossman era aburrido. Anthony Burgess, por ejemplo, pareció irritarse por la opinión de George Steiner de que “novelas como La rueda roja de Solzhenitsin y Vida y destino eclipsan todo lo tenido por ficción seria en Occidente al día de hoy”. Burgess acusó a Grossman de falta de imaginación, algo sorprendente que atribuir a un escritor capaz de describir tan convincentemente los últimos momentos de un niño muriendo en una cámara de gas nazi.
Cuando Igor Golomstock, el crítico de arte emigrado, me mostró por primera vez un ejemplar de la edición rusa original de Vida y destino, publicado en Lausanne en 1981, y me sugirió que tratara de persuadir a algún editor para que la tradujera, me reí. Yo no leía libros de esa extensión, dije, y no digamos ya traducirlos. Un mes más tarde, Igor me dio los textos de cuatro programas de radio sobre la novela que había hecho para el servicio ruso de la BBC. Para mi sorpresa, me cautivaron, y no tardé en ponerme a traducir un capítulo de muestra. El inmenso número de personajes y argumentos secundarios hacía que Vida y destino pareciera desalentadora, pero una vez empezada la lectura, su claridad y su compasión la hacían muy accesible.
Grossman es en muchos sentidos un escritor de la vieja escuela, y quizá por esa razón los críticos literarios han mostrado escaso interés por él. Durante muchos años, fueron los historiadores –Antony Beevor y Catherine Merridale por encima de todos–– quienes afirmaron su importancia. La reciente traducción de Beevor de los diarios de guerra de Grossman (Un escritor en guerra, del que tomo diversas citas en este artículo) ha hecho más que nadie por hacer llegar al escritor al gran público. Desde las publicaciones de los diarios el año pasado, las ventas de Vida y destino en Gran Bretaña han pasado de quinientos al año a quinientos al mes. Y en marzo, un artículo del Guardian de Martin Kettle halagando Vida y destino lo convirtió en poco tiempo en el segundo libro más popular de Amazon en el Reino Unido.
Grossman es un escritor metódico; nunca trata de deslumbrar al lector. De manera que tal vez sea apropiado que este reconocimiento le haya llegado sólo gradualmente. En todo caso, desde hace un tiempo, ha quedado claro que Vida y destino está encontrando su lugar en el mundo. Desde 2005, el centenario del nacimiento de Grossman, han salido a la calle dos nuevas ediciones de su clásico en inglés. Y en los años noventa se publicaron dos biografías en esa misma lengua: Vasily Grossman: The Genesis and Evolution of a Russian Heretic de Frank Ellis y The Bones of Berdichev de John y Carol Garrard. Esta última hace hincapié en la importancia de Grossman como testigo de la Shoah. Quizá no exista un lamento por los judíos de la Europa del Este más enérgico que la carta que Anna Semyonovna, un retrato en clave de ficción de la madre de Grossman en Vida y destino, escribe a su hijo y saca a escondidas de un pueblo ocupado por los nazis. La última carta, una obra representada por una sola mujer basada en esta carta, fue puesta en escena por Frederick Wiseman en París y Nueva York. Una versión rusa fue estrenada en Moscú en diciembre de 2005.
Grossman no sólo será recordado por su evocación del Stalingrado en guerra y por sus testimonios, periodísticos y de ficción, de la Shoah. También nos dejó el más vívido testimonio en la literatura mundial de la hambruna: su última obra mayor, la novela inacabada Todo fluye, incluye el relato de la terrorífica hambruna de Ucrania en 1932 y 1933. Es muy característico de Grossman que Anna, la compasiva narradora de este capítulo, esté implicada, como funcionaria menor del partido, en la implementación de medidas que exacerbaron la hambruna. No podemos evitar identificarnos con Anna y en consecuencia también nosotros nos sentimos culpables; Grossman no concede al lector el lujo de la indignación. Todo fluye incluye también la sátira de un juicio: el lector es requerido a pronunciar su dictamen sobre cuatro informantes. Los argumentos que Grossman da a la defensa y a la acusación son vívidos y alarmantes; como lector, uno cambia de parecer constantemente.
