Viajero a Toteninsel

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Avanzando hacia su tumba o su nicho en el agua oscura sin oleaje, el blanco, casi fantasmal personaje va de pie en la proa de la barca conducida por un remero. Quizá ya es difunto, pero tiene el orgullo de llegar de pie a la deshabitada isla de altos y oscuros pinos, de nichos cuyas puertas se abren en los grandes peñascos y que silenciosamente lo esperan. Está tranquilo y señorial, sin duda deseando desembarcar con su ataúd y hallar el reposo eterno bajo un ciprés o en uno de esos nichos de la isla-necrópolis. Y todo el cuadro es sereno, la isla tiene la belleza de las del archipiélago mediterráneo, pero la baña una luz moribunda y se diría que se levanta sobre un mar oscuro y demasiado quieto, un silencioso, fatigado mar de melancólico final de viaje. Y el cuadro se llama Die Toteninsel.

Die Toteninsel, literalmente “La Isla de los muertos”, de Arnold Böecklin (1827-1901), artista representativo del simbolismo pictórico del fin-de-siglo, y, como tal, algo kitsch, lo pintó su autor cinco veces con algunas variantes de detalle y ha sido una de las obras más reproducidas, copiadas, plagiadas, interpretadas, soñadas, remedadas, parafraseadas y parodiadas de la historia de la pintura. Obra de un pintor dotado de mucha cocina pictórica, y de no poca cursilería, pero a la vez de un considerable talento imaginativo, ha fascinado a personajes históricos como Elizabeth de Austria, Clemenceau, Lenin e Hitler; a exploradores del subconsciente como Sigmund Freud, que tenía una reproducción sobre el sofá de las torturas psicoanalíticas; a poetas como D’Annunzio que la cantaba en versos estatuarios, o como Rilke que la susurraba en suspiros exquisitamente rimados; ha inspirado a otros pintores como De Chirico que la tradujo en las plazas y columnatas deshabitadas de su pintura “metafísica”, a Max Ernst que la trastocó en el selvático Ojo del Silencio, a Dalí que la cataluñizó en los infinitos paisajes de su Port-Lligat, al dramaturgo Strindberg que la dejaba figurar en los telones de fondo de sus crispados dramas; al compositor Rachmaninoff que la convirtió en un poema musical de obsesivo oleaje sinfónico; y a los cineastas Schoedsak y Cooper que la trasmutaron en la Isla de la Calavera del primer y genial King Kong, o a Mark Robson que hizo una película boriskarloffiana titulada precisamente Isle of the Dead.

¿Es Die Toteninsel una gran obra de las artes plásticas? Yo diría que no, pero también diré que la estética convencionalmente académica de Böecklin, tan cercana al kitsch, no estorba sino que quizá potencia por contraste la calidad poética del cuadro, lo hace trascender el marchito arte simbolista del fin-de-siècle. Todas las obras plásticas son en principio silenciosas, pero Die Toteninsel es de la categoría de lo que me atrevo a llamar la Pintura del Silencio, en la cual sus hermanas mayores son para mí, entre unas pocas, las Meninas de Velázquez, las plazas solitarias de Chirico y los playeros paisajes dalinianos de Port-Lligat.

REVERSO:

LOS MUERTOS FELICES

Ahora el calendario celebra a los Fieles Difuntos y la chiquillería de los vecinos, disfrazada de vivientes esqueletos, de brujos y de brujas, de monstruos frankesténicos, de vampiros draculescos, de freaks alegres o alebrijes animados, pulula por las escaleras y de piso en piso del edificio-condominio en que vivo, tocando puertas, trompeteando y aullando y chillando y exigiendo dulces, fruta y monedas, y recuerdo que en esta misma casa, en una tarde de los años noventa en que nos embriagábamos de calvados y de música Gerardo Deniz y yo, recordamos que a Pedro Miret La isla de los muertos, el poema sinfónico de Rachmaninoff que en la ocasión escuchábamos, no le traía a la memoria el cuadro de Böecklin así titulado, en el cual se habría inspirado el compositor (traduciendo a música la isla/necrópolis, los cipreses sombríos, el aire crepuscular, la barca que lleva por las oscuras y mansas aguas al esforzado remero y a la enigmática figura fantasmal en una escena de pesadilla y más silenciosa que el habitual silencio de las obras plasticas). A Miret el mero título del cuadro le hacía evocar algo muy distinto.

Y nos contaba Miret su ensoñación como surgida del ensueño de una siesta. Nos pintaba verbalmente una bonita playa soleada en la que los muertos y las muertas de diversas edades, de los ocho a los ochenta años y de los dos sexos, se comportaban como vacacionistas o pensionados o turistas en una playa soleada, y nadaban, retozaban entre olas, buscaban conchitas, se lanzaban coloridas pelotas, formaban castillos de arena, oían casettes de valses de Johann Strauss, de melodías de André Kostelanetz o Glenn Miller, de canciones de Frank Sinatra, o se fotografiaban sonrientes y abrazados por la cintura o por los hombros, y se daban besitos, se bronceaban tendidos al sol, hacían lagartijas, resolvían crucigramas, pintaban acuarelas, leían novelas de Mario Puzzo y de Barbara Cartland, o, en fin, simplemente contemplaban extasiados el amanecer o el crepúsculo, mientras alguno, o alguna, gozosamente yaciente en una reposona o columpiándose levemente en una hamaca, sorbía un mintjulep o un cocofitz mientras dictaba a una grabadora su Querido Diario del Más Allá o sus Íntimas Memorias de Ultratumba. Eran muertos gozando de su merecido descanso de la turbulenta vida.

(Publicado anteriormente en Milenio Diario.)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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