Grossman no es todavía ampliamente leído en la Rusia contemporánea. Los nacionalistas no pueden perdonarle una larga meditación, en Todo fluye, sobre “el alma esclava” de Rusia. Muchos rusos todavía no han tenido tiempo de digerir la inmensa cantidad de literatura previamente prohibida que fue publicada por primera vez a principios de los años ochenta. El escritor uzbeco Hamid Ismailov, por ejemplo, me ha contado que leyó tanto durante esos años que ya no era capaz de recordar quién había escrito qué. Y entonces, después del colapso del comunismo, los rusos fueron arrojados a un mundo tan desconocido y aterrador que tenían poco tiempo y energía para pensar en su pasado soviético.
Pero muchos otros grupos de lectores se están viendo ahora atraídos por Grossman: emigrados ucranianos, que le aprecian por su escritura acerca de la terrorífica hambruna; judíos, que le aprecian por lo que escribió acerca de la Shoah; gente interesada por la historia de la Segunda Guerra Mundial y la relación entre el comunismo y el fascismo; periodistas, que le consideran un corresponsal de guerra ejemplar. Es interesante que un reciente congreso europeo que conmemoraba el centenario del nacimiento de Grossman fuera celebrado en un centro católico de Turín y que varios de los escritores, críticos y periodistas que más admiran a Grossman ––Gillian Slovo, Martin Kettle y John Lloyd entre otros– sean ex marxistas. Tanto católicos como marxistas tienden a esperar del arte que no sólo sea una fuente de alegría, sino también que provea una guía moral y una mayor comprensión de la realidad.
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Vasili Semyonovich Grossman nació el 12 de diciembre de 1905 en Berdichev, una ciudad ucraniana que albergaba una de las comunidades judías más grandes de Europa. Sus padres eran judíos y le pusieron a su hijo el nombre de Iosif, pero este nombre claramente judío fue posteriormente rusificado y convertido en Vasili. La familia era acomodada y estaba asimilada. En algún momento de su temprana niñez, sus padres se separaron. Entre 1910 y 1912, el joven Grossman y su madre vivieron en Suiza, probablemente en Ginebra. Su madre, Yekaterina Savelievna, trabajaría más tarde como profesora de francés. Entre 1914 y 1919 asistió a la escuela secundaria en Kiev, y entre 1924 y 1929 estudió química en la Universidad Estatal de Moscú. Allí cobró conciencia de que su vocación era la literatura. Sin embargo, nunca perdió su interés en la ciencia; Viktor Shtrum, la figura central de Vida y destino y en muchos aspectos su autorretrato, es físico nuclear. (Primo Levi, otro gran testigo de la Shoah, trabajó como químico industrial. Como Grossman, es un maestro de la descripción precisa.)
Después de licenciarse, Grossman se trasladó a la región industrial de Donbass, en el este de Ucrania, para trabajar como inspector en una mina y profesor de química en un instituto médico. En 1932 regresó a Moscú, y en 1934 publicó “En el pueblo de Berdichev” –un cuento que le valió la admiración de Máximo Gorki, Mikhail Bulgakov e Isaac Babel– y una novela, ¡Buena suerte!, sobre los mineros de Donbass. En 1937, Grossman fue admitido entre los Escritores de la Unión Soviética. Su novela Stepan Kol’chugin fue posteriormente nominada al premio Stalin.
Los críticos con frecuencia dividen la vida de Grossman en dos partes. Tzvetan Todorov, por ejemplo, dice que “Grossman es el único ejemplo […] de un escritor soviético establecido que cambió de parecer completamente. El esclavo que llevaba dentro murió, y surgió un hombre libre”. Pero es un error establecer una distinción tan clara entre el escritor “conformista” de los años treinta y cuarenta y el “disidente” que escribió Vida y destino y Todo fluye en los años cincuenta. ¡Buena suerte! puede parecer hoy sosa, pero en el pasado debió resultar sorprendente: en 1932 Gorki la criticó por su “naturalismo”, palabra en clave soviética que hacía referencia a la presentación de un exceso de realidad inaceptable. Al final de su informe, Gorki sugirió que el autor se preguntase: “¿Por qué escribo? ¿Qué verdad estoy confirmando? ¿Qué verdad quiero que triunfe?” Incluso entonces, esa actitud tan cínica con respecto a la verdad debió ser casi un anatema para Grossman. Resulta difícil, con todo, no quedar impresionado por la intuición de Gorki acerca de Grossman como hereje potencial. En 1961, una vez los manuscritos de Vida y destino ya habían sido confiscados, Grossman escribió a Jruchov: “He escrito en mi libro lo que creía, y sigo creyendo, que es la verdad. He escrito sólo lo que he pensado, sentido y sufrido”.
Grossman no fue un mártir; no obstante, mostró un valor considerable durante los años del Gran Terror. En 1938, cuando su segunda esposa, Olga Mikhailovna, fue detenida, Grossman adoptó a los dos hijos de su marido anterior, Boris Guber, que había sido detenido un año antes; de no ser por la acción de Grossman, los niños podrían haber sido mandados a un campo. Grossman escribió entonces a Nikolai Yezhov, el célebre director del NKDV, señalando que Olga era ahora su esposa y que no debía ser hecha responsable de su anterior marido, con el que había roto por completo; más tarde, ese mismo año, fue liberada. Un amigo de Grossman, Semyon Lipkin, comentó: “Todo esto podría parecer perfectamente normal, pero sólo un hombre muy valiente se hubiera atrevido a escribir una carta como esa al principal verdugo del Estado”.
El desplazamiento de Grossman hacia la disidencia fue gradual. Durante los años de la guerra pareció no tener miedo ni de los alemanes ni del NKDV; en 1952, sin embargo, a medida que la campaña antijudía de Stalin ganaba en intensidad, Grossman aceptó firmar una carta oficial en la que se pedía el castigo más severo para los médicos judíos supuestamente implicados en un complot contra Stalin. Es posible que aquello fuera una aberración; como la mayor parte de la gente, actuaba inconsecuentemente. De hecho, Vida y destino es una enciclopedia de las complejidades de la vida bajo el totalitarismo, y nadie ha articulado mejor que Grossman lo difícil que le resulta a un individuo resistir sus presiones:
Pero una fuerza invisible le aplastaba. Sentía su peso, su poder hipnótico; le estaba obligando a pensar como quería, a escribir como le dictaba. Esa fuerza estaba en su interior; podía disolver su voluntad y hacer que su corazón dejara de latir […] Sólo a la gente que nunca ha sentido una fuerza como esa en su interior puede sorprenderle que otros se rindan a ella. Los que la han sentido, por otro lado, se asombran de que un hombre pueda rebelarse contra ella aunque sea por un momento, con una súbita palabra de ira, un tímido gesto de protesta.
Grossman no trató de ocultarse sus propios defectos. Se reprobaba, por encima de todo, no haber logrado evacuar a su madre de Berdichev después de la invasión alemana en 1941. También, no obstante, culpaba a su esposa, que no se llevaba bien con su madre. Poco antes de la guerra, Grossman había sugerido que invitaran a su madre a vivir con ellos en Moscú, y Olga había respondido que no disponían de espacio suficiente. En septiembre de 1941, Yekaterina Savelievna fue asesinada por los alemanes junto a los más de 30.000 judíos de Berdichev. Años más tarde, tras la muerte de Grossman, se encontró un sobre entre sus papeles; en él había dos cartas que había escrito a su madre muerta en 1950 y 1961, en el noveno y vigésimo aniversario de su fallecimiento, junto con dos fotografías. En la primera carta, Grossman escribe: “He intentado […] cientos de veces imaginar cómo moriste, cómo caminaste para encontrarte con la muerte. He intentado imaginar a la persona que te mató. Fue la última persona que te vio. Sé que estuviste pensando en mí […] durante todo este tiempo”. Una fotografía muestra a su madre con Vasili de niño; la otra, que Grossman le cogió a un oficial de las ss muerto, muestra centenares de cadáveres desnudos de mujeres y chicas en un inmenso agujero.
Grossman pudo haber considerado la guerra como una oportunidad para redimirse. Se ofreció voluntario como soldado raso a pesar de su mala salud. Destinado, sin embargo, a Estrella Roja, el periódico del ejército rojo, rápidamente se ganó los elogios como valeroso corresponsal de guerra. Cubrió todas las batallas principales desde la defensa de Moscú hasta la caída de Berlín, y sus artículos eran apreciados tanto por los soldados como por los generales. Grupos de soldados de primera línea se reunían mientras uno de ellos leía un ejemplar de Estrella Roja; el escritor Viktor Nekrasov, que sirvió en Stalingrado, recordaba que “los periódicos con artículos de Grossman y [Ilya] Ehrenburg eran leídos y releídos por nosotros hasta que quedaban hechos jirones”.
Ningún otro periodista escribía con la misma consideración por lo que Grossman llamaba la “despiadada verdad de la guerra”. Lo que escribía en sus cuadernos, sin embargo, era todavía más intransigente; muchos pasajes, en caso de haber sido vistos por el NKDV, le habrían costado la vida; algunos retrataban con dureza a importantes mandos, otros trataban asuntos tabú como la deserción y la colaboración con los alemanes. Los cuadernos están lleno de detalles sorprendentes: en una nota temprana se refiere al “olor habitual de la línea del frente, una mezcla entre el de la morgue y el de un herrero”.
Quizá temeroso de intimidar a la gente, Grossman nunca tomaba notas durante las entrevistas y se fiaba de su notable memoria. Era capaz de ganarse la confianza de personas de toda clase y condición: francotiradores, generales, pilotos de bombardero, soldados en un batallón penal soviético, campesinos, prisioneros alemanes o maestros que habían seguido trabajando culposamente en el territorio ocupado por los alemanes.
En 1943, tras la rendición alemana en Stalingrado, Grossman estaba con las primeras unidades del ejército rojo que liberaron Ucrania. Supo de Babi Yar, donde 100.000 personas, la mayoría de ellas judías, fueron masacradas. Poco después, en Berdichev, conoció los detalles de la muerte de su madre. Su noticia “El viejo maestro” y el artículo “Ucrania sin judíos” se hallan entre los primeros testimonios de la Shoah en cualquier lengua. Y el vívido aunque sobrio artículo de Grossman “El infierno de Treblinka” (finales de 1944), primer artículo en cualquier lengua sobre un campo de la muerte nazi, fue vuelto a publicar y utilizado como testimonio en los juicios de Núremberg.
Grossman fue el primero en investigar la masacre de Ucrania, que marcó el principio de la Shoah, y los campos de la muerte en Polonia, que fueron su culminación. Las ss trataron de destruir todo rastro de Treblinka, pero Grossman entrevistó a campesinos locales y a los cuarenta supervivientes y reconstruyó el funcionamiento del campo. Escribe perspicazmente sobre el papel jugado por el engaño, sobre cómo los “psiquiatras de la muerte de las ss” lograban “confundir el entendimiento de la gente una vez más, espolvorearlo de esperanza […] Las mujeres y los niños debían quitarse los zapatos […] Debían dejar los calcetines en el interior de los zapatos […] Ser ordenados […] Para ir a los baños había que llevar los documentos, una toalla…”
La línea oficial soviética, con todo, fue que todas las nacionalidades habían sufrido por igual bajo Hitler. La recriminación habitual a los que hacían hincapié en el sufrimiento de los judíos era: “¡No dividáis a los muertos!” Reconocer que los judíos constituían la abrumadora mayoría de los muertos habría requerido reconocer que otras nacionalidades soviéticas –y especialmente los ucranianos– habían sido cómplices del genocidio; en cualquier caso, Stalin era antisemita. Entre 1943 y 1946, junto a Ilya Ehrenburg, Grossman trabajó para el comité judío antifascista en El libro negro, un testimonio documental de las masacres de judíos en suelo soviético y polaco. Nunca fue publicado.
La novela El pueblo inmortal (1943), al igual que Stepan Kol’chugin, fue nominada al premio Stalin pero vetada por Stalin a pesar de que el comité la había votado unánimemente. En el momento de la publicación, en 1952, de su novela relativamente ortodoxa Por una causa justa, otros miembros prominentes del comité judío antifascista habían sido detenidos o asesinados y una nueva oleada de purgas estaba a punto de empezar; de no ser por la muerte de Stalin en marzo de 1953, Grossman habría sido casi sin duda arrestado.
Durante los años siguientes, Grossman gozó del reconocimiento público. Recibió una prestigiosa condecoración, la Bandera Roja al Trabajo, y Por una causa justa volvió a ser publicada. Mientras tanto estaba trabajando en sus dos obras maestras, Vida y destino y Todo fluye, ninguna de las cuales sería publicada en Rusia hasta finales de los años ochenta. Pensada como una secuela de Por una causa justa, Vida y destino resulta mejor vista como una novela distinta que incluye muchos de sus personajes. Es importante no sólo como literatura, sino también como historia; no tenemos un retrato más completo de la Rusia estalinista. El poder de otros escritores disidentes –Shalamov, Solzhenitsin, Mandelstam– proviene de su condición de ajenos al sistema; el poder de Grossman proviene al menos en parte de su íntimo conocimiento de todos los niveles de la sociedad soviética. En Vida y destino, Grossman consigue lo que muchos otros escritores soviéticos intentaron y no lograron conseguir: un retrato de toda una era. Cada personaje, por vívido que sea su retrato, representa un grupo o una clase en particular y soporta un destino que ejemplifica a su clase: Shtrum, el intelectual judío; Getmanov, el cínico funcionario estalinista; Abarchuk y Krymov, dos de los miles de “viejos bolcheviques” detenidos en los años treinta; Novikov, el honorable oficial cuya capacidad fue reconocida sólo cuando los desastres de 1941 llevaron a las autoridades, al menos durante algunos años, a valorar la competencia militar por encima de la posesión de las credenciales de partido adecuadas. No hay nada estrambótico en la novela, estilística o estructuralmente. Pero pese al cuestionamiento moral y la herética igualación de comunismo y fascismo de Grossman, Vida y destino habría estado cerca de satisfacer la demanda de las autoridades de una épica verdaderamente soviética.
En octubre de 1960, en contra del consejo de dos de sus mejores amigos, Semyon Lipkin y Yekaterina Zabolotskaya, Grossman entregó el manuscrito de Vida y destino a los editores de Znamya. Era el momento cumbre del “deshielo” de Jruchov y Grossman creía que la novela podría ser publicada. Pero en febrero de 1961, tres agentes del KGB fueron a su apartamento para confiscar el manuscrito y todo el material relacionado, incluso el papel de carbón y las cintas de la máquina de escribir. Ningún otro libro, aparte de Archipiélago Gulag, fue considerado nunca tan peligroso. En muchos sentidos, Grossman parecía cooperar, llevando a los agentes del KGB hasta su primo y sus dos mecanógrafos para que pudieran confiscar el resto de copias del manuscrito. Lo que el KGB, sorprendentemente, no fue capaz de descubrir es que Grossman había hecho dos copias más; había dejado una con Semyon Lipkin y la otra con Lyolya Dominikina, un amigo de los tiempos de estudiante que no tenía ninguna relación con el mundo literario.
Mucha gente opina que Grossman fue locamente cándido al imaginar que Vida y destino podría haber sido publicada. Pero Igor Golomstock, el crítico, me ha hablado de las elevadas esperanzas albergadas, después de la denuncia de Stalin por parte de Jruchov en 1956, por muchas personas que se mostraban profundamente críticas con el régimen soviético pero que –como Grossman– habían vivido en su seno. Lipkin deja claro que Grossman sabía que podía ser detenido; en mi opinión, estaba harto de mentir, harto de transigir ante las caprichosas exigencias de las autoridades. No preveía que las autoridades pudieran dar el infrecuente paso de no detenerle a él sino a su novela.
Grossman siguió exigiendo que su novela fuera publicada. Posteriormente sería citado por Mikhail Suslov, principal ideólogo de los años de Jruchov y Brezhnov. Suslov repitió algo que Grossman ya había oído antes: que la novela no podría ser publicada durante doscientos o trescientos años. Al hacerlo, estaba reconociendo implícitamente la duradera importancia de la novela.
Temeroso de que la novela pudiera haberse perdido para siempre, Grossman cayó en una depresión. Pero no dejó de trabajar. Además de escribir La paz está con vosotros, el vívido relato de un viaje por Armenia, siguió revisando Todo fluye, una obra incluso más crítica con la sociedad soviética que Vida y destino. Grossman, con todo, sufría un cáncer de estómago; a última hora del 14 de septiembre, la víspera del décimotercer aniversario de la masacre de judíos en Berdichev, murió.
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Grossman escribió en una ocasión que el único libro que podía leer durante los combates en las calles de Stalingrado fue Guerra y paz; su elección de un título de resonancias similares casi reta al lector a comparar ambas novelas. Vida y destino resiste bien la comparación. La evocación de Grossman de Stalingrado es al menos tan vívida como la evocación de Tolstoi de Austerlitz. Como Tolstoi, Grossman adopta muchos puntos de vista: desde el del soldado raso hasta el del historiador o el filósofo. Las reflexiones generales de Grossman son más interesantes y variadas que las de Tolstoi. En ocasiones su fuerza se halla menos en la imaginación que en la lenta y deliberativa lógica; la singular idea de que los estados totalitarios operan con los mismos principios que la física moderna, que ambas cosas están más preocupadas por las probabilidades que por la causa y el efecto, más por vastos conjuntos que por personas o partículas individuales, recorre la novela por completo. En ocasiones la lógica y la poesía se combinan; la imagen de Stalin arrebatando de manos de Hitler la espada del antisemitismo en Stalingrado es una coda a la idea de que el nazismo y el estalinismo son esencialmente el mismo fenómeno.
Grossman expresa sus propias creencias con la mayor franqueza por medio de una tesis en favor de una “amabilidad sin sentido” escrita por un personaje llamado Ikonnikov, un antiguo tolstoiano que recientemente había presenciado la masacre de 20.000 judíos. Antes de condenarse a sí mismo a muerte al negarse a trabajar en la construcción de una cámara de gas, Ikonnikov acude a un sacerdote italiano y le pregunta en una acuciante mezcla de italiano, francés y alemán: “Que dois-je faire, mio padre, nous travaillon dans una Vernichtungslager” (“¿Qué debo hacer, padre mío? Estamos trabajando en un campo de la muerte”.) Grossman es capaz de muchas clases de poesía, desde la elocuencia denunciadora hasta el lenguaje parloteado, roto, de Ikonnikov; sólo se entrega a la poesía, no obstante, cuando el lenguaje más ordinario deja de ser adecuado.
Sólo en un aspecto, quizá, es Grossman eclipsado por Tolstoi: carece de la habilidad de Tolstoi para evocar la riqueza, la plenitud de la vida. No hay nada en Vida y destino que iguale el retrato que Tolstoi hace de la joven Natasha Rostova. Grossman, con todo, escribe sobre uno de los períodos más oscuros de la historia europea, y el tono general de su novela es, correspondientemente, sombrío. Sin embargo, Grossman no carece de amor, fe y esperanza; incluso hay una especie de optimismo en su creencia de que nunca nos es imposible obrar moralmente y humanamente, incluso en un campo de trabajo soviético o nazi. Y esta sutil comprensión de la culpa, la inseguridad y la duplicidad, del dolor y la complejidad de la elección moral da a su obra un valor duradero.
Esta sutileza de la comprensión moral es una de las muchas cualidades que vinculan a Grossman con un escritor que trabajaba en una escala completamente distinta: Anton Chejov. Muchos capítulos de Vida y destino son como cuentos de Chejov. Hay una ironía chejoviana en el capítulo sobre Klimov, un joven soldado en Stalingrado que durante un bombardeo se ve obligado a ocultarse en un cráter durante varias horas. Pensando que está tendido junto a un camarada ruso y sintiendo una inusitada necesidad de calor humano, este dotado asesino le da la mano a un soldado alemán que se ha refugiado en el mismo cráter. Sólo cuando cesa el bombardeo los dos soldados se percatan de su error compartido; salen trepando en silencio, ambos temerosos de ser vistos por un superior y acusados de colaboración.
Así como buena parte de Vida y destino puede ser leída como una serie de miniaturas, también los cuentos de Chejov –en opinión de Grossman-– pueden ser leídos como una sola narración épica. El tributo que un personaje de Grossman rinde a Chejov es una declaración de las esperanzas y creencias de Grossman: “Chejov metió Rusia en nuestras conciencias en toda su vastedad […] Dijo, dejemos a Dios –y todas esas grandes ideas progresistas– a un lado. Empecemos con el hombre; seamos amables y atentos con el hombre individual, sea un obispo, un campesino, un magnate de la industria, un prisionero en las islas Sajalin o el camarero de un restaurante. Empecemos con respeto, compasión y amor por el individuo o no llegaremos a ninguna parte”.
Vida y destino podría quizá ser considerada una épica chejoviana sobre la naturaleza humana; como cualquier gran épica, en ocasiones hace añicos su propio marco. En el tren hacia un campo de la muerte, Sofya Osipovna Levinton, una doctora de mediana edad sin hijos, “adopta” a David, un niño pequeño al que Grossman ha dado un buen número de sus recuerdos de infancia, así como el día de su aniversario: el 12 de diciembre. Negándose a abandonar a David o al pueblo judío con el que ahora se identifica por primera vez, Sofya sacrifica su vida al no responder cuando un oficial alemán ordena a los doctores presentes que se identifiquen. Sofya y David están entre la muchedumbre que se ve empujada hacia la cámara de gas. David muere en primer lugar y Sofya siente su cuerpo hundiéndose entre sus brazos. El capítulo termina: “Ese niño, con su ligero cuerpo de pájaro, se marchó antes que ella. ‘Me he convertido en una madre’, pensó ella. Fue su último pensamiento. Su corazón, con todo, todavía contenía vida: se contrajo, le dolió y sintió pena por todos vosotros, vivos y muertos; Sofya Osipovna sintió una oleada de náusea. Se apretó contra David, ahora un muñeco; se murió, una muñeca”.
Como dijo en una carta a Ilya Ehrenburg acerca de El libro negro, Grossman sentía que su obligación moral era hablar en nombre de los muertos, “en nombre de los que yacen en la tierra”. También se sentía sostenido por los muertos; creía que su fuerza podría ayudarle a completar su deber con los vivos. Esto resulta evidente en la cautelosamente optimista conclusión de la historia de Viktor Shtrum. Después de, inusitadamente, traicionar a hombres que sabe que son inocentes solamente porque no puede soportar la idea de perder algunos nuevos privilegios, Shtrum expresa la esperanza de que su madre muerta le ayude a actuar mejor en la próxima ocasión; sus últimas palabras en la novela son: “Entonces, ya veremos […] Quizá tenga la fortaleza necesaria. Tu fortaleza, madre…”
Los sentimientos de Grossman son revelados aun con mayor claridad en la carta que escribió a su madre en el vigésimo aniversario de su muerte: “Yo soy tú, querida madre, y mientras yo viva, tú también lo harás. Cuando muera tú seguirás viviendo en este libro que te he dedicado y cuyo destino está estrechamente atado a tu destino”. Su percepción de que la vida de su madre continuaba en el libro parece que le hizo sentir que Vida y destino era un ser vivo. Su carta a Jruchov termina con un desafío: “No hay sentido ni verdad en mi actual situación, en mi libertad física mientras el libro al que he dedicado mi vida está en la cárcel. Pues yo lo escribí, y no lo he repudiado y no lo estoy repudiando […] Pido libertad para mi libro”.
John Garrard ha escrito acerca de lo que él llama “dos heridas abiertas” en relación con Grossman. La primera es la cultura del silencio que existe hasta día de hoy en el antiguo territorio soviético acerca de la colaboración de parte de la población local en las muertes de los judíos soviéticos. La segunda tiene que ver con la batalla de Stalingrado. En el muro que lleva al famoso mausoleo de Stalingrado, un soldado alemán pregunta en grandes letras de granito: “Nos están atacando de nuevo. ¿Pueden ser mortales?” En el interior del mausoleo las palabras de respuesta de un soldado del ejército rojo aparecen cubiertas de oro: “Sí, somos mortales, y pocos de nosotros sobrevivieron, pero todos cumplimos nuestro deber ante la santa Madre Rusia”. Aunque estas palabras están tomadas de “En la línea de la campaña principal”, un artículo publicado por primera vez por Grossman en Estrella Roja y reimpreso en el Pravda, los diseñadores del memorial no reconocieron a Grossman como su autor. Los guías del monumento siguen afirmando que no saben quién escribió esas palabras.
Mientras se construía el memorial, Grossman murió en la oscuridad. El memorial fue empezado en 1959 y terminado en 1967; Vida y destino fue “detenida” en 1961 y Grossman murió en 1964. Fue como si las autoridades optaran por enfrentarse a Grossman dividiéndole en dos figuras separadas: un judío disidente cuya obra debía ser silenciada, y una “voz del pueblo soviético” cuyas palabras serían grabadas en grandes letras siempre y cuando no se mencionara su nombre. Grossman probablemente se habría encogido de hombros ante esa omisión; lo que le habría disgustado más habría sido la renuencia de la gente a escuchar lo que él había dicho “en nombre de los que yacen en la tierra”. ~
Traducción de Ramón González Férriz
Publicado originalmente en Prospect, © Robert Chandler